lunes, junio 04, 2007

Bienvenida, Juno

________"Transportarán un cadáver por expreso". Las horas han dejado de contarse en bloque; ahora los segundos se miden por suspiros insoslayables. Uno, dos; uno, dos. Hablemos, pues, de los náufragos invisibles y del preludio inacabable de lo que vendrá al rato. La sugerencia es la siguiente: saltémonos el verano y que venga octubre como bala de cañón. No sólo es el calor, sin embargo, el que enllaga las voluntades; hay también otras certezas que se abonan al tiempo diluido en la acera de enfrente. Vamos a recapitular. Hoy mataron a balazos a dos personas en una funeraria que está a seis cuadras de mi casa. No puedo tomarlo de otra manera más que como una señal divina: me salvé. Bueno, en realidad no tenía nada qué hacer en ese lugar, pero fue muy cerca, y quién quita que en una de ésas yo fuera pasando por ahí o se me ocurriera hacer una crónica o simplemente fuera a chupar un poco de café con ron ahora que mi cava está vacía. Pero no fue así; entonces congratulémonos de las veces en que me he salvado los últimos meses.

Ante todo, y es necesario dejar en claro mi posición, trato de ser escéptico en la vida, y digo trato porque desde que me obligaron a ser padrino en un bautizo hace un año, el trato con Nuestro Señor ha sido un poco más afable, un poco más fluido y en una de ésas hasta me convence. Pero como todavía no sucede, hay que enumerar los hechos uno por uno: me he querido matar a mí mismo tres veces distintas. Y es importante acotar el "matarme a mí mismo" porque es un acto que nada tiene que ver con el suicido; el suicidio es voluntario y normalmente uno tiene éxito (aunque existen tarados que no lo logran). "Matarse a sí mismo" es un acto involuntario, como es menester narrarlo a continuación. La primera vez ocurrió cuando se me olvidó cerrar la llave del filtro que uso para beber agua purificada. Como los dos pinches cuartos de azotea que forman mi célebre penthouse están uno al lado del otro, y la recámara está a tres metros de la cocina, el agua estuvo a punto de llegar adonde están todos los cables (así se va a llamar mi siguiente libro, Todos los cables): el de la tele, la compu, un adaptador de picos, el regulador, la impresora, la contestadora, el sacapuntas, etc. Sobra decir que si el agua hubiera llegado me rosariocastellanizo en el acto y en tres cuadras a la redonda se hubiera ido luz.

La segunda vez fue un acto de despiste similar pero mucho más misterioso. Cuando me levanto en las mañanas suelo poner la cafetera para empezar a trabajar. Aquel día, como todos, llevé a cabo la misma rutina, salvo por un pequeño detalle: no puse el recipiente del café. Entonces el café recién hecho de los Altos de Chiapas empezó a expandirse por varios aparatos eléctricos sobre los que está la cafetera. Insisto en la corta extensión de mi casa, así que para caber más o menos, la distribución de la cocina debe ser exacta. Está el refrigerador; encima, el horno de microhondas; arriba, la cafetera y la licuadora. A un lado, del horno hay un adaptador de picos en donde están las conexiones de los aparatos. El tema fue que el café de los Altos empezó a caer allá en los ídem y mojar sucesivamente la cafetera, la licuadora, el horno y la parte frontal del refrigerador. Estoy seguro de que fue ese conato de volverme converso en el bautizo, lo que hizo que el café no llegara a la cosa de picos y mi casa no se convirtiera en la bolsa de palomitas más grande de la historia. Ya veía los titulares del día siguiente con su encabezado bodegonezco: "Palomitas al café con escritor".

La última vez ocurrió hace poco. Yo venía de chupar tranquilo con unos amigos, como siempre lo ha exhibido mi conocida efigie de hombre íntegro. Como no había cenado, abrí el refrigerador para tomar un vaso de leche. Sin embargo, debido a que muy probablemente le había caído algo de café a la maquinaria del refri, mis alimentos, incluida la leche en su tetrapack metalizado, estaban congelados. Fue así como realicé uno de los actos más estúpidos de los que se tenga memoria en varias vidas: metí la leche deslactosada y sin grasa al horno de microhondas. No hubo de otra: el horno empezó a tronar como si sus entrañas sufrieran una sesión de fuegos artificiales de época. Al principio pensé que la leche en hielo y el calor del microhondas no se llevaban; ya después dije sapientemente que era el tetrapack metalizado. Apagué el horno, corriendo el riesgo de nuevo de rosariocatellanizarme, y saqué le leche. Seguía echa hielo. La tiré y me dormí todavía pensando en fuegos artificiales.

Después de la narración-terapia de estás tres anécdotas, he concluido que no se me da eso de matarme a mí mismo, aunque lo haya intentado con diligencia. Para ello será necesario un factor externo que colabore en la tarea, algo así como la mancha voraz, el tapiz macabro o el yogurt asesino. Así las cosas, no hay más que darle la bienvenida a junio, mes del calendario gregoriano en honor a Juno, diosa de la maternidad (chet) y protectora de las mujeres (doble chet). También otra manera de matarse a sí mismo es echándose la soga al cuello.

CAS