martes, septiembre 30, 2003

Mañana comienzo a dar una serie de clases sobre Conversación en La Catedral de Vargas Llosa; sin duda estaría en mi decálogo de las diez mejores novelas de Latinoamérica.

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PD. Como breviario cultural, pongo a consideración del lector el decálogo del maestro Julio Ortega: Las memorias de Mamá Blanca (1926): Teresa de la Parra; Pedro Páramo (1955): Juan Rulfo; Los ríos profundos (1958): José María Arguedas; La muerte de Artemio Cruz (1962): Carlos Fuentes; Rayuela (1963): Julio Cortázar; Paradiso (1966): José Lezama Lima; Cien años de soledad (1967): Gabriel García Márquez; El obsceno pájaro de la noche (1970): José Donoso; La vida exagerada de Martin Romaña (1981): Alfredo Bryce Echenique; El cuarto mundo (1988): Diamela Eltit.
Hace un momento volvió a visitarme el hada verde. Y aunque dudé un instante en abrirle, al final le permití la entrada. Fue de nuevo, lo sé muy bien, como se le narra en los cuentos: un poco seductora, disfrazada de Marie Brizard y encantada con la música de Rubén Blades; además, fiel a su costumbre, durmió lenguas a setenta grados.

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lunes, septiembre 29, 2003

Said

Desde la muerte de Octavio Paz, no sentía tanta desolación por la muerte de alguien a quien sólo conociera por su producción artística o intelectual, como me sucedió este fin de semana con Edward Said. Defensor a capa y espada de Palestina (hay fotos de él apedreando al ejército israelí), Said fue sobre todo un especialista en los estudios culturales y autor de dos libros fundamentales para la historia del pensamiento occidental: Orientalismo y Cultura e imperialismo; hace un par de años había publicado su autobiografía, en la que al parecer (no la he leído) están los enigmas intelectuales de este hombre salido del melting pot perfecto: nació en Jerusalem, era católico y tenía pasaporte estadounidense. He de confesar que aunque discrepaba abiertamente de muchos de sus planteamientos, como ver la llamada literatura colonial inglesa estrictamente como una expresión de imperialismo, las lecturas de Said fueron importantísimas en mi desarrollo intelectual. En mi libro sobre El volcán de Lowry hay un capítulo que se llama, sin más, "Said". Desde hacía varios años yo sabía --por amigos en común-- acerca de su leucemia y de que entraba y salía de los hospitales cotidianamente. El martes pasado Hernán Lara Zavala me había dicho que Said vendría a la ciudad de México en un mes. Me emocioné como pocas veces. Ahora, como si las palabras de Hernán hubieran sido emitidas en un pasado indefinido, pienso de nuevo acerca de la vita brevis y, por supuesto, en que los deseos elementales de la vida no son perennes. Por eso, a veces, uno se cuestiona ingenuamente pertenecer a esa extraña taxonomía llamada "ser humano".

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viernes, septiembre 26, 2003

El martes pasado en Casa Lamm, uno de los lugares en donde doy clases, se presentó un libro de Natividad González Parás, gobernador electo de Nuevo León. La presentación era al lado de mi salón de clases y mientras don Nati ilustraba su riguroso ideario político, yo les comentaba a mis alumnas cómo no hay que hablar. Pedí un poco de silencio y escuchamos a los comentaristas del libro; más adelante agregué: "Hablando de políticos, quien hoy tiene la patente del verbo cantinflear es Diego Fernández de Cevallos". Me miraron incrédulas pero al final, luego de dos o tres explicaciones contundentes, me dieron la razón. Terminada la clase noté que la crema y nata de la clase política mexicana (incluidos priístas, panistas y perredistas) se hallaba ahí bebiendo vino francés y los acatempazos estaban a la orden del día. Salí en puntas de pie de ese lugar indigno y pedí me coche. La calle había sido tomada por guaruras y los últimos modelos adornaban la acera. Mientras me traían mi coche y como quien pernocta en el limbo, traté de cohabitar con esos rara avis que existen en este país. Fue sólo en ese momento cuando entendí que para ser guarura de político no sólo hay que estar dispuesto a dar su vida por el big chief sino que, sobre todo, ser un poco parecido a él. Uno de ellos les narraba a sus compañeros las vicisitudes futboleras del fin de semana: "No mamen, el pinche Cardozo falló un penalty de la manera más pendeja: el güey estaba solo frente al portero y mandó el balón a un lado".

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lunes, septiembre 22, 2003

Durante una semana entera traté de eliminar a Juanita. Después de muchos intentos, incluido el viejo truco del hoyo profundo utilizando la tapa de alcantarilla de Nicoménicus, fracasé (Juanita pasaba y pasaba sobre ella y nada ocurría; cuando yo me paré encima para ver qué sucedía, casi me voy de hocico hasta el primer piso). Ya fuera de mí, ensayé una última opción: como quien tira una colilla de cigarro, dejé una cáscara de plátano camuflada en las escaleras. Por varios días no supe nada de mi conspicua vecina y me dio por celebrar eufórico mi triunfo bailando claqué sobre la mesa. Pero una mañana que salía a dar mi clase, noté que al lado de su puerta había colgado un muñequito con lentes; arriba, una cruz azul bastante mal hecha y, en medio de ambos, la antes mencionada cáscara de platano de color negro. Sobra decir que ni la maté ni hice que se rompiera nada y lo peor: usaba MIS métodos en MI contra (¡bitch!). Desde ese día el Azul no gana un miserable partido y es probable que yo termine pronto en una celda sucia y hedionda, ya sea porque Hacienda se encargue de hacerlo o por reventar cualquier alcoholímetro que tengan a bien ponerme en la boca (olvidé decir que en el paquete pernicioso en mi contra va el hecho de que casi me mato en la carretera: una de las llantas de mi coche tenía como menos ocho libras). Ahora, como todos los lunes, iré con el barbero, con mi contador, y no sería malo, en lo sucesivo, conseguirme un brujo de cabecera que contrarresté la conjura, al cabo que la suerte está echada y cosas peores ya no pueden suceder (esto último no debí decirlo pero ya está: mañana cierran el Corona, Juanita vive hasta los 210, Ana María Lomelí sucede a Marthita en la carrera presidencial y el Chelito Delgado regresa a Argentina por no soportar jugar en un equipo tan malo).

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lunes, septiembre 15, 2003

Nunca escribí acerca de la naturaleza del blog. Siempre me pareció algo irrelevante, intrascendente, pues no pasa de ser un divertimento seudoliterario de unos pocos (por supuesto, incluido estoy). No obstante, ahora sé que puede ser un arma dañina que atente contra uno mismo; una navaja de doble filo y sin asidero que secuestre la última parte real de vida que nos ata a esta tierra y a esta Tierra. Entonces es necesario dejarse de mamadas y pensar las cosas en perspectiva, con un poco de cabeza fría, y decirlo de una vez con todas sus letras: el blog no es, como pretenden algunos pícaros neurasténicos, la nueva forma de hacer literatura ni tampoco una moderna fuente de conocimiento; acaso llegue a ser sólo un ejercicio de escritura para algunos (muy pocos, si se me permite decirlo). Y hago esta disertación por lo que pasó el sábado. Eran las cuatro de la madrugada y queríamos una última chela; compramos unas y fuimos a casa de Paty. Ahí, el Fuc --que no podía permanecer parado mucho tiempo más-- cayó fuera de sí en un sillón. Yo serví unos vasos y guardé la cervezas restantes en el refrigerador. Paty, por su parte, fue a su computadora (que dicho sea de paso está en el comedor) y se conectó a la red. Sólo hasta que pasaron varios minutos y yo chupaba solo en la sala con el cadáver del Fuc, entendí que Paty estaba en el blog, obsesionada por saber los comentarios de sus posts. Sentí abatimiento, hastío, y pensé qué estoy haciendo aquí. Terminé mi cerveza y me fui. Ella se quedó escribiendo frente a la computadora: vivir para bloguear era ahora el asunto inmediato (Nicoménicus me dijo después "A mí me hizo lo mismo la noche anterior"). Al día siguiente me acordé de Until the end of the world, la película de Wim Wenders. En ella, al final de una caótica persecución, los protagonistas recalan en el desierto australiano (el fin del mundo), donde un hombre escalofriante ha creado la máquina de los sueños; esto es: un aparato que permite proyectar en imágenes los sueños de las personas. Las imágenes son borrosas, casi sólo de siluetas; funestas. La obstinación por conocer los sueños, entonces, se potencia y la gente empieza a vivir para ello. La mitad de su vida duerme para soñar; la otra, para observar las imágenes oníricas. Un día hay una crisis de energía en la Tierra y la máquina deja de funcionar; los soñadores, al carecer de su razón para existir, buscan el suicidio. Al final lo que perdura, y es en parte la tesis de la película, es la palabra escrita, es decir, la historia de esta máquina formidable escrita por otra de mayor alcance y perdurabilidad: una Rémington decimonónica. El peligro del blog es no darse cuenta de que acaso uno es el creador de seres humanos de "Las ruinas circulares", el fotógrafo de "Las babas del diablo". De repente no sería malo regresar al papel así como los melómanos lo hacen con los acetatos. Ahora que releo a Onetti pienso que él, como muchos otros, nunca tocó una computadora; sin embargo, es alguien que puede hacerme llorar. Si alguna certeza tengo en este instante es que un blog jamás podrá hacerlo (ni siquiera los que están para llorar).

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sábado, septiembre 13, 2003

Desde hace una semana tengo un billete falso de cincuenta pesos en la cartera. Y aunque ignore quién me lo dio, hay que hacer notar que el maestro Morelos aparece un poco deforme. Cualquiera que no lo conozca pensaría en él como un vulgar facineroso, un hombre más cercano a Chucho El Roto o a Luis Candelas que a un ilustre prócer. En todo caso, sería una circunstancia agradecida por el gran Juan Nepomuceno Almonte, quien perdería ipso facto su bastardía. El billete sigue en mi cartera y, por designios inexpugnables de mi memoria, he intentado darlo tres veces. Las tres me dijeron "su billete es falso, joven". Yo, quizás por desidia o vértigo, sigo sin aceptar que sea falsificado. Acaso ahora que se acercan las fiestas patrias sea bueno recapitular y pensar que si un héroe aparece en un billete falso sea porque él mismo es un personaje apócrifo.

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viernes, septiembre 12, 2003

Las consecuencias de los encuentros de poetas son desastrosas por varias razones: 1) no soy poeta, 2) son amigos a los que no se ve muy seguido, pues no viven en la ciudad, 3) son alcohólicos y drogadictos, ergo, hay que gastar mucho dinero, 4) las mesas son tan aburridas que la banda lo único que desea es que se acaben cuanto antes para emborracharse, 5) bailan mal, 6) son carnales y hay que estar dispuestos a por lo menos un día de dedo gordo, 7) uno desea que se vayan cuanto antes si es que se desea vivir algunos añitos más.

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martes, septiembre 09, 2003

Leo, en el último Proceso, que Julio Sherer se tomó unos "huisquis" con Salvador Allende. Más allá de hablar de uno de los momentos medulares en la vida de "Don Julio", me interesa aludir a la manera de enunciar tan importante bebida: huisqui. Hay que acotar varias cosas. Por un lado, hay una diferencia en la forma de escribirla por parte de escoceses y gringos; cuando se habla de un scotch se escribe whiskey y cuando nos referimos a un bourbon ponemos whisky. Asimismo, para castellanizar la palabra algunos escritores vanguardistas escriben "güisqui" (cosa que no deja de extrañar, pues estoy seguro que nunca escribirían Froid en lugar de Freud, Rambó en vez de Rimbaud o Camiú donde va Camus). Yo jamás, en todo caso, he escuchado decir "huisqui", así, con la "h" muda como debe ser en español. Es como si dijéramos, por ejemplo, "me da hueva" en lugar de güeva. Por lo demás, cualquier despistado podría pensar que Huixquilucan es el lugar de origen de este licor. Creo, sin ánimo de ofender ni polemizar con don Julio (quien merece mi admiración y respeto), que bien podríamos escribir en castellano "whisky" y pronunciarlo, sin más, güisqui, pues en español la "w" se pronuncia como "gu" y la "h" es muda. Hay palabras, por otra parte, que han sido castellanizadas por completo para evitar errores de pronunciación, verbigracia, jaibol (whisky con agua mineral), que viene de highball, una copa alta (algunos dicen que el jaibol puede ser, además, ron, tequila, ginebra o vodka con soda, ginger ale o agua quinada, pero es una vulgar falacia). Otro ejemplo es la palabra jonrón, de home run, y así sucesivamente. En fin, salú.

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Mañana doy una clase sobre La invención de Morel de Bioy Casares. Coincido con Borges en que no es una hipérbole calificarla como perfecta.

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lunes, septiembre 08, 2003

Los llamados globalifóbicos son personajes que, por lo general, me desagradan. Sobre todo porque sus sapientes apreciaciones como que un McDonald's representa el capitalismo y, por lo tanto, hay que apadrear sus ventanas, rebasan por completo mi panorama hermenéutico. Sin embargo, y siempre habrá que decirlo, es una exageración lo que de ellos se dice en los medios a propósito de la reunión de la OMC que se realizará esta semana en Cancún. Pensemos que acaso puedan rayar algunas bardas, escupir uno que otro Burger King o mearse un poquito a las afueras del Centro de Convenciones donde se realizará la Cumbre; pero de ahí a pensar en ellos como auténticas hordas de fieros astrogodos hay una gran diferencia. Por esa razón, Cancún es ahora una moderna ciudad amurallada y la sede de la cumbre uno de los lugares más seguros del mundo. Me da curiosidad, por lo demás, cómo nuestro H. Ejército Nacional contrarrestaría un scud bien puesto. No olvidemos que se acercan los festejos.

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domingo, septiembre 07, 2003

El mejor jugador, según la prensa argentina, en el empate de ayer de su selección fue el Chelito Delgado. Ojalá algún equipo europeo no nos lo quite a la malagueña.

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sábado, septiembre 06, 2003

Hoy es un día aciago. La ausencia de una señora que me haga el aseo ha empezado a rendir frutos; me acabo de encontrar un ciempiés al lado de una maceta. Sobra decir que vivo en un tercer piso y la maceta está dentro de mi casa (lo pisé; no murió. Me debatí con cada uno de sus pies pero siguió vivo. Entonces tuve que quemarlo parte por parte). Además, la tapa de alcantarilla de Nicoménicus sigue aquí afuera, Playboy Channel lo han doblado por completo al español y al rato tengo que acompañar a Miriam a que le saquen las muelas del juicio. Esto último no tendría ningún asegún si ella llegara, se sentara tranquilamente, la doparan como Dios manda y, sin más, se las extrajeran; pero no es así y sufro por ello. De entrada puedo decir que no soporta que alguien más le meta nada en la boca (lo único que acepta, con trabajos, son los cubiertos). Está de más decir que los dentistas la padecen, pues les quita la mano cuando intentan observar con un explorador de qué se trata su dentadura. Tenía diez años de no ir al dentista y ahora le van a quitar un par de muelas. Me preguntó si se podía morir y le contesté que dependía de que se estuviera quieta para que el dentista no le clavara la jeringa de anestesia en la glotis. Por supuesto me arrepentí en el acto porque, por lo demás, es una probabilidad muy alta. El Fuc dice que debiera tomarse unos valiums para que esté más tranquila; yo, por si las dudas, ya tengo preparado un lazo que utilizaré a la menor provocación. Por eso concluyo que hoy es un día aciago: un ciempiés, una alcantarilla, Playboy Channel en español y una mujer con dos muelas menos, que seguramente dirá que el futbol acrecienta su dolor y mejor apague la televisión.

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viernes, septiembre 05, 2003

Esta crónica apareció publicada hace algunos años en La Jornada, cuando a la comandancia del EZLN se le ocurrió darse una vuelta por el país. Con ella me gané a nuevos y distinguidos enemigos que no me han dejado dormir desde entonces. Sirva este recuerdo para mover las fibras sensibles de Marcosín y nos ilustre con un nuevo comunicado.


Esperando a Marcos

No hay nada que hacer... Empiezo a creerlo. La plaza de Armas de Cuernavaca es una verbena popular. Lo vendedores ambulantes, tendidos a un lado del asta bandera, ofrecen suvenires para todos los gustos. Hay muñecas Ramonas, múltiples pasamontañas y, sobre todo, playeras con la efigie del subcomandante Marcos. Las que más se venden son en las que hace una seña obscena. Marcos, todos lo sabemos, es en principio un provocador. En el improvisado templete se gritan consignas en favor de los neozapatistas y grupos "alternativos" se avientan rolas de protesta. El grito más común entre la gente es "¡Pinche gobierno!". También, quien tiene que bailar con la más fea es el buen Marco Tafoya al echarse numerosas canciones cocinadas allende Xoxocotla y enserñárselas a un público revolucionario que no quería aprender. Hasta adelante, la muchedumbre se arremolina para ganar un lugar y poder ver de cerca al Sub. Es muy probable, incluso, que alguna mujer esquizofrénica haya aventado un sostén al escenario. Nadie se mueve de su lugar. Marcos no tiene seguidores; tiene fans.

Las consignas en favor de los zapatistas son numerosas y atávicas. El grito de "E-Z-L-N, E-Z-L-N" permea el centro de esta ciudad. Parece que las viejas revoluciones sesentayocheras regresan con nuevos bríos a una época de falsas ilusiones y realidades virtuales distintas a las de antaño. Al final siempre serán iguales. Es, entonces, el zócalo de Cuernavaca un espacio abigarrado y lúdico; de encuentros y desencuentros instantáneos; de máscaras danzantes y humanizadas; de recuerdos oscuros y acaso inciertos. Es este lugar de dudas y lamentaciones una tierra de nadie (hay quien dice que es la de Zapata), a la que llegarán personajes sin rostro salidos de una obra de Pirandello y que buscan ser incluidos en un nuevo libreto. "Zapata vive", escucho decir a un niño al lado mío que no debe pasar de 16 años. Es cierto, Zapata vive, así como el Che, así como Marcos. Todos son imágenes vivientes pertenecientes al pop art, a la cultura de masas, a las banalidades comerciales que hacen que Marcos aparezca por igual en la portada de Time que de Vanity fair, que Mike Tyson tenga tatuado un "Che" en el pecho y que Antonio Banderas quiera interpretar a Zapata y hacerlo ver un latin lover. Son, como muchas cosas de la vida, imágenes vacías. Siguiendo a Baudrillard: el origen del crimen perfecto.

Es mediodía en la capital morelense. En los periódicos se ha dicho que el arribo de los zapatistas al zócalo será a las doce en punto. Sólo los ingenuos lo creen así, pues desde que empezó la marcha no han llegado puntuales a un solo mitín. El mismo Marcos se disculpa cada vez que cierra con broche de oro las participaciones de la Comandancia Zapatista. La expectación, sin embargo, es descomunal. La gente espera a los comandantes como una teenager a su artista preferido afuera del hotel donde se hospeda. No obstante, el tiempo es implacable: sigue su curso. Con unos amigos, concluímos que estos muchachos tardarán mínimo dos horas en hacer su entrada triunfal. Por eso tampoco puedo dejar de pensar en el ejército Trigarante. Los neozapatistas ya lo superaron: han tenido entradas similares en muchas más ciudades, no sólo en una. Durante las primeras cervezas, empiezan los rumores: se accidentaron a la altura de Huitzilac; Marcos está con el pescuezo quebrado; David se ha quedado sin piernas. Al final son eso nada más: rumores. Regresamos a la plaza y ya la gente empezaba a quejarse: "Hemos ido a tres cafés y no llegan estos cabrones". También por ahí, un muchacho, desconsolado, buscaba a un zapatista que se le había perdido. Le pregunto si llevaba pasamontañas y me responde que es un viejo combatiente zapatista, que tan pronto lleguen los comandantes lo va a trepar al templete para que esté con ellos. Me imagino entonces que no debe ser difícil encontrar a una momia en el centro de Cuernavaca.

Aunque "La universal" está llena tenemos suerte de encontrar una mesa libre. Consideramos que es un buen lugar para ver cuando lleguen. Antes de ello, tenemos que driblar dos o tres cinturones, creo que les dicen de paz, para llegar a un sitio menos aburrido. Desde ahí observamos que el sol ha hecho que la banda se ponga como loquita; algunos intolerantes empiezan a insultar a los comandantes. Todo ello hace que la cosa no me quede muy clara y piense que es muy probable que la Comandancia Zapatista esté en contubernio con los restaurantes de los centros de las ciudades que visitan. Así, ellos llegan tarde, la banda consume cerveza y café como degenerada, y los zapatistas reciben una partida por las ganancias a través de su representante: el comandante Germán.

Son ya las dos y empiezo a considerar la posibilidad de perderme el magno evento, pues doy una clase en la ciudad de México y tengo que salir a más tardar a las cuatro. Godot y la carta del coronel empiezan moverse fantasmalmante. Sin embargo, como en los partidos de futbol emocinantes, nadie se mueve. Pero se desesperan. Entonces Javier Sicilia aparece vestido de beduino, con algún trapo extraño en la cabeza, y quejándose: "Llevo aquí desde la nueve". Carlos Monsiváis, por su parte, se camuflajea de la mejor manera posible y sale rápidamente de su escondite en "La universal" para que ningún reporterillo le pregunte "¿Qué opina usted de la marcha, maestro?" Por cierto, ese día confirmaría mi tesis de que hay varios Monsiváis deambulando por ahí: en la noche me encontraría con otro en la presentación de un libro en la ciudad de México. En pocos minutos, los compañeros, compañeras y compañer@s piensan que la supuesta visita sólo es una estrategia publicitaría zapatista para hacerse promoción. Otra cerveza más y a lo lejos se escucha a la maestra de ceremonias diciendo que había gente en la azotea de Palacio de Gobierno, como sugiriendo que son espías oficiales. Algo está claro, si hay "espías del gobierno" no van a ser lo suficientemente idiotas para ver a los posibles "revoltosos" desde la azotea de Palacio de Gobierno. A veces subestimamos demasiado los servicios de Inteligencia de este país.

Otra cerveza y empiezo a entristecerme porque la posibilidad de ver a Marcos se esfuma. Hasta mis binoculares llevo para ver si en efecto el Sub tiene barba o no; por lo menos quiero escuchar que lea su lista del supermercado. A lo lejos, los cinturones de paz empiezan a cansarse y sus hebillas se aflojan. Para qué se mortifican: los zapatistas prefieren los cinturones italianos; dicen que son de mejor calidad y aparte blancos. Tres y media y la cerveza empieza a hacer su efecto; esos cabrones siguen sin llegar. Pienso de nuevo en Marcos y su hablidad para fumar pipa en medio de un aguacero endemoniado. Debe de haber alguna táctica especial. En eso alguien grita que están por la glorieta de Tlaltenango; la gente se pone de pie para ganar un buen lugar. Quién haya estado alguna vez en el carnaval de Veracruz sabrá a qué me refiero. Yo también me levanto pero para dirigirme a la terminal de camiones y partir al Defe a dar mi clase. Me he perdido la posibilidad de ver en vivo y directo a los zapatistas, que por cierto regresan a su tierra, una tierra que, dicho sea de paso, nunca han pisado. A mi clase llego tarde y tengo que decirles a los alumnos que la culpa es de los zapatistas. En la noche medio veo las noticias y medio me entero del discurso de Marcos en Cuernavaca. Al día siguiente, los periódicos destacan sobre todo que el gobernador panista dio el día de asueto, seguramente obligado por el gobierno federal, y los textos de los cronistas oficiales del zapatour son como demasiado ambiguos y soporíferos. Como se espera a Godot, aguardé a Marcos para ver si en efecto era alguien de carne y hueso y si tenía algún parecido conmigo, pues por ahí se dice que todos somos él. Pero nunca llegó, o por lo menos a mi nunca me constó. Lo que vi fue solo la pirotecnia aparentemente revolucionaria de la llamada sociedad civil, un ente abstracto que a nadie le queda claro qué es. Lo único transparente en ese momento, y por eso creo que no me fui con las manos vacías, fue conocer el último grito de la moda revolucionaria: pasamontañas, huaraches, blusas de manta y pipa. ¿Qué? ¿Nos vamos?... Vamos.

CAS




miércoles, septiembre 03, 2003

Otro texto escrito hace siete años:

Crónica de un primer año clínico y convulso

El ejercicio de recordar rebasa las cualidades humanas y trasciende como una verdad extraña. La memoria se impregna de un escepticismo viscoso y oculta los límites entre el pasado y el presente. Como si el ser humano se llamara REMEMBER. Nací el 25 de noviembre de 1972, en una familia que en teoría era de clase media alta, pero en la que inexplicablemente a veces sólo había dinero para comer arroz y frijoles. Mis padres, Tere y Carlos, enfermera y cantante de ópera, vivían con mis abuelos paternos en la colonia Lindavista de la Ciudad de México y pasaban largas temporadas en la casa de mis bisabuelos de Cuernavaca. Desde el vientre materno tenía ya esa cualidad dickensiana de vivir entre las dos ciudades.

Corría la mitad de noviembre del 72, y mi mamá empezó a sentir mis pataditas en su vientre, que dicho sea de paso no tenían nada de pequeñas porque ahora calzo del 33, y dijo que había llegado la hora. Toda la familia, ante la expectativa de que la llegada del primer nieto varoncito se acercaba, salieron de inmediato hacia el sanatorio Guadalupe Tepeyac, al que entraron en fila india, para salir de igual forma veinte minutos después cuando el doctor le dijo a mi mamá que todavía faltaba para que me recibieran en el mundo exterior.

No fue sino hasta finales de mes que los alcancé en el tiempo para que me padecieran en el futuro. Siguiendo la mecánica acostumbrada, entró toda la familia al hospital, anhelando que no se repitiera el ridículo de días anteriores. En esa ocasión no los hice quedar mal. Mi mamá, al verme, dijo hola niño y mi tía, enfermera también y que había estado en el parto, cómo que hola niño, si es tu hijo. Mi papá, como buen tenor y avezado en las cuestiones vocales, comentaría después que su hijo había llorado con voz de bajo. Yo lo primero que vi fue la radiante intensidad de un foco de 100 watts.

Puede pensarse que el primer año de cualquier infancia es monótono y aburrido porque uno no recuerda nada; sin embargo, por la solicitud demandante de mi falsa modestia, me es obligatorio relatarlo, si no con lujo de detalle, sí con ciertas particularidades que me parece importante resaltar. Como puede suponer la gente allegada a mí, nunca fui un niño remilgoso, es más, si a mis padres se les olvidaba darme leche caliente con chocolate antes de dormir, lo más seguro es que recibieran de mi puño un recto al mentón, acompañado de lágrimas y gritos que les harían pasar una noche insufrible. Por lo tanto, la decencia de quien siempre ha tenido buen diente se imponía en el lugar y le dio un giro radical a la cotidianidad que existía en una casa en la que el jefe, mi abuelo, era excelente vendedor de desinfectantes para baño, que podía tener, como todo, buenas y malas jornadas, pero que cuando se trataba de las segundas, lo más probable era que no hubiera dinero para comer el día siguiente; y mi papá, artista y promotor cultural, habiéndose quedado en el sexto semestre de derecho, hacía el nada agradable papel de gato-gato en la compañía de Patentes y Marcas del jeque de la familia, mi tío abuelo José de la Sierra, alias Bubi. A los seis meses de trabajar con él, abandonó su despacho y se dedicó a hacer conciertos por toda la república. Mi mamá era su representante y yo su hijo, al que trataban de dejar a como diera lugar con su misma madre y los abuelos, porque si me llevaban lo más seguro habría sido que me quedara encerrado en el baño del hotel y él tuviera que gastar el dinero ganado por el concierto en un cerrajero, como había sucedido en San Luis Potosí y en Querétaro. Habría que acotar aquí que aprendí a caminar a los nueve meses, a hablar para que me entendieran como al año y medio y a pegarles a mis hermanas pequeñas tan pronto salieron del útero materno.

Y como el contacto a los nueve meses era constante con el piso, la primera palabra que dije, para indignación de mis padres, fue Peki, nombre de la perrita pekinés con maltés (siempre me dijeron que esa era su raza), que teníamos en la casa. ¡Cómo no fue a decir lo que dice cualquier niño normal, mamá, papá o caca!, dijeron. El caso es que cuando uno tiene un año de edad lo que importa son las cosas importantes, así que para mí la Peki, de eterna mirada melancólica y pelo hacia atrás como peinado con gel, lo era. Después aprendí las palabras acostumbradas, formadas por repeticiones de sílabas, y mis papás se tranquilizaron.

Siempre fui un niño muy sano, salvo contadas excepciones coyunturales en las que nada tuve que ver. Al año de nacido, ya vivíamos casi todo el tiempo en Cuernavaca y, como buen lugar caluroso, las inclemencias del clima jugaron un papel fundamental en la vida cotidiana. Por razones que todavía no me explico y ante las que mis papás, sufriendo una demencia muy sospechosa, me dijeron que no supieron qué pasó, me deshidraté en un tiempo record: tres horas. En el hospital el médico dijo que la siguiente expulsión habría sido la del intestino delgado. Para fortuna de todos, en algunos días ya estaba recuperado.

A los pocos meses, una epidemia de sarna invadió la casa. Todos teníamos que bañarnos mínimo dos veces diarias, lavar las sábanas también dos veces, aplicarnos una pomada infumable, etcétera. Yo sé que en esos momentos de preocupación había que extremar los cuidados. El problema fue que mi mamá las extremó en extremo y, sin mala intención, ingenua y clandestinamente puso insecticida en mi cuna cuando no estaba. Ni para darme cuenta. Como ya lo había sugerido, yo era un niño inquieto, fuerte y simpático, pero ante una ración doble de DDT entre las sábanas no pude hacer nada. Trataba de pararme en la cuna para pedir mi leche y me desvanecía rápidamente sobre el colchoncito. Mis papás me vieron y pensaron que estaba jugando. Qué chistoso, mira cómo se cae. Pero no fue chistoso cuando ya no me levanté y vieron que tenía los ojos desorbitados, como los del chimpancé eléctrico que tocaba lo platillos, mi juguete preferido en mi temprana niñez, que estaba al lado de la cuna.

El cantante de ópera y la maestra de enfermería se espantaron y salieron como Dios sólo sabe dar a entender, directo a la Cruz Roja. Y nada. Me estaba muriendo y los incompetentes médicos del hospital, seguramente con la característica típica de los hospitales provincianos, dijeron que con unas aspirinas me aliviaba. Mis papás ni siquiera esperaron que terminaran de decir la palabra aspirina y salieron del hospital. ¿Qué hacer? Pues la última opción: una ambulancia y vámonos a México. Y así fue como por primera vez me sentí en una serie televisiva estadounidense. Mi papá adelante en su coche, abriendo paso a una ambulancia cuyo chofer en su vida había manejado en la gran ciudad y atrás mamá, con lágrimas en las mejillas diciendo "no te mueras mijito, por favor" y su servidor pensando, "ya mamita, ni es para tanto. Sólo fue una pequeña dosis de insecticida. Ya me recuperaré, no te preocupes". Llegamos al hospital, no recuerdo cuál, pero seguramente fue uno bueno, en donde –en teoría– pudieran salvarme la vida. Así fue. Sin embargo, no todo en este mundo es tan maravilloso. A mis papás les dijeron que estaba a salvo de la intoxicación, pero que durante mi breve paso por la Cruz Roja de Cuernavaca había pescado una bacteria que sólo vive en los hospitales. Mi mamá, con su experiencia en este tipo de lides, entendió de inmediato lo que era una seudomona. Yo todavía sigo sin comprender qué es.

Con estas primeras experiencias en los hospitales, cada vez que me acuerdo o paso por uno se me enchinan los pelillos de la nuca y estornudo entre nueve y diez veces. Mi hermana menor es médica (en la casa se le conoce como la doctora Titi). Cuando de repente me sale un fuego en el labio, en lugar de que me diga tienes un fuego horripilante comenta, con propiedad médica, tienes herpes zoster. Yo sólo encojo los hombros y me chupo las comisuras; para eso no hay que ir a atenderse a una clínica.

CAS

martes, septiembre 02, 2003

A veces la docencia no es tan mala: mañana doy una clase sobre "El perseguidor" de Julio Cortázar, a master piece, I would say.

CAS

lunes, septiembre 01, 2003

Después de muchos años volví a ver Rambo I. La última escena es memorable.

CAS
Una nota sobre la caminata

El triunfo de Ana Gabriela Guevara ha opacado la realidad de otros deportes que históricamente le habían dado satisfacciones a México. Me refiero en particular a la caminata. Acostumbrados a exigirles a nuestros marchistas igual que todo gringo hace con su sus atletas, los mexicanos confiamos en que es imposible que no se obtenga una presea en caminata, ya sea en 20 o 50 km. Y es lógico: desde el insigne sargento Pedraza, pasando por Daniel Bautista, Ernesto Canto, Raúl González, Carlos Mercenario y el mismo Bernardo Segura, los marchistas mexicanos nunca decepcionaron. Así, como una religión que se fundamenta en la flagelación y el suplicio, en las pruebas de marcha suele paralizarse el país para que todos veamos como nuestros atletas luchan por el oro en los Olímpicos... y también cómo le hacen para esconderse de los jueces que tienen la consigna de evitar que "esos prietos feos" obtengan una medalla áurea. En realidad, sobra decirlo, ésa es la mejor excusa para decir por qué no ganaron, pero hay algo de cierto en ello.

La ciencia de la caminata es muy sencilla: se puede caminar de cualquier forma, siempre y cuando por lo menos uno de los dos pies esté siempre pegado al suelo, esto es, está prohibidísimo flotar. Sin embargo, esta norma, que es la más trascendental desde el punto de vista técnico en la marcha, es una vil tomadura de pelo: todos los atletas flotan. En los cuadros en cámara lenta de la televisión es evidente esta cuestión; pero los jueces saben que sólo los que hacen trampa son los mexicanos y, así, durante toda la competencia los tienen bajo la lupa. Si a un competidor lo amonestan tres veces queda fuera de la competencia, y es normal que por lo menos a un mexicano le suceda esto cada vez.

Lo curioso es que la caminata es un deporte diseñado para que su regla principal sea violada como un principio tácito. Aunque, claro, hay que hacerlo con propiedad; lo que llama la atención es, si todos flotan, ¿por qué ir a por los mexicanos? La situación es un sino de nuestros marchistas desde que en Moscú 80 un juez le dijo a Daniel Bautista y al ruso que lo acompañaba a la cabeza de la marcha y a punto de entrar al estadio, que el camino era por acá y no por allá; entonces, Bautista y su acompañante, obedientes como se tiene que ser ante la autoridad, siguieron por donde les habían dicho. Tan pronto pasaron, el juez -fiel discípulo del correcaminos y de todas sus artimañas para chingarse al coyote- cambió la señal del camino: ya no es por acá sino por allá. Cuando el italiano Maurizio Damilano entró solo al estadio y cruzó la meta, tuvieron que informarle ex profeso que él y nadie más había obtenido la medalla de oro.

Ahora que tenemos a una reina de la velocidad es fácil, desde luego, olvidar los rezagos en la marcha, un deporte que tantas glorias le dio al país. Y también pensar en esa consigna hacia los jueces. Eso hace, además, menospreciar los triunfos de otros marchistas que se han partido el alma en este deporte y que no son mexicanos. Caso concreto es el ecuatoriano Jefferson Pérez, campeón panamericano, olímpico y mundial, y que además es un héroe en su país, o el mayor marchista de todos los tiempos, el polaco Robert Korzeniowsky (odiado en México porque fue quien se agenció la medalla de oro en Sidney tras la descalificación de Bernardo Segura), un verdadero fuera de serie, que más allá de darle alegría a su país, tiene el honor de ostentar el apellido de otro gran polaco, el maestro Joseph Conrad.

CAS