viernes, diciembre 28, 2007

Hipertensión

Se dice que mata lentamente (aunque cada segundo de vida sea un asesino serial inevitable). También que una vez con ella es imposible echar atrás la cuenta regresiva (es el único reloj perfecto: jamás se descompone. Relojeros somos y en el camino...). Lo cierto es que la sensación es como de ahogo, como si la sangre quisiera salirse del cuerpo (un poco de lava en las arterias). Y empieza por la cabeza. Por eso la hipertensión ahuyenta los orgasmos: la eyaculación masculina es proporcional a la punzada en la cabeza (aunque bien pudiera ser, asimismo, un hachazo en el entrecejo). Pulsación y pulsión es la equivalencia perfecta en un henchido cuerpo de presión alta. Una vez que se detecta hay mil formas de engañarla, aunque al final siempre aparecerá su fugaz redentor. Las bolas altas, pues, pero no las destas sino las que se beben a lo largo de la jornada. Se baja la presión con jaiboles bien puestos en los vasos sanguíneos (también sirven si van directito a cualquier estómago mallugado, o sucio, como con el que amaneció Thomas Mann un día lluvioso de 1924). Bloody highball... and Mary(juana). Nevertheless, beware: el whisky puede ser contraproducente para aquellos de presión baja, digamos 90-60, pues puede llevarlos a un 60-30, 40-10, o así. A mi papá, que era abstemio (menudas paradojas éstas de las descendencias filiales: padre abstemio, hijo beodo), lo llevé al hospital mientras sufría una especie de infarto silencioso. Al llegar, el médico de urgencias me dijo que había llegado con presión cero. Mi papá, que padecía de presión alta, había descendido en pocos minutos a ese estadio en el que los corazones dejan de latir, la sangre de fluir y el llanto de la memoria empieza a buscar cicatrices que detengan la hemorragia eterna de los hombres justos. 16 horas duró vivo el cuerpo que en la mañana había amanecido sin ese caudal carmesí que inunda a los que todavía respiramos. Por eso la presión alta es un matador taciturno: avienta por la borda de precipicios inexistentes que se van formando a la par de la caída. Así es, pues: la vida depende de umbrales diastólicos y sistólicos, ahí donde los brazos y bazos apretados son mero pretexto para medir un poco más las vibraciones cotidianas. Es entonces necesario chochearse día a día, asumir que de aquí en adelante uno dependerá de una pastillita, mínima, inocua, pero que salvará corazones (a mi hermana, sin embargo, le curó los dos riñones y quizás ya no tenga que donarle uno). Bendito enalapril. Lo curioso de reflexionar sobre las patologías es que uno se hace más humano y, por extensión, más consciente de la vulnerabilidad personal, palmaria, indómita. Pero la sangre sigue fluyendo con sus vaivenes enérgicos, sus altibajos en su marea-cefaléa, su catarsis incompleta y fatua, sus orgasmos mal habidos (bánquese el dolor o asuma el ascetismo como los íntegros), su lenta e inevitable certeza de jamás hallarse (por lo pronto) en un baumanómetro de dos ceros y una línea horizontal en el electrocardiograma. Tengo 35 años y je m' acusse: soy hipertenso. Que la vida sea.

CAS

miércoles, diciembre 19, 2007

Colin White

Conocí a Colin White en 1993. Yo estaba en el segundo o tercer año de la carrera y Horacio Cerutti, mi asesor, me dijo que fuera a verlo. Tenía una pequeña oficina en los pasillos de las coordinaciones de la facultad. Le dije que para mi tesis de licenciatura quería trabajar La tempestad de Shakespeare y su impacto en América Latina. Colin frunció el ceño y me dijo indignadísimo: "¿¡Impacto!? ¿Estás seguro de lo que dices? ¿¡Impacto!?" Fue por ello que en esa tesis, que ahora es un libro, jamás utilicé la palabra "impacto". La cambié por una menos arriesgada, menos temeraria: "resonancia". Pero ésa fue una palabra acuñada en mis labios por el propio Colin y, de alguna u otra manera, le dio un sentido distinto a ese trabajo.

Nunca fui alumno de Colin, pero cada vez que lo veía por los pasillos me saludaba afable, con esa sonrisa inescrutable e irónica que seguramente apuntaba a algo así como "ahí va otra vez ese güey impactante". Porque Colin, si algo tenía, era una memoria admirabilísima y un humor tan british que sólo alguien que construyó un barco en el jardín de su casa podía tener. Años más tarde, después de la tesis de maestría, aterricé de nuevo en los escritores ingleses cuando entré en el doctorado. A la hora de armar el comité tutorial, al primero que mencionó Hernán Lara Zavala, mi nuevo asesor, fue naturalmente a Colin. Ahí fue mi verdadero acercamiento a él. Habrán sido seis o siete veces en que nos sentamos en la cafetería de la facultad a platicar sobre mi trabajo. Entre otros sapientes comentarios sugirió que Graham Greene se hizo mal escritor desde que se convirtió al catalicismo, ergo, como desde los veinte años, y que Malcolm Lowry era un perfecto desconocido (nunca me lo dijo, pero podía intuir que ni siquiera lo consideraba escritor). Una vez me vio con un libro de Somerset Maugham; lo tomó, me miró con su célebre mirada sardónica y lo aventó sobre la mesa. "¿Por qué pierdes tu tiempo leyendo esto?".

Quizás la última vez que platiqué con él en forma fue hace un par de años durante mi examen de candidatura a doctor. De todos los sinodales fue el más bondadoso (y breve); los demás, como es natural en este tipo de evaluaciones, pusieron su crítica más baja en la yugular. Ahí me dio su último consejo: "Lee el último libro de ensayos de V. S. Naipaul". Ese mismo invierno lo compré en Estados Unidos. Colin White nunca fue mi maestro en el aula; sin embargo, sus enseñanzas trascendieron acaso el recinto universitario, pues de esos pocos aunque intensos encuentros pude aprender un poco más sobre la vida. Y eso a veces ni en el salón de clases se obtiene. Ciao, Maestro.

CAS

lunes, diciembre 10, 2007

En el teatro

Dice Gerardo Vera que las plateas y galeras en un teatro le producen dos cosas: vértigo y esperanza. A mí también me sugieren dos cosas: vértigo y certeza, certeza de mi pobreza.

CAS