miércoles, diciembre 22, 2010

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III

Siempre he sido fanático de las películas sobre desastres de la Tierra. Cada vez que dan en la televisión una que no conozco, la veo con decidida volición pase lo que pase (en la pantalla y en mi sillón). Disfruto sobremanera las mil formas en que Nueva York es destruida (antes del atentado a las Torres gemelas, Manhattan había sido pulverizada en el cine como diez mil veces), que un meteorito caiga en la Torre Eiffel, que un volcán arrase con una Pompeya artificial hecha ex profeso en un estudio de Hollywood o que un tsunami hunda Japón para hacerlo un nuevo reino de atlantes rasgados. Ahora bien, a pesar de ser catástrofes casi apocalípticas, en todas, por aquello de las profecías insospechadas, hay un vislumbrín esperanzador que da cierta tranquilidad. Ninguna, por ejemplo, habla de una Estrella de la Muerte que acabe completamente con la Tierra, como le sucediera al mal habido planeta Alderaan. De ser así, ipso facto, la pantalla del cine se pondría en negro y en lugar de créditos habría una voz respirada en un esnórkel diciendo Welcome to the dark side of the force. Las películas sobre siniestros son, pues, un mecanismo que el ser humano exterioriza para darse cuenta de que, por más jodido que esté, la luz se hallará al final del túnel. Claro, eso porque no se ha leído suficientemente a Ciorán.
Hoy día que la temperatura en la ciudad de México es propia del capítulo de cuando los glaciales nos alcanzan, hay que ser justos y poner los puntos finos sobre las íes de la coyuntura. He de hacer, por principio de cuentas, una confesión capital: mi idilio más largo no es ni con una mujer ni con un amigo ni con una marmota; es, por desequilibrado que parezca, con mis plantas. Con ellas llevo alrededor de 16 años y me han seguido, fieles, nobles y bondadosas, a todos los parajes adonde las he arrastrado. Hablo con ellas cotiadianamente y mi discurso tiene tal potencia precopulativa que en la misma maceta nacen sus retoños. Después de un tiempo tengo que cambiar al vástago de maceta para emanciparlo y que se incorpore como planta adulta a una morada lozana, apacible. Son ellas, acaso, las que le dan alegría centrífuga a esta comarca. Por eso son las mejores compañeras que existen: no gritan que no las quieres o rompen la última vajilla de la casa y tampoco ladran o cagan sistemáticamente el hall. Pero hay que tratarlas bien. Una Cuna de Moisés que recién llegó (tengo como cuatro más) es de contentillo: si pasa una semana sin que le ponga agua, sus hojas amanecen en el suelo. Sin embargo, si la riego casi todos los días, florecen sus tallos en un par de horas. Bandera blanca. Pero nada más pasa con esta nueva: las demás ya están acostumbradas al entorno crápula y su presencia apela al sosiego, a la compañía que no pide nada. Por hacer una comparación grotesca, es lo que sucede con los perros viejos y los cachorros. He ahí la conclusión: la finalidad será residir, en lo sucesivo, plantas adentro.

Hace unas semanas cumplí 38 años y uno comienza a tener certezas, entre otras, la pasión por los filmes en los que se atenta contra la Tierra y la adoración apolínea por las plantas (aunque se intuya, es importante señalar que la tierra de éstas es con te minúscula). En unos días será otro año y de nuevo la rueda de la fortuna girará en contrasentido (______Transportarán un cadáver por expreso). Tengo 38 años y una flamante certidumbre: la mejor película sobre desastres se llama la Biblia. Por primera vez la he empezado a estudiar de principio a fin: el volumen ocupa la cabecera de la mesa del comedor y es un libro para leerse al alba, escuchando a Corelli, con el primer café del día. Me han dicho que hay episodios en los que salen plantas; espero ver alguna, aunque sea la cuna de Moisés, para decirle Yo soy el que soy y riego el jardín.

CAS

viernes, diciembre 03, 2010

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II

El sábado pasado tuve un accidente: me fui de hocico en la escalera metálica de mi casa de Cuernavaca. Por alguna evolución que no puedo entender, antes de poner las manos caí de rodillas. Naturalmente éstas se vieron afectadas por todo el peso de mi sensibilidad y el resultado fue devastador: no pude caminar en dos días y la costra de sangre me dura hasta la fecha. Sin embargo, cuando me siento reaparece el sangrado y el pantalón se tensa en carmesí como cuando se estrangula al miserable que no nos ha dicho dónde están las joyas. Las rodillas son miembros delicados, quizás la maquinaría más compleja del cuerpo humano; además tienen una de mis partes más favoritas: los meniscos. El dolor de hinojos es el mayor que he experimentado (bueno, además del conocido absceso por el que visité el quirófano hace un par de años). La primera vez que tuve una lesión en la rodilla fue jugando futbol. Estaba en Campeche con mis compañeros de la licenciatura. Íbamos, inconcebiblemente, a un congreso de latinoamericanistas en Mérida y la escala natural era la ciudad amurallada. No sé cómo alguien consiguió una cancha profesional de futbol para echar una cáscara y como éramos jóvenes, esbeltos (iba a decir bellos pero nel: había cada ejemplar en mi generación que... bueno) todos nos apuntamos. Eran las 12 de la noche y nos la habían prestado hasta las dos. Invitamos a jugar a los choferes de nuestro camión para que se completaran los equipos: uno tenía 21 años y el otro 17 (luego nos enteramos de que éste sólo tenía tres meses de haber aprendido a manejar). Pues bien, las acciones se desarrollaron así: yo perseguía por el callejón del área a un rival que tenía la bola; frente a mí venía corriendo el segundo chofer recién-aprendidito-a-manejar. Era inminente que le quitaríamos el esférico. No obstante, nunca conté con que el rival fuera un zidancito de Ecatepec: dribló al conductorcillo y su rodilla, que debió ir a parar a la de Zidane, fue a la mía. Suelo, dolor y un par de lágrimas. El resto del viaje me la pasé, como diría Rafa Puente, "cojeando visiblemente". Lo que ocurrió después forma parte de los más oscuros episodios que se recuerden en la medicina deportiva (perdón por la redundancia: todos sabemos que la medicina deportiva es todo menos blancuzca). Como no mejoraba mi mamá dijo Ve con el doctor Millán. Al principio renegué un poco pero concedí. El doctor Millán era un siniestro personaje que trabajaba con mi mamá cuando ella era directora del Centro cultural y deportivo del ISSSTE. Como quería quedar bien con la jefa y no quería meterse en broncas, Millán me utilizaba como un bisoño mensajero en pro de su causa. Un día fui a verlo porque había tenido un esguince en un torneo de judo. En lugar (había escrito luger en vez de lugar. Ah, mis instintos suicidas) de revisarme el tobillo con propiedad o ponerme una dosis adecuada de rayos infrarrojos, dijo Ven, siéntate. Acto seguido sacó de su escritorio unas pastillas amarillas. ¿Ves esto?, dijo pegándoles como si preparara una jeringa: son óvulos espermaticidas. Cuando estés por tener tu primera relación sexual, agarras uno así, lo metes en la vagina, te esperas veinte minutos y ensartas a la vieja. Yo acabo de regresar de Cuba y, como allá está muy cabrón, les metía de a dos o tres. Toma, llévate esta caja. Con el miedo propio de un mozalbete de 13 años que cargaba el arma secreta para acabar con la humanidad, al salir de su oficina busqué el bote de basura más cercano. En lo sucesivo, cada vez que lo encontraba me echaba una mirada cómplice. ¿Qué? ¿Ya?, me inquiría con suficiencia ginecológica. Así que cuando mi mamá dijo Llámale, no me hizo mucha gracia, pero era el único especialista que más o menos conocía. Además ya tenía 19. En esas épocas, Millán era nada menos que el médico de los gloriosos Cañeros del Zacatepec. Le hablé y dijo Vente al Coruco Díaz, aquí tengo todo lo necesario para atenderte. El Coruco es el célebre estadio de los Cañeros donde atrás de la tribuna de sombra está la iglesia del pueblo y a un lado el chacuaco del ingenio. Llegué a la enfermería donde despachaba y dijo Siéntate, ahora vuelvo. Mientras lo esperaba, desfilaron tres o cuatro jugadores que habían jugado en primera y arrastraban sus glorias en un equipo mediocre de segunda división. Me veían indiferentes y sólo me decían "Qué onda" levantando las cejas. Millán regresó y de un recipiente como urna para cenizas y del que salía el vapor necesario para el baño de King kong, sacó una toallita anaranjada. Fue malabareándola con sobrada pericia hasta llegar a mí. Sin decir absolutamente nada, y en franca confirmación de que uno no debe pasar a mejor vida sin matar a un médico, aunque sea deportivo, la lanzó sobre mi rodilla inflamada. Ahí, en la enfermería de los Cañeros del Zacatepec, comprobé, la primera de muchas veces, lo difícil que era ser hombre. El maldito fomento se iba fundiendo en un sólo cuerpo con mi piel ya carcomida y yo no hice nada: ¡aguanté como los machos! Como los macho idiotas porque veía cómo salía humito de la mía rodilla cauterizada. Mientras Millán atendía a los jugadores que habían llegado con golpes seguro más serios, yo, en esa mesa de exploración decimonónica, me convertí en el más digno y avanzado antecedente de Dr. House y su pierna mallugada. No moví la toallita porque mantuve hasta el final la tesis de que para aliviar el dolor había que sufrir un poco más, como cuando se le echa limón a la herida, pues. Minutos después Millán pasó a mi lado y enunció esa innoble frase que condenó a los Cañeros a jamás volver a ser un equipo decente: "Si está muy caliente puedes moverla, ¿eh?". Cuando quitó el fomento dijo Ah, te quemaste tantito pero no pasa nada. Me infiltró la rodilla y no sentí la inyección. Salí del Coruco con quemaduras de segundo grado y una certeza contundentísima: escribir mal sobre Millán lo que restaba de mi vida. El colofón de la historia estuvo signado, digamos, por una suerte de falta de destreza que hizo que me lastimara la otra rodilla. Unos meses después del episodio del Coruco, yo estaba en la heroica Santa María La Ribera esperando una llamada (esas actividades rupestres que se llevan a cabo cuando uno es subnormal, ergo, joven mancebo). El telefonazo (consideremos que en esas lejanas épocas casi nadie tenía celular) sería de la mejor jugadora morelense de softbol (siempre he tenido debilidades por las deportistas). Eran las diez de la noche y me estaba duchando. Cuando sonó el teléfono, salí del baño sin secarme y en frontal empelotamiento adánico sólo para lograr una evolución que un juez de barra fija hubiera calificado con diez: la rapidoestupidez de mi corrida hizo que me resbalara, diera dos vueltas en el aire en posición C y cayera sobre el mosaico de cuadros con la rodilla buena. El dolor fue el mismo. Ahí ya no me importó la jugadora ni sus strikes ni sus spikes: blasfemé en contra del inicio de la creación porque ora sí que ni yendo de hinojos a Chalma salvaría los ídem. Un par de años pasó para que las rodillas volvieran a estar más o menos bien. El sábado pasado tuve un accidente: me fui de hocico en la escalera y comprobé una vez más que el dolor físico, así como se lo padece, es un simple objeto decorativo que cubre el traje de carácter que hemos escogido para salir hincados al escenario de la vida.

CAS

jueves, noviembre 25, 2010

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I

De un tiempo a la fecha las mañanas en la Del Valle ostentan un viso riguroso: son de una sospechosa dualidad que va de la melancolía al júbilo. En el vaivén, hay una estación inconclusa en el claroscuro. Es un asiento sobrecogedor. Enfrente de mi ventanal se levantan, imponentes, una araucaria de diez pisos, una palmera de exuberancia defeña y un laurel bondadoso que atestigua la conducta de sus compañeras desde una atalaya arrogante. Por eso me ha negado a ponerle cortinas o persianas a la estancia de mi nuevo departamento: es irrelevante que los vecinos de otros edificios me vean paseándome en pelotas si cada mañana tengo la compañía visual de estos Ents de la inversión térmica. Son ya diez meses aquí y las cosas han ido bien en general. Los vecinos de la puerta de al lado son buenas personas: tienen dos hijas y un perrito faldero que al verme en el edificio me sobaja con digna indiferencia y cuando me lo encuentro echando unos lodos en el parque de Pilares, me ladra con un sólo rasgo elocuente: quedarse con un pedazo generoso de mi espinilla. El marido me cae muy bien; aunque no platicamos mucho, alguna vez en el elevador me contó que tiene una empresa de fumigaciones. No quise preguntarle más, no vaya a ser que yo le resulte insoportable y llame a sus chalanes para hacerle un trabajito al next door boy. Ella es muy simpática. Bien a bien no sé qué haga pero suelo encontrármela en el parque con el perro, en el Starbucks, en el Sam's, en fin, esos lugares que yo y ciertas mujeres frecuentamos a mediodía. Con ella me quejo de que el recibo de la luz llegó muy alto, charlamos sobre la boda de Peña Nieto y temas fundamentales por el estilo (dicho sea de paso, la luz, en efecto, es más cara desde la desaparición de Luz y fuerza, y el servicio mucho peor: por lo menos en esta colonia nos quedamos sin electricidad tres veces diaras). La única frase directa que me ha dicho es "te gusta mucho el reventón, ¿verdad?". He pensado en invitarlos algún día a tomar una copa y departir abiertamente sobre el clima, pero reculo (siempre había querido utilizar este trascendental verbo) cuando recuerdo que mis amigos son neardentales beodos y mis amigas amazonas fundamentalistas. Las niñas, por su lado, son un tema aparte: engañan a sus papás diciéndoles que ya se van a dormir; apagan la luz y desde una rendijita de su persiana documentan cada una de las bajezas y suciedades que ocurren más allá de un ventanal sin cortinas donde cohabita una fauna fantástica. Pero el punto significativo del nuevo edificio son los porteros. Hay uno que está durante el día y otro en la noche; son compadres y, ante los inquilinos, funcionan con la rutina del policía bueno y el policía malo; los dos conocen ya a la perfección a la gente que llega y se va de mi departamento (con algunos ya son íntimos). Trabajan juntos desde hace muchos años y no hay ningún lazo de parentesco entre ellos. Y como las coincidencias no existen sino que todo ha sido prefigurado por la varita mágica de nuestro Señor, los dos se llaman Celedonio. Inspirados en la ascendencia buñueliana de Catherine Deneuve, uno es Cele de día y el otro, Cele de noche.
CAS

viernes, noviembre 19, 2010

CAS en Bellas Artes



La sombra del caudillo.
Cinema Palacio / La novela de la Revolución

La película basada en la novela de Guzmán es una fuerte crítica al caudillismo que imperaba en México después de la revolución y que marcó el inicio del poder dentro de las esferas militares.

La sombra del caudillo (1960)
Dirección: Julio Bracho / Guión: Julio Bracho y Jesús Cárdenas, sobre la novela homónima de Martín Luis Guzmán

Participan: José Antonio Valdés y Carlos Antonio de la Sierra
Sala Adamo Boari del Palacio de Bellas Artes
Martes 23 de noviembre de 2010, 19:00 horas
Ciudad de México
Sobre mis sediciosas apreciaciones en relación con el asesinato de Pancho Serrano, y a propósito de la película de Julio Bracho y la novela de Martín Luis Guzmán, pícale aquí.
CAS

lunes, noviembre 08, 2010

CAS en la Condesa


CAS
Al volante

Las historias de las personas que manejan pueden contarse por montones. Las hay trágicas, tristes, cómicas, peligrosas, indiferentes, estúpidas. Puede haber muchas más, pero cada quién habla como le ha ido en la feria y los carritos chocones. Empecé a manejar a los 13 años y a casi tres décadas he tenido diversas tribulaciones con el volante. Hoy día, cuando el Bicentenario es ya un credo pagano, pondré a consideración del lector algunas de ellas, sobre todo por la experiencia epifánica que tuve antier en la carretera. Expondré previamente dos gestas centrales a partir de las que, en mi científica y audaz perspicacia, hallaremos el hilo conductor-que-ya-no-tuvo-hilo-ni-güey-al-volante a lo recientemente acontecido. No hablaré, por tanto, de la única vez que me quedé dormido en la carretera por unos segundos: no vale porque tenía 19 y alcancé a despertar cuando el camellón estaba a tres centímetros del cofre; tampoco la vez que llovió más que en Tlacotalpan y mi Rambler Classic del año 76 la hizo de yate urbano en la insigne colonia Carolina de Cuernavaca; mucho menos de las felaciones que mujeres suicidas llevaron a cabo abanderando ese sui géneris síndrome llamado Von Kleist: nos matamos los dos para que no ames a nadie más; ni siquiera la ocasión que driblé rocas de un metro cuando Nuestro Señor empezó a tirarlas desde los cerros de la Autopista del Sol México-Acapulco (como escena apocalíptica, antes de que me roqueara la montaña, los autos que me habían rebasado estaban llantas arriba o con el toldo abajo como si fueran una V). Pero paso al contenido trascendental de mi confesión.

Hace unos diez años fui a una boda (esa extraña y misteriosa actividad por la cual han caído grandes civilizaciones denominada matrimoniarse). Antes de señalar con diligencia la historia del volante, diré que fue esa coyuntura en la que el tequila Jimador dejó de ser cien por ciento agave para transformarse en alcohol del 96 (casi tan malo como el Appleton). Pues los festejados dieron Jimador sin saber esa reciente bajeza. Después me enteré de que la mitad de la fiesta había terminado congestionada en el hospital, entre otros un amigo que en unos meses perdería la gubernatura de Morelos. Lo que a mí me ocurrió fue un poco menos digno. Salí de la boda y pedí mi coche. Ya adentro, y confirmando aquella vieja frase de "me dio el aire", tuve a bien asistir al culminante desmoronamiento de mi honor. Iba manejando tranquilo cuando, dos minutos después de haberme subido y como una acción inmediata de causa y efecto, como cuando se le echa fuego al alcohol o como cuando se le engaña a la novia diciéndole tuve un quever con alguien más y hay un ojo lloroso, vomité el parabrisas de mi Spirit gris 1993. De todas las veces en las que me vi con la obligación de desembuchar un pedazo avinagrado de mi alma en algún recinto desdichado, mi estómago siempre me había avisado y la regurgitación tardaba lo suficiente para no rociar de desazón al respetable. Sucedió en una iglesia zapatista de San Cristóbal de la Casas, en el Superama de Eje Central y Churubusco y en una casa de menonitas en Ciudad Cuauhtémoc. En las tres hubo una notificación previa de los jugos gástricos. Pero esta vez no fue así; salió de la nada y fue a parar al parabrisas como caca de pájaro pero por dentro, bueno, como cien cacas de pájaro. Con sabiduría onettiana, aduje que ya no importaba nada y vomitaría a mis anchas sin temor al repudio social o a la inmundicia que le causaría a mi automóvil. Durante cinco minutos seguí manejando con acuciosa pericia y vomitando con pundonor épico. Y no me paré. Fue entonces cuando, confiado en que dentro de un auto uno está al amparo de las adversidades climáticas, prendí los limpiadores. Todo siguió igual pero sentí un respiro mesiánico: mi coche me había llovido y en sus entrañas habitaba el hijo del Monstruo de la Laguna Verde. Este infeliz episodio tuvo sus consecuencias: perdí un traje recién comprado por el que había pagado lo que jamás pagaré por otro (ninguna tintorería quiso aceptármelo aun cuando ya le había quitado los grumitos de Pato a la naranja con un trapo mojado) y el Spirit siguió oliendo a guácara durante dos años. Nunca he vuelto a tomar Jimador, aun cuando ya diga de nuevo que es cien por ciento de agave. Y sin embargo, había asistido como testigo solidario a mi propia erupción.

Otra vez iba manejando en la carretera y sobrevino lo que el mécanico había vaticinado si no sometía mi Chevy azul del 97 a una cirugía puntual: me descloché (para los amos y señores de los albures, no es que me esté albureando a mí mismo, pero es una frase más sencilla que "se rompió el clutch de la unidad por la luminosa memez del suscrito"). El coche dejó de acelerar y tuve que orillarme (no sin antes eludir a sendos idiotas que no me dejaban pasar al carril de baja velocidad). Por suerte un Ángel verde pasaba por ahí y me empujó hasta la ciudad más cercana para revalidar mi clutch. Las consecuencias de cambiarle la antes mencionada pieza fueron desventuradas y casi fatales. De entrada, de nuevo en la carretera, el coche se movía discretamente de un lugar a otro y no obedecía a cabalidad las órdenes del volante. No le puse atención al hecho: seguramente se trataba de una tomadura de pelo de mi inconsciente porque recién había leído "El jardín de los senderos que se bifurcan". Fue hasta que regresaba de dejar a una novia que vivía en Echegaray (menudencias inexplicables de los amores, concesivo lector) que tuve a bien ya no desclocharme (lo cual hubiera estado muy bien) sino que se me rompiera la dirección del vehículo. Para los iniciados, que se rompa la dirección es, en terminos visuales, cuando el Coyote se quedaba con el volante en la mano en un precipicio ante la sorna malévola del Correcaminos (quizás el personaje que encabece la lista de dibujos animados a los que hay que matar). Perdí el control a diez por hora en una vuelta en U (Dios bendito). Tuve que hablarle a mi amigo Fuc que andaba por ahí para que me ayudara a empujarlo y con las manos direccionar las llantas para que no se movieran como lombriz a la que se le ha echado sal. Cuando lo llevé a arreglar, el mécanico especialista en direcciones, suspensiones y demás me dijo que cuando le habían cambiado el clutch, el chalán en turno había dejado UNA tuerca a medio poner. Si le pasa esto en la carretera, se mata, dijo con rotunda indiferencia al tiempo que le firmaba el boucher. Regresé, pues, con el mecánico del clutch. Lo insulté diciéndole que estuvo a punto de matarme. Dijo que no había sido su culpa sino del chalán que había rearmado las piezas. "Tráiganme a ese pendejo", espetó con superioridad automotriz. Trajeron al chalán. Otros dos lo agarraron. "Pártele su madre" dijo obviando cualquier eslabón de la cadena socrática de injusticias. "No mames, güey", le dije mientras abandonaba el taller como alma en pena. Ale jacta est.

Hace un par de días viajaba de la ciudad de México a Cuernavaca. Manejaba mi heroico Chevy azul del 97 cuando ocurrió una desavenencia típica de Stan Laurel, Chevy Chase o el Señor Barriga: intenté mantener parados unos botes con chicharrón en salsa verde que le llevaba a mi madre. La evolución, que dos segundos después confirmé como un docto acto suicida, fue pasar el brazo izquierdo entre mi asiento y la puerta, mientras mantenía el control del coche con la mano derecha. Paré el chicharrón, que no sé qué duende pernicioso me metió en la cabeza que mi madre tenía que probar, y cuando intenté sacar el brazo, éste, bondad graciosa, no quiso salir. Traté de todas las formas posibles y el brazo, como el dinosaurio, se quedó ahí. Recordemos que yo iba en el carril de alta velocidad y la única posibilidad de que recompusiera las formas era abriendo la puerta. Pero a 140 por hora y sin poder cambiar velocidades o poner una direccional, amén de que mi torso me provocaba una palanca al brazo que envidiaría el Dr. Wagner y dicha autopista tiene curvas que no gratuitamente se llaman La pera, era imposible y hubiera patentado un segundo y estupidísimo acto suicida. Fue así cuando no lamenté medir uno noventa (como me sucede a menudo en los aviones o en los peseros defeños): tocado por un espíritu de habilidad zidanesca, controlé el volante con las piernas mientras con la mano derecha abría la puerta un poco y lograba sacar el brazo sometido por las ominosas fuerzas de un chicharrón en salsa verde. Naturalmente el auto se pandeó un poco pero ya había sido tocado por la pericia de la divinidad y pude pasar de un carril a otro sin que un pendejo de ésos que suelen rebasar por la derecha me partiera en trocitos. Al llegar a Cuernavaca, los dos botes de chicharrón yacían, cual instalación posmoderna o guácara de utilería de película de serie B, abiertos de par en par en el piso de atrás.

Manejar es una de las rusticidades de la vida que merecen atención especial (Fuc, a quien le encantan las estadísticas, me dijo que en México hay más muertes por accidentes automovilísticos que por asesinatos violentos): los descuidos intempestivos y las circunstanciales intromisiones de la comida indigerible pueden ser letales. And yet, and yet, la rueda, como la vida, seguirá sus vueltas azarosas.

CAS

jueves, octubre 28, 2010

Alí

La partida de Alí Chumacero nos deja como la palabra perfecta que invariablemente faltará en un texto: un vacío ponzoñoso, ilegible. Porque su obra siempre estuvo ahí: tres libros nodales de la poesía mexicana publicados hace más de cincuenta años. Y ya. Alí, a diferencia de Juan Rulfo, toleró más tiempo los neurasténicos reclamos por que escribiera más. No lo hizo. Y tampoco fue necesario. La lobreguez que hoy día se padece va más hacia la orfandad ineluctable con la que nos atiza la muerte de los seres queridos, que a las palabras nunca confeccionadas como versos.

Cada vez que hablo de un amigo que se nos adelanta, sobre todo si es célebre, intento no caer en el mal gusto genérico de decir el Amigo y yo. Pero con Alí no podrá ser de otra manera porque, aunque lo conocí ya al final de su vida y lo dejé de ver los últimos años, fue para mí una enseñanza nodal en mi proceso como escritor: un hombre que entendió que la vida se encontraba en la mundanidad inmediata de un whisky 12 años; en un pase de torero sólo narrado por un egregio bardo de Acaponeta y en la savia, etérea y sabrosa, de una burla puesta en el lugar debido. Ése era Alí: un personaje cuya actuación se salía del guion predestinado para las figuras emblemáticas de la poesía; un ironista que compartió su sabiduría con los jóvenes y dejó, allá en la palestra, la rupestre reverencia de la alta literatura. Cuando le preguntaban qué haría con su biblioteca de cuarenta mil tomos, siempre respondió: “A veces me dan ganas de leerla”.

Durante 2000 tuve la dicha de compartir con Alí momentos inolvidables. Me habían otorgado la beca del Centro Mexicano de Escritores y los jóvenes escritores seleccionados teníamos que acudir todos los miércoles del Señor al taller para que trituraran nuestros textos. Los tutores eran Alí y Carlos Montemayor (otra pérdida lamentabilísima; año aciago para las letras mexicanas, pues) y las sesiones, sin la participación diligente y bondadosa de Alí, se hubieran llamado Desolle al escritorcillo allá en el désolé Monte Mayor. La crítica de Alí siempre estuvo orientada a señalar pequeños desaciertos en cuanto a la estructura de nuestros textos y en algunos casos errores de redacción que un especialista jamás enunciaría con tan elegante y avezado tacto. Le gustaba conversar sobre toros y muchas veces platicamos al respecto, en particular cuando íbamos a cenar a la Hostería de Santo Domingo. Decía, “Mientras Carlitos [así le llamaba a Montemayor] se avienta sus cinco arias de ópera de rigor, vamos a hablar de Rodolfo Gaona”.

Numerosas son las anécdotas con Alí, desde que un reputado escritor me quiso pegar en esa biblioteca de cuarenta mil ejemplares porque confundí el partido comunista con un partido de futbol (“¡Como en los viejos tiempos!, ¿verdad Alí?”, le decía al Maestro mientras éste bebía un scotch 12 años, siempre arriba de 12, sin hacerle caso), hasta nuestras aventuras en Ciudad Juárez (aunque creo que de estas últimas sí narraré una). Era un encuentro de escritores jóvenes y el invitado especial era Alí. Él tenía 82 pero, como lo fue hasta su muerte, era un roble ufano a quien el trago y la dolce vita lo mantenían como de treinta. Bastaba con darle un abrazo para saber de su fortaleza. Después de las mesas de trabajo, con algunos amigos escritores de toda la república, tomamos una habitación del hotel. Invitamos a Alí: fue con una de las niñas organizadoras (la pobre había pensado “a este viejito con dos tragos lo tumbo”. Ah, la juventud). Mientras departíamos, Alí le dijo “Vámonos a mi cuarto”. La otra contestó “Ay, Maestro qué cosas dice”. Él, obstinado como quien espera lustros un “natural” apolíneo, insistió; acto seguido se besaron. Ninguno de los escritorcillos que recomponíamos la literatura como rimbauds posmodernos lo podíamos creer: el gran Maestro Chumacero no sólo nos aventajaba años luz con su lírica arrolladora de sólo tres poemarios (había compañeros que ya habían publicado ocho) sino que nos daba miles de vueltas en ese universo sublime e incomprensible llamado mujeres (siempre decía, con su fina ironía, que la única mujer buena era la ajena o que lo único bueno del matrimonio era la viudez, aunque el muerto fuera uno). Alí se fue solo del cuarto y la niña permaneció muerta (sólo porque se trataba de Juárez, “muerta” es un eufemismo de “borrachísima sobre una cama”). Eran las seis de la mañana y teníamos que estar a las nueve en la inauguración de un parque que llevaría el nombre del Maestro. Alí se presentó impecablemente vestido de traje y sin rastro de la batalla de horas atrás. Lo envidiamos. En general siempre se mostró amable con los jóvenes, salvo cuando se le faltaba al respeto. Si alguien, imberbe, estúpidamente, osaba preguntarle por Rulfo, su respuesta era implacable, letal: “Rulfo era mi empleado”.

Ciao, mi querido Maestro. Extrañaré tu ironía, las pláticas sobre toros, los scotchs de necesario añejamiento, al buen bebedor que habitaba en las barricas de roble de los grandes conversadores; pero sobre todo hará falta la sapiencia y amabilidad de los momentos de coexistencia de cuando le otorgaste tu amistad a un enconado aspirante a escritor. Ya nos veremos en algunos años (muchos, espero y tocando madera), con Carlos también, en esa mesa rectangular donde nos conocimos y hablamos harto y con fruición delirante sobre las fecundas e inagotables bondades de la vida.
CAS

miércoles, octubre 20, 2010

En busca del libro perdido

Por algún tipo de ociosidad insalubre (mi amigo Morc la llama penquear, una nueva acepción de tan cumplidor y respetable verbo), encontré una página en la que se ofrece un lote de libros. El precio por los más de 120 libros de numerosos autores es de... ¿999$? Ah, chingá, hace dos días costaba 1200$. El punto, sin embargo, no es ése: el lote está integrado por acreditados y valiosos escritores como Pamuk, Cortázar, Fuentes y Paz, y otros no tanto, como ese capcioso bergante que regentea un sitio nocivo llamado Del Valle notes. También se venden por separado, así que si existe alguna persona mal de la cabecita como para tenerme en su biblioteca, con que se abstenga de comprar una Coca cola de dos litros puede conseguir uno de mis libros en 15 bicentenarizados pesos. Pero como por lo menos la operación es menos incivil que encontrarse los libros propios autografiados en librerías de viejo, haré un jueguito como si fuera ¿Dónde está el piloto?, Buscando a Wally o Looking for Richard: tomando las fotos de ese stock y metonímicamente hablando(sea paciente, que llegará pronto a los cien pesos), tenga la amabilidad de encontrar a CAS:







PS. Como no faltará el incrédulo que considere que soy un penqueador profesional y todo lo anterior fue inventado, la información completa sobre los libros puede encontrarse aquí.

CAS

martes, octubre 19, 2010

Dream

Ayer tuve un sueño que no sé cómo tomar: Evo Morales me invitaba a su casa en alguna cima inacabada del Potosí. Naturalmente vivía en condiciones precarias pero tenía alberca. Él se metía a nadar por la mañanas y, a pesar de sus notables inmersiones, su cabello seguía en su sitio (ya sabemos las razones del porqué don Evo tiene tanto cabello). En algún momento de mi estancia, y como una deferencia a la calurosa hospitalidad del presidente boliviano, tuve que sumarme a la defensa de la montaña cuando un ejército de capitalistas malsanos pretendía tomarla. Los encargados de la resistencia, y a los que debí ponerme a sus órdenes, eran los hijos de Evo: uno se llamaba Pueblo y el otro Feliz. Así, defendimos firmemente el pico potosino y en la madrugada, tras la victoria ante el embate de las fuerzas malignas, vitoreamos con felicidad a nuestros insignes mariscales: "¡Viva Pueblo Feliz!".

lunes, octubre 18, 2010

Feria Internacional del Libro del Zócalo

Presentación del libro Ciudad Mirada. Narraciones sobre la ciudad de México.





Enrique Romo, CAS, Eduardo Antonio Parra, Federico Campbell y Eduardo Clavé.
CAS

martes, septiembre 28, 2010

Salsa europea

Es por todos sabido que en esa ecuación del varo mata carita, el verbo mata cara, etcétera, el que lleva las de ganar es una figura de entendidas mañas y licenciosos recursos: el bailarín. No hay mujer que se le resista; así, mientras él le asesta una evolución camaronera, ella invariablemente le lanzará a la yugular: “¿Así como bailas haces el amor?”. El bailarín responderá con un fallo vulgarísimo: “Averígualo, Nena”. Si pensamos, por ejemplo, en un bailador de salsa, éste tendrá la ventaja de exhibirse inicialmente con una mujer fea pero que baila muy bien; acto seguido, el personal femenino pasará a solicitar sus servicios, y peleárselos, en cada nueva rola.
Durante años con mis amigos (antes de que fuéramos aburridos y estudiáramos doctorados) asumimos la salsa como una forma vehemente de vida; pensamos que acaso las vicisitudes cotidianas podrían desaparecer entre la gracia de una vuelta doble o la voluptuosidad de un medio paso entre el cuerpo del otro (una simbiosis fugaz que no se encuentra en ningún otro estadio humano). Nuestro lema era “Salsa o muerte” y lo dejábamos diligentemente escrito en el vidrio empañado del departamento de cincuenta metros donde se realizaban las mencionadas gestas. Eran las épocas del “Procura” de Chichi Peralta y “Somos lo que hay” de Manolín el Médico de la Salsa. De hecho con María, una griega sublime que vivió muchos años en México, acuñé el verbo procurar. Cada vez que sonaba la distinguida rola del maestro Peralta, nos parábamos a bailar sin importar que ella estuviera frente al Hombre-de-su-vida o yo en pleno coito en el clóset de los dueños de la casa. Un día, sin embargo, le fallé. Yo hacía mi luchita con alguien más y, al oír la música, María se paró ipso facto a buscarme. Cuando vio que yo ya procuraba en la pista pero sin ella, una lágrima descendió por su pómulo helénico y se quejó de mí con todo mundo llamándome ojete.
Por todas esas razones espirituales que me apegan sobremanera a la salsa, la última vez que estuve en Europa resolví hacer un estudio antropológico en dos vertientes cognoscitivas: 1) probar todas la cervezas de los bares en que recayera y 2) bailar salsa en cada uno de dichos tugurios si el ambiente, el personal y el dj-que-normalmente-es-un-idiota lo permitían. Como el estudio fue todo un éxito, es menester narrar, por primera vez, mis impresiones al respecto. Léase lo siguiente escuchando la mejor rola de salsa jamás compuesta: “Llorarás” de Oscar de León.
En Ámsterdam no hubo posibilidad de bailar con nadie; el lugar brasileiro estaba vedado para los blancos: a las holandesas lo único que les interesaba era bailar con negros que lo hacían pésimo y a ellos, a su vez y por dimensión desconocida, fornicar con ellas, aunque mal; en Graz tuve a bien bailar con una eslovaca que tenía un marido guatemalteco. Él me vio y dijo Tú sabes bailar, ¿verdad? Bueno… Es mi esposa: baila con ella. Ante tal ofrecimiento (eso de aceptar a las esposas ajenas nunca ha sido mi fuerte), tuve que ir a la pista inexistente con la eslovaca que había estado en algún lugar del trópico y había aprendido salsa de salón. De notable rigidez pero sonriente, la eslovaca hizo que por primera vez me aplaudieran en mi tour salsero europeo. Cuando terminamos, un venezolano que también estaba ahí, un glorioso antro cubano llamado Cohibar, tuvo que salir con la típica guarrada sudamericana: “Yo anduve con ella antes qué el: es la que mejor lo chupa de todo Graz.” El venezolano se mofaba de haber sido baterista de Falco y Opus, insignes por un one-hit wonder. Se lo informaba con inexplicable orgullo a quien entrara en el bar: le decía al cantinero “pásame mis discos”. El cantinero obedecía y él mostraba su foto difusa en la portada del acetato. Fue hace mucho tiempo; era muy joven, se justificaba.
Quizás fue en Atenas donde tuve la primera experiencia concupiscente de mi estudio antropológico. Estábamos comiendo en casa de un amigo y él insistentemente nos comentaba que faltaban las mujeres más guapas de la fiesta: “Son locutoras. Vienen cuando acaben de chambear”. Al poco tiempo, las locutoras, que ya nos habían saludado en su programa de radio (“Un saludo a los amigos mexicanos que están en casa de Costas. No se vayan. Ya no tardamos”), llegaron a la fiesta como Ángeles de Charlie del Pireo: auto convertible y rubia, morena y trigueña. Y como era Grecia, parrilla, cerveza, ouzo y vino tinto frío. Y entonces la salsa. Chet. Y la morena a por todos los mexicanitos. Doble chet. Y ella, introduciendo su muslo en la entrepierna: Dance me. Y uno bailándola a toda máquina and she, harder, Dance me harder. Y su cuerpo suave, con la flor de piel de un vestido ligero que no escondía nada abajo, Dance me, my love. A Beeeeeeeeeeeeeeer, please. Ok, darling, but first Daaaaance me. No, eso no fue salsa pero no importó. Y se lo hizo a los tres mexicanitos que tuvimos a bien ir a un asado espartano en la cuna de la civilización. Dance me. La manzana de la discordia. Helena. Eva. Blanca Nieves. La decadencia de Occidente fue por una mujer. Dance me. Efgaristó.
Las secuelas no se hicieron esperar. Santorini: Margarita, María y Dimitra en la playa; Folegandros, mi María bartender y tú bailas, ¿verdad? Oui. Lo sabía, poniendo al Buenavista Social Club. Te invito un trago y luego volvemos a bailar (y el corazón afuera no por el tema romántico sino por el infarto cercano. Ya desde entonces estaba viejo). Otra vez. Y en Praga, mientras un amigo saudiárabe que había conocido en la barra me hablaba mal de su papá (le tenía que cargar su bloody baggage), un checo en docto inglés Tú bailas, ¿no es así? (again and again and again. How do you now, man? It is obvious). De nuevo las lonjas y el rostro abotagado no funcionaron para enmascarar lo obvious. My girlfriend is a salsa teacher. Chet. And here we go. Bailé con la salsa teacher, de salón obviously, y nos aplaudieron, y otra rola y I think we´re dancing very close and your boyfriend is watching us, pero sin decírselo, y así y así. Gracias, gracias. Bailas muy bien me dijo el saudiárabe en la barra. Más o menos, man, no hay que exagerar. México, gran país, ¿eh? Más o menos. Corona, gran cerveza, ¿verdad? Bueno… Dos Coronas y dos tequilas (Cuervo especial, ¡damn!). Pagó con petroeuros, se echó el tequila de un trago y se fue diciéndome You´re really my friend, man. La maestra de salsa seguía con el novio en una esquina haciéndome ojitos. Huí antes de que se le ocurriera llegar a la barra para proponerme un trío.
La salsa en Francia tiene sus asegunes: en general no se baila bien pero hay lugares especializados en los que se salsea como en los mejores clubes latinoamericanos. En Grenoble buscamos afanosamente uno de ellos en esos automóviles pequeñitos cuya única explicación de su existencia es que su dueño paga un karma por votar por Le Pen. Tras una hora perdidos, llegamos muertos de sed: era un galerón con olor a camembert habilitado como salón de baile. Momó, un amigo músico al que había conocido dos horas atrás, me dijo Te apuesto una cerveza a que no bailas con esa mujer. Naturalmente esa mujer era la mejor bailarina del lugar. Vas a perder, Momó. Está bien, si lo que me quieres decir es que te da miedo… Regresando de la pista: mi chela, Momó. Golpe de suerte, pero a que no sacas a esa otra. Por esa testarudez propia de los franceses, que provocó entre otras cosas algo llamado Waterloo, Momó me pagó todas las cervezas de la farra. Al final, para sus adentros, le escuché su única frase en inglés de la noche: I have a family to feed… ¡Merde!
Madrid fue el único lugar donde mi presencia resultó anodina (pinches cubanos), así que sólo diré que en los cinco antros de salsa que visité, ninguna persona fue a por mí con aquello de Tú bailas y, de las españolitas que invité a bailar, sólo dos dijeron sí y ninguna de ellas quiso seguir la siguiente canción. En el reino de los ciegos el tuerto es rey, se dice. I agree. La última ciudad de mi experimento fue Berlín. Volví por mis fueros: mi amiga Anne y yo sorprendimos con nuestros doctos pasos (bueno, los míos, pero ella, inteligente, se dejaba llevar) a unos alemanitos que hacían una fiesta en un squat. De hecho había sido la primera vez que se escuchaba un poco de salsa en el squat. Nos aplaudieron y nos invisibilizaron en el acto. Seguro dijeron algo así como “por eso en sus países hay dictaduras”.
Las conclusiones, aunque rupestres, son reveladoras: en Europa es mejor beber cerveza que bailar salsa, sobre todo cuando las salsas escasean y no hay posibilidad de armar una decente michelada. Después, que el dancing, como muchas otras rugosidades en esta vida, es una actividad peligrosa en la que no debería caer todo el peso de nuestra sensibilidad (sobre todo la mía de 130 kilos); por último, y sin contradicción manifiesta, se trata nomás de un reducto de lascivia expuesta, intercambio inocuo de sudores amotinados y la plataforma del vaivén eterno de las entrepiernas; ellos, como los andróginos, nos recordarán al final que los dos cuerpos son, last but not least, una sola figura en movimiento.
CAS

lunes, septiembre 27, 2010

El Teletón en versión de El Fisgón (pincha las imágenes para hacerlas grandes)



CAS
Qué nos extraña...

Aunque me haya convertido en el amo y señor de las reiteraciones, es necesario mantenerse firme. De nuevo: en el territorio de la impunidad el cinismo es filatropía (o lo que es lo mismo: cinismo=a Iglesia católica). El vocero de la Arquidiócesis Primada de México, Hugo Valdemar, acaba de declarar: "el señor Ebrard y su Asamblea Legislativa son los causantes de la creciente discriminación y del odio a las personas homosexuales". Ignoro si se refiera a los sacerdotes homosexuales, muchos de ellos pederastas. En todo caso, seguimos ante la impune muestra de cinismo de la gente en el poder (entre ella los jerarcas de la grey católica). También, ante la falta de acción de un Poder Judicial que permite los exabrubtos y libelos de personas que se someten a los preceptos de un país extranjero.

CAS

miércoles, septiembre 15, 2010

¡hAy que gritar!

15 de septiembre, Día del grito (¿como el de Munch? No, señor: como el de Carlos Cuauhtémoc Sánchez). Explíquémosles, pues, a los extranjeros qué es eso del Grito en México (la conmemoración de nuestra independencia, ínclito. ¿Ah, sí? ¿Se independizaron ese día? Agüéveris: ¡Viva Fernando VII, qué chingaos!). Una vez, cuando yo todavía era un imberbe mozalbete -ya no lo soy, aunque me digáis grumete con voz de falsete-, estaba en Cuba, esa magnífica isla del Caribe que ayer abrió sus puertas a la fiereza del capitalismo y a la satánica propiedad privada. Corría el año 93, momento más álgido de ese periodo especial de cuando la URSS abandonó a la isla (bueno, no los abandonamos, Fidel, pero ahora hay que negociar en dólares). La fecha, no obstante, era relevente para el grupito de estudiantes mexicanitos que estaba allá. Habíamos ido con unos amigos cubanos a un lugar donde tocaban Manolín El médico de la salsa y el NG La Banda. Y naturalmente uno de los amigos conocía al cantante del NG y naturalmente lo saludó con efusividad y naturalmente después de eso el cantante A ve', compañelo. Hoy e' el día en que nuetro paí hemano, México, festeja su independencia. Hay que recordal, compañelo, que México fue el único paí que no rompió relaciones diplomática con Cuba cuando todo' los demá lo hicieron. Entonce' tenemo aquí a uno amigos mexicano y le vamos a pedi' al compañelo Calo que pase aquí al frente con nosotro para que diga una palabras ("¿compañelo Calo?". ¿Eres tú Carlos?). Pásale pol' acá, Calo. Toma el micrófono, hemano. Fue así como un mexicanito, estudiante del segundo año en la célebre Facultad de Filosofía y Letras de la UNAM, dio el Grito de Independencia en la Heroica ciudad de La Habana. Terminé con una frase incendiaria: "Viva México y viva Cuba, cabrones". Chet. Fue ahí cuando experimenté las glorias y jerarquías del escenario y no hubo cubanita que no fuera a por mí el resto de la noche.

Hoy día, cuando las nubes eclipsan cualquier dejo de ilusión en este país, la pregunta obligatoria es ¿Hay que gritar? Pero por supuesto, pinche güey, ¿quién te has creido? Hay que gritar porque hay un ejército suelto en las calles que acribilla familias cuando no se detienen a su llamado. Hay que gritar porque el nuevo tiro al blanco de las ferias es ahora con cuerpos inertes y sin cabeza colgados en puentes federales. ¡Ay, qué grito de tequila me acabo de echar aunque sea ley seca, señor policía! Hay de gritos a gritos, míster president: gritá a Iturbide, Felipe, gritalo, s'il vous plait. ¡Ay, ay, ay, Mexiquito no te me rajes! ¡No te me rajes más que ya se sale del mapa tu hidrografía escarlata! Hay que gritar, chingao, por que los fondos bajos ya sean los correctos y no espejismos cotidianos que desenmascaren que se puede estar peor (hay que ir a las aguas profundas, Señor). ¡AY QUEEE GRITAR, AY QUE GRITAR. EL QUE NO GRITE ES UN HÉROE NACIONAL! Ash, vamos al Grito, ¿noooooo? Ash, ¿estás loca?¿Con esa nacada? No, Bubis, a mí me invitaron a Palacio Nacional: va a estar Miss Universo. ¡Ash! ¡Aaaaggghhh! Ya canté guajaca, carnal; ya espanté al mostro; ya me eché unos lodos acá a la vuelta. ¡Lleve su Grito, su grito ahogado; sus alhóndigas al chipotle; sus tacos de hidalgo y costilla. Llévelo, llévelo! Hay que gritar para que ya no griten más Viva México, eres mexicano, amo a México. ¡hAy que gritar para que el cuerno a la deriva no se hunda antes de tiempo! Gritémosle, pues, y hagamos del eco un arca esperanzadora que nos salve del zafio y ominoso presente de este pueblo.

CAS

viernes, septiembre 10, 2010

CAS en la Roma

Normalmente no practico las rusticidades de la autopromoción, pero como mis amigos me han dicho que eso de pecar de inmodestia no conduce a nada, mucho menos a hacerse millonario, pues habrá que empezar. Ahí les va:
Nostalgia y literatura: las batallas de la colonia Roma

La colonia Roma es uno de los ejemplos más emblemáticos de la transformación que ha tenido el país durante los últimos años. Reflejo de una comarca en transición constante, la Roma se vierte sobre la cotidianidad actual como resabio nostálgico del México de la bonanza. El paseo literario que sugerimos es un viaje por los vericuetos de la epidermis romana a través de una de sus obras literarias más significativas: Las batalla en el desierto de José Emilio Pacheco.
La cita es el domingo 12 de septiembre a las 10 de la desmadrugada. Pormenores y detalles finos, Aquí.
CAS

martes, septiembre 07, 2010

Hoy y cambio climático

Hace tres días que no escampa en Cuernavaca. El sol es un recuerdo remoto en una ciudad que alguna vez se llamó "de la eterna primavera" (una frase, creo que ya lo he dicho, acuñada por mi bisabuelo). La zona ya no parece tomada por narcos que cuelgan a sus víctimas en los puentes sino un gueto vigilado por cúmulos filosos e implacables (hacinarse para evitar su llanto enfurecido es imposible). Los optimistas apelan a una ecuación sobre el equilibrio en la que no puede llover siempre. Yo tengo miedo de que se alejen las nubes, pues ya no existe esa balanza natural diseñada por nuestro Señor entre lo decente y lo zafio. Pero el problema es otro: si tiene que escampar algún día, será necesario recibir la sequía eterna con los justos honores (la nueva patria potestad de las miradas terrenales). De ésa ni siquiera vengándonos a nosotros mismos se podrá salir al paso. Hoy lluevo ojos adentro; mañana, allá en la loma que ya no distingo, mis latidos serán crepitaciones obscenas.

CAS

lunes, junio 28, 2010

El Vasco

Javier Aguirre es un personaje trágico. Heredero de una estirpe de futbolistas devotos de una práctica monoteísta (o pasa el balón o el jugador; nunca los dos), el Vasco Aguirre (una amiga de Logroño me decía que cuando dirigía al Osasuna la decían "el Mexicano") apeló a esa cuerda floja copernicana: me muero con la mía. Es por todos sabido que para ser director técnico de futbol hay que estar un poco demente. A Marcelo Bielsa le apodan "el Loco" porque sus actitudes en la media cancha coinciden más con los hábitos de gendarme-suizo-que-cuida-el-Vaticano-con-ganas-de-ir-al-baño que con las de un entrenador. Entre otra proezas cuando dirigía al Atlas, Bielsa, al borde de la explosión interna por la ebullición de su nerviosismo, tuvo que salir a darle un par de vueltas al estadio Corona del Santos Laguna. Cuando regresó su equipo seguía perdiendo pero él ya había depositado las crepitaciones fibrosas fuera de su cuerpo. En contraste, la aparente locura inicial del Vasco Aguirre ha sido desenmascarada por varias razones. La primera es naturalmente económica ("with the money dance the dog", decía Piporro): su sueldo supera con creces lo que cincuenta de los escritores mexicanos más reputados jamás ganarán en 16 vidas. Al amparo de la certeza de tener su vida resuelta, le resultó irrelevente tomar en cuenta la opinión de 110 millones de jodidos mexicanos que le insistían simplemente que metiera a un Chícharo a la cancha. "Háganle como quieran", parecía decir Aguirre. "Aquí mando yo. Además vivo en Miami, ches barbajanes". Qué tiempos aquellos en los que el Vasco, un hombre que siempre abanderó ideas progresistas y era promotor de causas justas, organizó un partido entre exfutbolistas e integrantes del EZLN. Cuando el "Capitán Furia", Alfredo Tena, unos de los invitados al encuentro amistoso, vio a los rivales enmascarados lamentó haber dejado de practicar las patadas karatecas con los jugadores de las Chivas, pero se mantuvo al pie del cañón y apoyó al Vasco en lo que consideraba también una causa justa. Después Aguirre fue entrenador nacional y luego se fue a España. Todavía cuando dirigía al Osasuna, en una entrevista dijo que le gustaría dirigir unos años más y que su mayor anhelo después de retirarse como entrenador era abrir una librería en Madrid. Parece que la Gran Vía de la capital española tendrá que esperar algunos lustros para disfrutar de la sapiencia literaria de un vasco mexicano que ha tomado las decisiones más misteriosas que jamás hayan existido en una cancha de futbol.

La segunda razón por la que Aguirre no puede ser uno de esos locos geniales que habitan en una jaula rectangular a la mitad del campo (esto no incluye la vez que le dio una patada a un jugador panameño cuando desbordaba por el callejón del área), es que nunca ganó nada (bueno, le ganó un campeonato a la insigne Máquina Azul con un gol que no debió contar, pues fue literalmente piterísimo). Cuando Carlos Salvador Bilardo dirigía a Argentina, antes del Mundial de 1986 las críticas le llovían en mayor número que las balas inglesas en las Malvinas. Nadie creía en él, sobre todo porque su propuesta futbolística era la antítesis del futbol abierto del entrenador que ocho años antes los había llevado al campeonato: César Luis Menotti. La prensa y la afición estallaban en su contra por los partidos perdidos previos a la Copa: solía defenderse a cal y canto antes que considerar la pecaminosísima idea de horadar la valla rival; además le encantaba alinear a jugadores que sólo hubieran sido cracks en la tercera división de Sri Lanka. Cuando se discutía si era adecuado que Bilardo convocara a Sergio Batista para México 86, Diego Armando Maradona, ya para ese tiempo convertido en el gran capo de la albiceleste, dijo que si no llamaban a Batista él no jugaría. En ese momento un buen número de corazones en el barrio de la Boca dejaron de latir. Bilardo, que es todo menos idiota, consideró a Batista y lo hizo jugar todos los partidos. Maradona había recurrido a la máxima de todo genio: la locura no alcanza su esplendor sin un escudero que le cuide las espaldas; un sancho laborioso que, entre otras cosas, sepa partir alguna rodilla cuando el honor de su caballero andante ha sido mancillado por un peón del mediocampo que osó ponerle los tacos en la espinilla. Zico tuvo a Falcao; Zidane a Deschamps; Pelé a Gerson, aunque Gerson bien pudo ser caballero andante en cualquier otro equipo. Maradona, pues, tuvo a su Batista gracias al lúcido escrutinio de Bilardo. Años después, en esa rupestre pericia freudiana de matar al padre, Batista se convertiría en uno de los mayores críticos del ahora entrenador argentino. El Mundial de 1986 fue obtenido por Argentina con una fantasía de Maradona: filtró el balón para Burruchaga mientras Hans-Peter Briegel -un pánzer alemán que Franz Beckenbauer dirigía con control remoto- trataba de impedir la corrida del albiceleste. Argentina ganó el Mundial y los encabezados al día siguiente en Buenos Aires no podían ser más reveladores: ¡"PERDóN, BILARDO!". La sapiente demencia de Bilardo continuó años después cuando, durante un partido de la liga argentina, salió a dirigir a la cancha con una copa de champagne. Naturalmente, como Zedillo, dijo que era sidral.

La tragedia del Vasco Aguirre es que su testarudez está a años luz de la genialidad deífica y pasará mucho tiempo para que pueda regresar a México sin que le recriminen no haber puesto al Chicharito, mantener a Guille Franco, incluir al Bofo Bautista en una afrenta abierta hacia los cien millones por haberlo llevado al Mundial (era evidente que si el Bofo hacía una de esas jugadas salidas de la chistera, de las cuales ha hecho sólo un par en su carrera, el Vasco hubiera justificado con creces su inclusión) o retirar invariablemente, como si estuviera consignado en una bula papal, al mejor jugador mexicano: Andrés Guardado. La terquedad del Vasco estuvo contrapunteada por la de uno de los personajes más oscuros que se recuerden en el futbol mexicano: Mario Carrillo. Clonado del gen futbolístico de José María Cordova Montoya, Carrillo ha sido la eminencia gris más reputada del balompié azteca. Después de ser durante muchos segundo de abordo de Manuel Lapuente, pretendió emanciparse y llevar una carrera como técnico en solitario, como el Llanero o Lucky Luke, pues. Solo ganó un título, con el América, y de una manera muy dudosa. Con la gloriosa Máquina Azul estuvo en 2003. Dirigió nueve fechas y no ganó ningún partido. A eso se le suma que es el causante de la mayor goleada internacional que haya sufrido el Cruz Azul: 6-1 frente a un equipo uruguayo que sólo podría formar parte de un torneo de Criaturas fantásticas, el Fénix. En Pumas, Carrillo fue auxiliar de Hugo Sánchez. Como quería pasar inadvertido y no robarle cancha al ego de Hugo, Carrillo permanecía en un palco del estadio. Se rumora que en una ocasión mandó a uno de sus subalternos a decirle a Hugo quién debía salir. Cuando el subalterno, a mitad del camino, abrió el papelito con las indicaciones de Carrillo, decidió no llegar al banquillo puma y siguió viendo el partido desde una grada desierta. La orden de Carrillo era que sacaran al hijo del subalterno: José Luis "el Parejita" López. El problema de Carrillo es que no ha sabido mantenerse como el verdadero poder detrás del trono y su presencia en decisiones fundamentales ha sido desde la palestra (fue evidente una aceda discusión con Aguirre durante un partido del Mundial) y cotidianamente con secuelas desastrosas. Se dice que fue él quien convenció al Vasco para alinear al Bofo, sacar a Guardado en los mediotiempos, no incluir al Chícharo como titular y dejar fuera de la selección a Jonathan. Aguirre siempre ha sido un hombre que paga deudas. En el 2002 incluyó unos minutos a Alberto García Aspe, ya desde esas épocas entrado en la tercera edad. Lo hizo para que Aspe jugara un tercer Mundial y saldar una cuenta con su mentor Alejandro Burillo. En 2010, Aguirre incluyó a un segundo técnico -Carrillo- por designio de algún oscuro miembro de la Federación Mexicana de Futbol, que en buen español se llama Televisa y TV Azteca. La apuesta fue dura y contraproducente: Rasputín pretendió compartir el cetro con el rey. El resultado fue devastador: a trono roto, selección fuera.

Hoy día Aguirre deshoja la margarita. Su hijo menor ha sido contratado por el Bolton inglés y el Vasco se irá a Inglaterra para supervisar la carrera de su Benjamín. Es probable que su estancia en la isla le sirva para candidatearse con algún equipo de la Premier League. A reserva de que esto suceda (doble contra sencillo a que no pasará), la certeza que se respira en el ambiente con sabor a legumbre fresca, y es de esa bohnomía alentadora que diferencia a un buen jugador de un mal entrenador, es que un Chícharo despachará cada fin de semana en el Teatro de los sueños de Old Tratford y un Vasco, el único caballero de triste figura sin demencia, hará lobby permanente acompañado de su lamentable y trágica medianía.

CAS

sábado, junio 19, 2010

A propósito de...

Hace unos años un amigo me pidió un cuento para un libro. Se trataba de una antología cuyo eje sería un día memorable de la historia universal. Cada uno de los participantes escogería el suyo. Como soy muy malo para elegir efemérides notables, sólo se me ocurrió un insigne día futbolero. El libro, como muchas otras publicaciones, jamás se editó; sin embargo, escribí el cuento. Ahora, a propósito del Mundial, me acordé de que existía. Póngolo a consideración del lector con un cintillo que siempre había querido escribir: "Una primicia".

La mano de Dios

No es un día humano. Las aceras se caminan con pesadumbre y el pavimento es un enemigo nocivo de donde sale aire caliente. El tránsito es aletargado. M piensa que no es normal el fuego en sus pies (aunque siempre ha sido así). Es el mediodía del 22 de junio de 1986 y para ir a su casa debe pasar por un costado del estadio Azteca (Mis suelas son un hervidero). Maldito futbol, injuria de nuevo mientras acelera el paso. El último examen de segundo de secundaria lo respondió a regañadientes. Sabe que no lo aprobará. También sabe que ya no importa. Filtra Maradona y el defensor inglés rebana el balón. Va Shilton –que creerá este muchacho, que le puede ganar al por... Brinca Diego y... ¡GOOOOOOOOL! El arbitro señala la media cancha. ¡GOOOOOOOOOOL! Shilton reclama. ¡GOOOOOOOOOL de ARGENTINA! ¡Diego Armando Maradona lo ha hecho! Los ingleses protestan pero tenemos al mejor jugador del mundo. ¡Gracias, Dios, por darnos esa mano! Son esos ingleses, los que tanto nos han hecho sufrir (“Soldadito argentino, sé que te vas a morir...”). La revancha es justa. Gracias, Diego. M escucha el estallido del estadio y se tapa los oídos, impaciente, abrumada. Maldito J: muérete donde estés. M se toma inconscientemente el vientre mientras pasa por una tienda de electrodomésticos. La gente observa el partido en las televisiones de los aparadores. M piensa que están a la espera de una llamada divina que jamás recibirán. Un mareo obtuso le viene por el sol, al tiempo que en su mente aparece un dios de carne y hueso. Retarda el vómito más por debilidad que por capricho. En casa encuentra a su hermano y amigos frente al televisor. Pasa sin saludarlos. De pronto, como si de un alarido bajo tierra se tratara, reconoce la señal aguardada desde siempre: “Fue con la mano”. Quizás fue la voz de su madre, acaso la de algún amigo adolescente que alcanzaba la clarividencia por la embriaguez de un vaso de cerveza. Pero ya no importa, ya no ...la va a tocar para Diego, ahí la tiene Maradona, lo marcan dos, pisa la pelota Maradona, arranca por la derecha el genio del futbol mundial, y deja al tercero y va a tocar para Burruchaga... En la cocina, M deja las llaves de la casa en un cajón. Después entra en su cuarto y cierra la puerta con suavidad, como si fuera de noche y no quisiera despertar a nadie. Se desploma sobre la cama: las ganas de vomitar han pasado pero el desagravio sigue en su cuerpo (“un palmo más de piel en el vientre; dos meses”) ...¡Siempre Maradona! ¡Genio! ¡Genio! ¡Genio! ta-ta-ta-ta-ta-ta-ta... y ¡GOOOOOOL...! ¡GOOOOOL...! ¡Quiero llorar! ¡Dios santo! ¡Viva el futbol! ¡Golazo! ¡Diego! ¡Maradoooooona! ¡Es para llorar, perdónenme...! Las lágrimas resbalan por el pómulo de M y con la lengua atestigua de nuevo su sabor salado. Así es la vida: salada, como el agua del mar que nunca conocí. M se levanta y se quita el uniforme escolar (que se arrugue). Desnuda frente al espejo, ve su piel morena y el incipiente vello del pubis. Se pasa la mano por el monte de venus y después dócilmente por el clítoris. Comienza a sentir placer y se estremece, se ruboriza. Cuántos usos tienen las manos de ¡Maradona, en una corrida memorable, en la jugada de todos los tiempos...! ¡Barrilete cósmico...! ¿De qué planeta viniste para dejar en el camino a tanto inglés?, para que el país sea un puño apretado, gritando por Argentina.... Argentina 2 - Inglaterra 0. ¡Diegol, Diegol, Diego Armando Maradona...! Ya en el baño, abre la llave de la tina (los ataúdes se eligen). Gracias, Dios, por el futbol, por Maradona, por estas lágrimas, por este Argentina 2, Inglaterra 0... Después de todo no hace falta ser Dios para tomar la decisión correcta. M toma la navaja y hace una pequeña hendidura en las venas de una mano (el puño apretado), con sutileza, con pulcritud, como quién rebana con finura un ajo tierno (las manos de Dios). El agua se enrojece azarosamente: no hará falta el tiempo de compensación para que la grana alcance su más intenso fulgor.

CAS, Del Valle, marzo de 2006.

lunes, junio 07, 2010

El Ejército en las calles

Desde que Felipe Calderón asumió la Presidencia de la República se llevaron a cabo maniobras ominosas e ilegales; la más visible fue la llamada guerra abierta contra el narcotráfico o, lo que es lo mismo, sacar al Ejército de sus cuarteles y mandarlos a las calles. El saldo es de sobra conocido: no hay día que no exista un número estrepitoso de asesinatos o de atrocidades y vejaciones por parte de los soldados. No es importante reiterar el grado de estulticia del Ejecutivo Federal al mantener ésta dinámica (los soldados no son policías; los soldados están adiestrados para actuar en una coyuntura bélica; los soldados, entonces, no van a capturar a los presuntos delincuentes: los van a matar), pero hay hechos inconcebibles que se repiten sin que pase absolutamente nada (las voces críticas son cuantiosas, pero qué se puede hacer cuando las respuestas son lecciones magistrales de cinismo: háganle como quieran es el subtexto inevitable. Además ellos tienen las armas). Me referiré a datos concretos.

En mi ciudad natal, Cuernavaca, ha habido un cambio notabilísimo en la dinámicas cotidianas desde que la Marina mexicana asesinó Arturo Beltrán Leyva en unos departamentos de superlujo que, dicho sea paso, fueron construidos por los hijos de Marta Sahagún. A partir de ahí, una ola de violencia urbana se desató en Cuernavaca. A dos hombres los colgaron de un puente en el libramiento que lleva a Acapulco y luego jugaron tiro al blanco sobre los cuerpos inertes; al director del penal de Atlacholoaya lo asesinaron, partieron su cuerpo en pedacitos y lanzaron los fragmentos en distintas partes (perdón por la figura retórica tan de mal gusto pero era ineluctable). La cabeza fue encontrada en una bolsa de súper; un comando armado tomó por sorpresa un antro propiedad de un miembro de la familia Ortiz Mena y, sin más, le prendieron fuego con los empleados adentro. Éstos son hechos conocidos sobre todo por su espectacularidad, pero las muertes son el pan cotidiano en la ciudad. Lo increíble de la situación es que el gobierno federal no considerara qué pasaría al dejar acéfalo el control de una plaza tan importante para el narcotráfico: ahora los subalternos se la disputan a punta de balazos, intimidaciones y violencia urbana, en una franca competencia por ver quién es el sicario más despiadado. Un viernes, hace algunos días, todos los restoranes, antros, etc., cerraron a las ocho de la noche y la capital morelense se hizo una ciudad fantasma. ¿Cuál fue la respuesta del gobierno federal? Militarizar las calles. Ahora hay retenes, tanques de guerra apuntándole a la estatua de Zapata y comandos militares que transitan la ciudad con armas largas a la espera que su docto criterio les diga quién es un narco. Hay un detalle que no es menor: usan máscara.

Qué un ejército esté en las calles sucede cuando un país le apunta a la ingobernabilidad o para acallar las voces críticas que se manifiestan en contra de un régimen autoritario, como en las dictaduras. Y en ambos casos, aun cuando exista gente que justifica la mano dura, siempre habrá abusos, ultrajes. Un soldado está entrenado para matar, no para salvaguardad la seguridad de la sociedad, de los ciudadanos. La última muestra de la postura institucionalizada del gobierno llamada cinismo, fue el dictamen de la PGR sobre los niños que fueron asesinados por militares el 2 de junio en Reynosa. El parte de la Procuraduría fue que los miembros del Ejército balearon a los jóvenes, perdón, "sicarios", porque ellos les dispararon primero. Los niños (de 13, 15 y 17 años) atacaron a los infortunados soldados y éstos, defendiendo a su patria, los masacraron. El mensaje de la PGR es implacable: mitiguemos el hecho porque eran sicarios; hay que matarlos porque, como Beltrán Leyva, son una peste social. El tema es trágicamente significativo: 1) no se mata a un presunto delincuente o criminal; se le atrapa y se le juzga (si se cree en instituciones democráticas, en buen español, matar es condenable por donde se le vea. Claro que en México eso de instituciones democráticas es la ilusión del mago más diestro); 2) como quien hace justicia son los soldados, no hay necesidad de que les disparen para responder baleando civiles: en la disciplina castrense basta no obedecer la orden "Deténganse" para ser pasados por las armas; 3) mataron a niños, por más que se diga que son sicarios son por principio niños y lo seguirán siendo hasta por los menos la mayoría de edad. Por eso hay límites de edades, por eso hay cárceles para niños y cárceles para adultos, y por eso hay que negarse con firmeza para que no se adelante la mayoría de edad.

El gobierno de Felipe Calderón ha hecho que, si en algún momento existió la transición del México de las balas al México de las instituciones (máxima también cuestionable), el país que vivimos hoy día se estrictamente el de las balas, la violencia, los asesinatos de niños, las vejaciones y la impunidad. Un último dato que demuestra el grado de autoritarismo que existe en la actualidad. Hace algunos días fueron desalojados con violencia extrema, reprimidos es la palabra justa, unos veinte miembros del SME que estaban en un plantón en Cuernavaca. Como veinte es un grupo que puede atentar en contra de la democracia de un país, hacer una revolución con palos y piedras y enfrentar frontalmente al heroico Ejèrcito mexicano, la Policía Federal envió a seiscientos efectivos para romper el sitio de las instalaciones de la Compañía de Luz y Fuerza del Centro. Seiscientos policías para quitar a veinte. La culpa de todo lo mencionado es estrictamente del Presidente de la República, un muchacho escapado de un cuento de los hermanos Grimm y que en unos días estará en la inauguración del Mundial al lado de un hombre que luchó toda su vida en contra de las atrocidades que Tontín ha motivado.

CAS

viernes, mayo 28, 2010

Le pain et le lait

Mi primo Xavier de la Vega y el buen Carim Azeddine presentarán su documental El pan y la leche en el festival Distrital de la ciudad de México. Para los interesados en los temas sobre la migración mexicana hacia Estados Unidos, van las fechas, horarios y salas de la exhibición:

2 de Junio - CCU Tlatelolco - 17:00 hrs
3 de Junio - Cinemark Pedregal - 19:00 hrs.
5 de Junio - Lumiere Reforma - 16:00 hrs.

CAS

viernes, mayo 07, 2010

Sólo un café

Le dio la chupada al cigarro y miró el cielo, como anhelando que la lluvia inexistente trabara las palabras. Adolorido la miró de nuevo y tiró la colilla con el índice. El aire era tenue y amable: el Gaby’s fue nuevamente testigo de silencios inconclusos. Ella puso la mano en el hombro de él y lo apretó un poco. Así, con la complacencia revelada en ese tendón desconcertado, ella musitó desviando la mirada: "Aprende a perdonarme".
CAS

martes, abril 20, 2010

Escribir

José Emilio Pacheco, en la entrevista que le hicieron en Madrid previa al recibimiento del premio Cervantes, dijo: "Escribo porque me ocurre algo y no pienso si eso cabe dentro de una definición". Más adelante agregó que le parecía legítimo recibir el premio sobre todo ahora que el pago por escribir casi ha desaparecido. En mis clases de redacción en la UNAM, les digo siempre a mis alumnos que eviten palabras vagas como "cosa" o "algo", verbos obtusos como "suceder" u "ocurrir" o calificativos vacíos como "interesante" o "lindo". Pero al leer las líneas de José Emilio, no cabe duda que sus palabras le atinan a cabalidad al sentido de la escritura. ¿Por qué se escribe? Porque algo nos pasa. ¿Qué es eso? Quién sabe, aunque la fibra sensible que genera la prestidigitación tenga un origen. Escribo porque me ocurre algo es hacerlo por saberse vivo; es entregarse a un palmo de papel blanco e iniciar una confesión inocua sobre el goce del olor a café o pasmarse con el rostro de una mujer bella; estremecerse con la imagen de dos hombres colgados en un puente de Cuernavaca o indignarse por la muerte de niños que, aunque el adjetivo sea una redundancia, son inocentes; también, por qué no, aceptar que ahí donde nos tocó vivir es un arma de doble filo, una cimitarra infiel que cambia su hoja afilada con destreza camaleónica. Por eso se escribe: porque existe un respeto absoluto por el llanto y la risa; el dolor y la fruición; el odio y el amor. Polaridades que se alojan en precipicios insomnes. Y no nos interesa que la conjugación imaginaria de un "yo ocurro" o un "yo sucedo" como antes se lo hacía como un "j' accuse", no exista en los cánones de las greguerías convencionales. Escribir es la labor inacabada de una mano perdida en Lepanto. Escribir balancea la temperatura del cuerpo; escribir es el barco a la deriva que ve la isla a lo lejos; escribir, como el futbol y otras tantas actividades que los humanos realizan porque su placer es infinito, es una forma artera de vida que enmascara la memoria. La sapiencia de su historia estará en las miles de palabras superpuestas que guardan las yemas de los dedos. Las huellas digitales, el tacto imperceptible y las palabras simultáneas.

CAS

martes, abril 13, 2010

Rothenberg

Quizás uno de los poetas estadounidenses más importantes de la actualidad sea Jerome Rothenberg. Su espectro sensible trasciende los limbos de su propia cultura y desanida el sentido único, unidireccional, de la poesía. En sus palabras confluyen mundos, voces invisibles, que le dan eco a su halo anglosajón. Hablamos, pues, de un poeta cultural, si la tautología es tolerable. De él ha dicho Eliot Weinberger: "Es un recluta que voluntariamente se ha enlistado para prolongar la vanguardia". Su canto embiste las bayonetas de mira chueca, los arcabuces humedecidos por la fragilidad de lo contencioso.

Conocí a Jerome Rothenberg hace como diez años. Había venido a México a dar algunas lecturas de su poesía más reciente. Después de una de esas veladas que deviene en tertulia de amigos, fuimos a tomar unos tragos. Al cabo de cinco martinis, y como la travesura perfecta de un viejo pícaro, deslizó por debajo de la mesa un folletito fotocopiado del tamaño de un boleto de cine. "Es mi última publicación", me dijo. "Es el último que me queda y no se lo quiero dar a ninguno de estos insoportables. Cabe destacar que los organizadores de la lectura, y que estaban ahí, eran de Letras libres. Durante años el folletito fotocopiado estuvo perdido en algún vericueto de antimateria de mi biblioteca; pero ahora, como las mudanzas sirven tanto para perder cosas como para recuperarlas, me he encontrado la minúscula publicación de Rothenberg.

Se trata del volumen The Leonard Project. 10+2 poems, poemas visuales que originalmente fueron presentados en formato de 18 por 24 pulgadas en la exposición A supper with Leonardo en Florencia. La muestra duró de septiembre de 1998 a enero de 1999. Rothenberg lo imprimió después en pequeña escala, sin fines de lucro y para regalárselo a los amigos a quienes pudiera interesarle. Yo fui uno de los afortunados y lo reproduzco a continuación.

I will create a fiction which shall express great things





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miércoles, abril 07, 2010

U turn

No hay piel humana que se mantenga sin cicatrices. Cuando parece que las llagas están por difuminarse, sucede que, por una evolución estrictamente divina, se recalcan sus sombras enardecidas y regresan a su morada epidérmica. Estigmas les dicen y se recrean como sangre encapsulada. A mí, sin embargo, las marcas divinas no me reaparecen en las manos o antebrazos como le sucede a la estirpe de Nuestro Señor. A mí, a diferencia de la visibilidad ecuánime de los estigmas cristianos, las marcas me salen en las lonjas y, aunque no son muy estéticas, adquieren una voluminosidad excelsa que un andrógino envidiaría. Quizás la cura venga de realizarme una liposucción y preparar jabones afrodisiacos con la grasa que salga de la cirugía; así podría tallarme in situ pero por fuera de la piel (la imagen no me convence porque la piel siempre está por fuera pero valga la licencia poética onda Xavi Villarrutis porque hace mucho calor). Como Nuestro Señor acaba de morir, y para evitar la lipo que haría de mí un chicharrón inolvidable, pretendí revivir el viacrucis con caídas y crucifixión incluidas. Bueno, con una diferencia de matiz: revivir el viacrucis tirándome en forma de cruz en el jardín y la alberca de mi casa de Cuernavaca. Pero más o menos seguí el ritual de la semana mayor: jueves santo de eucaristía con vodkas tónics y panecitos con queso de cabra y jamón serrano (tampoco hay que exagerar la nota); viernes de crucifixión tirado de cara al sol y dejando un pedazo de mi alma en un rincón de pasto seco (aunque hacía la cruz tirado en el jardín, he de decir que la sensación era de una verticalidad espigadísima); sábado de gloria acompañado por el inefable "¡agua, mi niño!" (aquí no sólo hay que compartir el pan y las pizcas sal, sino la sal misma en cantidades discrecionales, como las partidas secretas de Fecal); y el domingo de Pascua, estadio de resurrección, resucitación y posibilidad de checarse los estigmas. Como de medias vueltas está llena la vida de los hombres que jamás leerán a Og Mandino, mis estigmas no aparecieron a razón del sufrimiento por la semana santa sino por aquella extraña estupidez que he venido repitiendo rutinariamente los últimos años: me pasé el limón de las micheladas por la lonjas; éstas, a su vez y caprichosamente, fueron expuestas al sol en un momento nodal de la pasión y el cuerito se expandió como si los duendes epidérmicos estuvieran inflando un condón cubano. Por eso las semanas santas no sirven para emular a Jesucristo a la ligera (para eso existe gente preparadísima en Iztapalapa), sino para cuidarse de la languidez cutánea, la deshidratación del alma y de las voces del más allá que no hacen más que recordar que el dolor y las penurias existen independientemente de la voluntad propia.

CAS

jueves, marzo 11, 2010

Template

Es por todos sabido que no soy un hombre de muchos cambios. Viví, por ejemplo, 12 años en el mismo departamento y jamás cambié de lugar la cama (tengo un amigo que durante un mes movió ocho veces sus muebles porque estaba en desacuerdo en cómo se veían. Al final decidió dejarlos como al principio, se sentó en el sofá y se puso a pensar con alegría en sus viejos días de revolucionario doméstico). Tampoco, por insistir en la testarudez, cambio mucho mi forma de vestir (casi no compro ropa) ni busco nuevas rutas cuando tengo que ir al metro. Mi coche, por lo demás, es del año 97, y las posibilidades de comprar otro, más allá de ser practicante de una actividad de alto riesgo llamada inopia, tienen que ver más con que me gusta y corre bien (bueno, una vez estuve a punto en desperdigarme en más partes que una granada de fragmentación porque se rompió la dirección del volante. Pero Dios es grande y me pasó a diez por hora). Así, nunca me había puesto a pensar si era necesario modificar el diseño de este sitio: estaba tan acostumbrado al fondo amarillo orín que obvié considerar lo desagradable que era. Hoy día, después de que he acomodado mis libros por secciones, orden alfabético y constatar una vez más la ruindad humana por los volúmenes que me faltan, decidí que era hora de transformar un poco la imagen del blog. He aquí, pues, un lugarcito del ciberespacio más amable, ligero a las miradas inocentes, que ya no hará ver los textos como letras pasadas por yema de huevo. Porque no puedo permitirme perder mucho tiempo, escogí el modelo básico; asimismo, as usual, el texto predominará sobre la imagen (aquí hay que decir que, como no soy un tipo de muchos cambios, seguiré sin tener hi-fi, myspace, facebook, twitter o alguna de esas rusticidades que llenan mi correo de basura). Alea jacta est y dolce vita a la nueva plantilla.

CAS

lunes, marzo 01, 2010

Carlos Montemayor, el hombre congruencia

Los hombres justos siempre se van antes de tiempo. Los hombres justos apelan a la existencia de los otros, a su humanidad, a su figura auténtica en el mapa de bienaventura. Y las palabras de los hombres justos, como lo fugitivo, permanecerán hasta que la voz no exista. Conocí a Carlos Montemayor a mediados de los noventa. Yo colaboraba para una revista francesa sobre América Latina y los editores, extasiados por una rebelión indígena de enmascarados (no olvidemos que Montaigne, para escribir su ensayo "De los caníbales", no estuvo en América; a sus indios los vio en las pasarelas de las cortes francesas), me pidieron un artículo sobre el zapatismo. Carlos recién había publicado Chiapas: la rebelión indígena de México y naturalmente era una obligación entrevistarlo. El editor de Joaquín Mortiz me pasó su teléfono e hice una cita. Ese día Carlos me recibió amablemente en su casa. Si bien no recuerdo a profundidad la entrevista (la cinta debe de estar en algún hoyo negro de mi biblioteca) tengo presente la insistencia de Montemayor en el reconocimiento de los pueblos indios a partir del Convenio 169 de la OIT de 1989. No había vuelta de hoja: ahí, decía Carlos, estaba la clave para dejar de preguntarse chabacanamente quiénes eran indios y quiénes no. De ese primer encuentro saqué conclusiones encontradas: se trataba de un hombre extraordinariamente inteligente pero de un trato con las personas no precisamente afable. Cuando le conté a Juan Domingo Argüelles mi encuentro con él, simplemente me dijo: "No te preoucupes, Montemayor es como el Tomás Boy de la literatura".

El destino, sin embargo, hizo que tuviera la oportunidad de conocerlo y pudiera cambiar mi opinión inicial. Y aquí sí podré decir sin cortapisas: si algún maestro tuve, no en la escritura, no en la literatura, no en la vida mundana sino en las consideraciones intelectuales como una esfera global e ineludible de la que participan activamente todas las expresiones humanísticas, ése fue Carlos Montemayor. En 2000, él y Alí Chumacero me otorgaron la beca del Centro Mexicano de Escritores. Fue ahí donde, a lo largo de un año, pude conocer a sus anchas a ese hombre cabal y consecuente que ya no está con nosotros. Porque Montemayor si algo ostentó fue abanderar la congruencia como estandarte inexorable de vida mañana tras mañana. Todos lo miércoles del señor nos reuníamos en esa casita de la colonia Villa de Cortés a tallerear los avances del proyecto que habíamos presentado. El mío era un ensayo sobre Graham Greene en México. Después de los comentarios de los becarios sobre los textos presentados, hablaban Alí y Carlos. La dinámica era muy sencilla: era como la relación que existe entre el policía bueno y el malo. "Maestro Alí", le daba la palabra Carlos, quien se encargaba de moderar las sesiones. Mientras Alí hacía dos o tres comentarios sobre la redacción de los trabajos, siempre aderezados con confesiones vitales como decir "Juan Rulfo era mi empleado", Carlos hacía una lectura más acuciosa. Y nadie salía vivo. Su espíritu crítico abarcaba varios senderos y su mirada era implacable, contundente, lapidaria. No se detenía en la forma; iba mucho más allá y visualizaba los textos desde una perspectiva total. Y tampoco tenía pelos en la lengua: a una compañera la hizo llorar cuando le dijo "No sé por qué le dimos la beca".

Como cada dos meses los becarios y tutores íbamos a cenar a la fonda de Santo Domingo para, según esto, departir tranquilos alejados de los sablazos del taller. La primera vez que fuimos fue reveladora. Carlos saludó a los meseros por su nombre y, después de que habíamos ordenado los tequilas y whiskies, tomó una carta. Con ese don de mando que siempre tuvo, sugirió a manera de orden: "Yo creo que lo ideal es pedir varios platos para que comamos de todo". Naturalmente tampoco nos preguntó nuestra opinión sobre los platillos y ordenó cuatro o cinco para que fueran al centro de la mesa. Acto seguido, tomó un trago de su tequila, se secó las comisuras con la servilleta de tela y dijo Con permiso. Se paró y se le acercó al pianista a decirle alguna cosa. Dos minutos más tarde estaba cantando arias de ópera y canciones populares mexicanas. No era un virtuoso del canto pero lo hacía bastante bien. Naturalmente Alí, que también había sido su maestro, no lo dejaba de molestar: "Es un protagonista. Hablemos de toros". Carlos regresaba a la mesa y después de los Felicidades, Maestro, muy bien, nos preguntaba sobre nosotros. Una nueva cualidad: le interesaba mucho saber qué pasaba con los jóvenes. Un día, durante esas veladas en la Hostería, vio que me tomaba el tequila de un trago. "¿Por qué hace eso, Carlos?", me preguntó. "Porque el primer shot de tequila debe ser de un jalón, Maestro", contesté. Después de unos segundos de observarme como quien seguramente observa a un imberbe mozalbete que no sabe nada sobre la vida, agregó: "Qué raro es usted, tocayo". Con el tiempo, cuando se abandonan las redes de la estulticia, se sacan las conclusiones pertinentes: sólo los springbreakers se beben el tequila de un trago.

Es muy probable que si algo envidiaban mis amigos fue mi relación con Montemayor: no había uno solo que no lo admirara. "Lo puedo invitar a cenar", les dije un día. Le pregunté a Carlos que le parecía y me dijo que estaría muy bien, que le pusiéramos fecha. Y le hicimos la cena. Y vino con ídem. Y todos los amigos tuvieron algo que preguntarle. Y él respondió a todo, generoso. Así era Carlos: tenía una extraña manera de relacionarse con los demás, pero una vez que se le hallaba el modo era bondadoso, cordial y, sobre todo, conocedor de un sinnúmero de temas. Sabio, pues. Ese día le dije que Xóchitl Gálvez había estado a punto de ir a la cena y, en un acto de sinceridad, espetó: "Qué bueno que no vino, tocayo: se habría convertido usted en mi peor enemigo". Montemayor, Hombre congruencia, Hombre coherencia.
Son pocas las muertes, fuera de la familia, que me han cimbrado tanto. El problema es que con el fallecimiento de Carlos Montemayor no sólo perdimos a un gran amigo; también al intelectual más importante que tenía este país. En una ocasión le preguntaron a Octavio Paz cuál era el papel del intelectual en una sociedad. Paz, riguroso y sin pensarlo, respondió: "El papel del intelectual es de denuncia". Carlos Montemayor escribió libros nodales de la literatura mexicana, pero fue ante todo un visionario que combatió activamente las injusticias que ocurren cotidianamente en México: un hombre que iluminó esos rincones del ostracismo adonde los simples mortales llegan sólo cuando están muertos. La mirada oblicua, la mirada sana, la mirada íntegra. Ciao, Maestro, ya nos tomaremos un tequilita, a sorbos pausados y prudentes, como deben ser el canto y la reflexión.

CAS

martes, febrero 16, 2010

Balas y gestos

México, que en numerosas ocasiones hemos dicho es un país en forma de cuerno, subsiste a las vicisitudes cotidianas por un error de cálculo. Cuando a un conocido idiota se le ocurrió narrar el cuento del mundo, tuvo a bien indicar que habría una parcela del territorio narrativo que estaría destinada a ser como la Atlántida: hundida en las profundidades de algún oceano maligno. El error de cálculo fue que no lo hizo con el cuerno sino con Haití. Como el agua escasea en el mundo no se lo pudo hundir: bastó un movimiento leve, aunque esquizofrénico, de uno de los cordeles más lánguidos del titiritero. Y la tierra se movió a sus anchas. Esa secuencia incorrecta de paralaje fue intuida, sin embargo, por uno de los filosófos y escritores mexicanos más reputados: don José Vasconcelos. El antes mencionado personaje no sólo acuñó el lema de la UNAM ("por mi raza hablará el espíritu"), le regalaron un arma (revólver negro calibre 38) con la que a la postre su amante, María Antonieta Rivas Mercado, se pegó un tiro en la catedral de Notre Dame, y editó una gran colección de clásicos literarios cuando era Secretario de Educación; también escribió un libro intitulado La raza cómica. En él, con profunda destreza, aseguraba que el origen de América era la Atlántida, "la civilización misteriosa de los hombres rojos". Así, pues, el espíritu de los mexicanos hablaría por la raza atlántica (seguramente algún acucioso observador habrá notado que Fidel Herrera tiene escamas). Por último, en los primeros años de la Gran Guerra, don José dirigió la revista Timón, publicación que tuvo sólo 16 números por su filiación abiertamente pronazi. El gobierno mexicano la censuró.

Ese gobierno mexicano, que en otras tantas ocasiones ha censurado expresiones menos inicuas que las opiniones de un libre pensador, no censuró o prohibió o evitó, por ejemplo, que un secretario de Gobernación muriera en un avionazo a tres cuadras del Periférico. Pero como es el país del Cuerno, la historia se repite: herederos legítimos de las glorias de Pasifae, los mexicanos somos Minos guadalupanos. Pues bien: el administrador del cuerno (que le roba su vestimenta a ese muchacho llamado Tontín, amigo de Blanca Nieves) tiene un nuevo secretario de Gobernación, individuo que en sus años mozos fue el doble de las escenas peligrosas de Pedro "El Malo" (sobre todo en esos pasajes en los que le iba como en feria gracias a la astucia de Mouse). Entre los dos han concluido que el país necesita, para que su escenificación sea digna del Globe Theatre, dos elementos nodales para subsistir: los gestos y las balas. Cuando don Plutarco Elías Calles, en su famoso discurso de la creación del PNR en 1929, dijo que el país había pasado del México de las balas al México de las instituciones, inauguró lo que a la luz de los hechos, el tiempo y otras triquiñuelas de la historiografía tradicional, se conoce como eufemismos a la mexicana (don Plutarco, conocedor bien de su ascendencia, mantuvo durante varios años una Vida paralela llamada Maximato). Las balas siguieron tras las bambalinas de la institución y la imagen y situación del país quedaron enmascaradas en un nuevo eufemismo que se llamó "Milagro mexicano" (quizás, no obstante, el mayor pistolero incógnito, continuador de la saga de hermanos incómodos iniciada por Eufemio Zapata y Gustavo A. Madero, haya sido el célebre Maximino Ávila Camacho).

A la fecha, Tontín II and Big Bad Pete han llevado la misma estrategia de siempre pero con una diferencia de matiz: ahora las balas matan a la gente en las plazas públicas y su pirotecnia es transmitida por la televisión en vivo; los gestos ("renuncio al PAN") son parte de un show mediático exornado por la muchas veces citada religión porsmoderna: el cinismo. Mirad: os narraré un caso puntual. En diciembre pasado en Cuernavaca hubo un "operativo exitoso" en el que se acribilló a uno de los narcotraficantes más buscados del país. El presidente, que estaba en Europa, se mofó del éxito del numerito y felicitó a los marinos que participaron en la masacre. A la vez, lamentó la muerte de uno de ellos en el tiroteo y mencionó su nombre completo. Al día siguiente, la familia del marino malogrado fue masacrada por las huestes del capo caído en combate. El presidente no lo dijo pero para sus adentros sabía que era un "collateral damage" (como el de esa mujer que, días antes en otro operativo, había sido asesinada como por quinientos impactos de arma de alto poder). El gobierno mexicano, en lo sucesivo, fue felicitado por muchos países por su férrea y enérgica lucha contra el narcotráfico.

Pasemos a la lectura de los hechos. El presidente dice, naturalmente, que fue un operativo exitoso (Calderón es un muchacho que creció viendo películas de Hollywood y siempre quiso que en México hubiera un secuencia peligrosa en la que las fuerzas armadas bajaran a rapel en un edificio. El presidente, también, es muy amigo de Bruce Willis, a quien le retencanta destruir edificios inteligentes, ah, pero hacerlo descalzo, si no, no). También se jacta de que fue el mayor golpe de su gobierno a los cárteles malignos. Veamos: ¿quién en su sano juicio puede pensar que el operativo funcionó a cabalidad cuando mataron a los delincuentes? Los mataron cuando estaban en un pinche departamento, sí, de súperlujo, pero -así como hipótesis de trabajo- en el que algún momento se les acabarían las balas (amén de que hay gases para dormir a la gente momentáneamente, no el sueño eterno, ínclito lector). Además, quien se encargó de la toma de los Altitude fue la marina (nuevo eufemismo que me hace pensar a los marineros como los hombres pájaro de Flash Gordon o como protagonistas de una nueva versión de las Pirañas voladoras). El ejército, por estar metido hasta el pescuezo en el crimen organizado, fue relegado. De hecho se rumora que el comandante a cargo de la División militar de Cuernavaca iba a comer, el día del enfrentamiento, con el mal habido Beltrán Leyva pero le avisaron que no fuera horas antes del asalto. Por ello, en resumidas cuentas, se trata de una guerra frontal con todas sus credenciales: en la guerra se mata al enemigo; en un estado de derecho, se le detiene, se le juzga y, quizás, se le encarcela. Por eso las reglas del narco, ante la inexistencia de un estado de derecho y en el entendido de que el gobierno actúa igual, no deberían ser tan escandalosas.

Después de eso Cuernavaca fue militarizada. Se instalaron retenes con soldados enmascarados que empezaron a detener a la población para buscar un posible arsenal de AK-47 en las guanteras (¿Militares enmascarados? ¿No se quejaba de esto el gobierno federal cuando los zapatistas se levantaron en armas? Den la cara, decían. Ahora solamente no sabemos quiénes nos paran: si no lo hacemos, corremos el riego de competir con el queso gruyere más grande el mundo. Los gestos que, en lo sucesivo, se vislumbraron en mi ciudad natal fueron implacables. En las dos entradas principales a Cuernavaca hay sendas glorietas con las estatuas de la Paloma de la Paz y de Emiliano Zapata. Como había que defender la ciudad, el ejército, fiel al designio de la primera estrofa de himno nacional, colocó sendos tanques en las glorietas. Pero como hubiera sido muy agresivo apuntar hacia los recién llegados por las carreteras, ubicaron los cañones con dirección al cielo. Como detalle curioso hay que decir que la dirección de los cañones pasaba, en ambas glorietas, por descabezar al Zapata y desplumar a la Paloma de la paz. Los tanques (¡Viva México, chingao!) le apuntaban a las estatuas.

Quizás el simbolismo de los dos gestos esté de más radiografiarlo, pero fue un hecho que cualquiera que pasara por ahí hubiera podido interpretar: ni Zapata ni paz. Pero qué nos extraña, si así han sido los últimos cuatros años. Y se nos anunció desde el principio: el traje que Calderón le robó a Tontín fue una chaqueta y un quepí militares (también, a diferencia de la fábula, se sabía que el rey iría desnudo antes de ponerse su traje invisible). Un nuevo gesto que nadie pasó por alto. La frase que a la fecha se ha visto como colofón a esta historia trágica, fueron las palabras de la semana pasada del presidente: "La sociedad tiene que ayudarnos en la lucha contra la delincuencia". La sugerencia gubernamental es que cada mexicano salga a las calle con un arma y sin ningún gesto fundamentado en un marco legal, balée al delincuente, que es el vecino, porque los miró feo. Así es el México de hoy día; no es el de las instituciones sino el de las balas y gestos, una comarca de incertidumbre en la que no se sabe con quién está el enmascarado, pues como en las películas de policías y ladrones, se desconoce su verdadero rostro. Habría que releer a Rodolfo Usigli y su Gesticulador, darle una connotación nueva, más audaz, y renombrarlo, sin más, El gesticulador premoderno y los nuevos señores de la Atlántida.

CAS