viernes, diciembre 03, 2010

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II

El sábado pasado tuve un accidente: me fui de hocico en la escalera metálica de mi casa de Cuernavaca. Por alguna evolución que no puedo entender, antes de poner las manos caí de rodillas. Naturalmente éstas se vieron afectadas por todo el peso de mi sensibilidad y el resultado fue devastador: no pude caminar en dos días y la costra de sangre me dura hasta la fecha. Sin embargo, cuando me siento reaparece el sangrado y el pantalón se tensa en carmesí como cuando se estrangula al miserable que no nos ha dicho dónde están las joyas. Las rodillas son miembros delicados, quizás la maquinaría más compleja del cuerpo humano; además tienen una de mis partes más favoritas: los meniscos. El dolor de hinojos es el mayor que he experimentado (bueno, además del conocido absceso por el que visité el quirófano hace un par de años). La primera vez que tuve una lesión en la rodilla fue jugando futbol. Estaba en Campeche con mis compañeros de la licenciatura. Íbamos, inconcebiblemente, a un congreso de latinoamericanistas en Mérida y la escala natural era la ciudad amurallada. No sé cómo alguien consiguió una cancha profesional de futbol para echar una cáscara y como éramos jóvenes, esbeltos (iba a decir bellos pero nel: había cada ejemplar en mi generación que... bueno) todos nos apuntamos. Eran las 12 de la noche y nos la habían prestado hasta las dos. Invitamos a jugar a los choferes de nuestro camión para que se completaran los equipos: uno tenía 21 años y el otro 17 (luego nos enteramos de que éste sólo tenía tres meses de haber aprendido a manejar). Pues bien, las acciones se desarrollaron así: yo perseguía por el callejón del área a un rival que tenía la bola; frente a mí venía corriendo el segundo chofer recién-aprendidito-a-manejar. Era inminente que le quitaríamos el esférico. No obstante, nunca conté con que el rival fuera un zidancito de Ecatepec: dribló al conductorcillo y su rodilla, que debió ir a parar a la de Zidane, fue a la mía. Suelo, dolor y un par de lágrimas. El resto del viaje me la pasé, como diría Rafa Puente, "cojeando visiblemente". Lo que ocurrió después forma parte de los más oscuros episodios que se recuerden en la medicina deportiva (perdón por la redundancia: todos sabemos que la medicina deportiva es todo menos blancuzca). Como no mejoraba mi mamá dijo Ve con el doctor Millán. Al principio renegué un poco pero concedí. El doctor Millán era un siniestro personaje que trabajaba con mi mamá cuando ella era directora del Centro cultural y deportivo del ISSSTE. Como quería quedar bien con la jefa y no quería meterse en broncas, Millán me utilizaba como un bisoño mensajero en pro de su causa. Un día fui a verlo porque había tenido un esguince en un torneo de judo. En lugar (había escrito luger en vez de lugar. Ah, mis instintos suicidas) de revisarme el tobillo con propiedad o ponerme una dosis adecuada de rayos infrarrojos, dijo Ven, siéntate. Acto seguido sacó de su escritorio unas pastillas amarillas. ¿Ves esto?, dijo pegándoles como si preparara una jeringa: son óvulos espermaticidas. Cuando estés por tener tu primera relación sexual, agarras uno así, lo metes en la vagina, te esperas veinte minutos y ensartas a la vieja. Yo acabo de regresar de Cuba y, como allá está muy cabrón, les metía de a dos o tres. Toma, llévate esta caja. Con el miedo propio de un mozalbete de 13 años que cargaba el arma secreta para acabar con la humanidad, al salir de su oficina busqué el bote de basura más cercano. En lo sucesivo, cada vez que lo encontraba me echaba una mirada cómplice. ¿Qué? ¿Ya?, me inquiría con suficiencia ginecológica. Así que cuando mi mamá dijo Llámale, no me hizo mucha gracia, pero era el único especialista que más o menos conocía. Además ya tenía 19. En esas épocas, Millán era nada menos que el médico de los gloriosos Cañeros del Zacatepec. Le hablé y dijo Vente al Coruco Díaz, aquí tengo todo lo necesario para atenderte. El Coruco es el célebre estadio de los Cañeros donde atrás de la tribuna de sombra está la iglesia del pueblo y a un lado el chacuaco del ingenio. Llegué a la enfermería donde despachaba y dijo Siéntate, ahora vuelvo. Mientras lo esperaba, desfilaron tres o cuatro jugadores que habían jugado en primera y arrastraban sus glorias en un equipo mediocre de segunda división. Me veían indiferentes y sólo me decían "Qué onda" levantando las cejas. Millán regresó y de un recipiente como urna para cenizas y del que salía el vapor necesario para el baño de King kong, sacó una toallita anaranjada. Fue malabareándola con sobrada pericia hasta llegar a mí. Sin decir absolutamente nada, y en franca confirmación de que uno no debe pasar a mejor vida sin matar a un médico, aunque sea deportivo, la lanzó sobre mi rodilla inflamada. Ahí, en la enfermería de los Cañeros del Zacatepec, comprobé, la primera de muchas veces, lo difícil que era ser hombre. El maldito fomento se iba fundiendo en un sólo cuerpo con mi piel ya carcomida y yo no hice nada: ¡aguanté como los machos! Como los macho idiotas porque veía cómo salía humito de la mía rodilla cauterizada. Mientras Millán atendía a los jugadores que habían llegado con golpes seguro más serios, yo, en esa mesa de exploración decimonónica, me convertí en el más digno y avanzado antecedente de Dr. House y su pierna mallugada. No moví la toallita porque mantuve hasta el final la tesis de que para aliviar el dolor había que sufrir un poco más, como cuando se le echa limón a la herida, pues. Minutos después Millán pasó a mi lado y enunció esa innoble frase que condenó a los Cañeros a jamás volver a ser un equipo decente: "Si está muy caliente puedes moverla, ¿eh?". Cuando quitó el fomento dijo Ah, te quemaste tantito pero no pasa nada. Me infiltró la rodilla y no sentí la inyección. Salí del Coruco con quemaduras de segundo grado y una certeza contundentísima: escribir mal sobre Millán lo que restaba de mi vida. El colofón de la historia estuvo signado, digamos, por una suerte de falta de destreza que hizo que me lastimara la otra rodilla. Unos meses después del episodio del Coruco, yo estaba en la heroica Santa María La Ribera esperando una llamada (esas actividades rupestres que se llevan a cabo cuando uno es subnormal, ergo, joven mancebo). El telefonazo (consideremos que en esas lejanas épocas casi nadie tenía celular) sería de la mejor jugadora morelense de softbol (siempre he tenido debilidades por las deportistas). Eran las diez de la noche y me estaba duchando. Cuando sonó el teléfono, salí del baño sin secarme y en frontal empelotamiento adánico sólo para lograr una evolución que un juez de barra fija hubiera calificado con diez: la rapidoestupidez de mi corrida hizo que me resbalara, diera dos vueltas en el aire en posición C y cayera sobre el mosaico de cuadros con la rodilla buena. El dolor fue el mismo. Ahí ya no me importó la jugadora ni sus strikes ni sus spikes: blasfemé en contra del inicio de la creación porque ora sí que ni yendo de hinojos a Chalma salvaría los ídem. Un par de años pasó para que las rodillas volvieran a estar más o menos bien. El sábado pasado tuve un accidente: me fui de hocico en la escalera y comprobé una vez más que el dolor físico, así como se lo padece, es un simple objeto decorativo que cubre el traje de carácter que hemos escogido para salir hincados al escenario de la vida.

CAS

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