miércoles, diciembre 25, 2002

Compré tres libros de autores mexicanos. Me gasté quinientos pesos. He aquí las razones que justifican parcialmente mi derroche. Adquirí el último libro de Pancho Hinojosa porque es mi cuate, su literatura me parece verdaderamente irreverente y es la única persona con la suficiente valentía en este mundo para dormir con con pescado abierto por la mitad en la cabeza. Nostalgia de la sombra de Eduardo Antonio Parra lo compré porque he platicado algunas veces con él, me cae muy bien y tiene unas hijastras a las que cualquier tipo decente le haría el favor; voy. Por último luce reluciente sobre el escritorio un libro de relatos de Cristina Rivera-Garza. Aquí el motivo no es que la conozca sino que tengo amigos que la veneran como al Santo Niño de Atocha, entre ellos mi amiga Socorro, quien afirma que es la mejor "escritora mexicana". Vamos a ver, pues en algún momento leí un libro de poemas suyo y no fue, sin agresión, "la divina Garza". En otro contexto, quizás hubiera gastado el mismo dinero comprando libros, en este orden, de Graham Swift, Martin Amis o César Aira; sin embargo, para que luego no se diga por ahí que no leemos a nuestros autores, normalmente los hago (y compro) a conciencia. Al final, por las dudas y por si acaso, hay que comprar libro de cualquier especie, no importa que muramos en el intento o nuestras arcas (sí, como no) se vean notablemente disminuidas.

CAS

lunes, diciembre 23, 2002

Hoy amanecí con el estómago sucio. Durante la noche no pude dormir y me la pasé a lado del WC. Estoy en Cuernavaca con mi mamá y mis hermanas para pasar navidad acá en la casa. Mi hermana menor, conocida entre nosotros como la doctora Titi por obvias razones, dice que no tengo nada, que no me tome ni una sal de uvas. Siempre que le digo que estoy enfermo dice que no me pasa nada. Sin embargo, estoy seguro de que la siguiente evacuación será la del intestino delgado. En la mañana vi claramente el Popo y el Izta y leí a Cabrera Infante; mañana comeré, si no sigo igual, bacalao, romeritos y pavo. Hoy amanecí con el estómago sucio y espero que para nochebuena ya esté limpio.

CAS

miércoles, diciembre 18, 2002

Un apunte sobre la vejez

¿Cuándo una persona es vieja? Convencionalmente la respuesta suele ser: al rebasar una edad también convencional, a saber, aquella en la que al sujeto en cuestión no le quede un solo cabello del color original. Ahí es cuando, se dice, uno accede a la tercera edad, etapa que no deja de ser un eufemismo. Pero también hay otros referentes, como ya no oír, la necedad, poder masticar sólo cosas suaves y acaso tener una dentadura postiza que comúnmente se cae a la hora de dar una conferencia magistral. Aunque igualmente, hay que decirlo, la vejez es sinónimo de sapiencia, mundo y autoridad. Eso, claro, en teoría, pues mi vecina Juanita tiene como 134 años y no es sinónimo de ninguna de ésas; aparte, si la disecamos así como está podríamos rentarla como momia de Guanajuato. Por otro lado, estas consideraciones obedecen a una cuestión de perspectiva: un niño puede decir que alguien de cincuenta años es un viejo consumado, cuando otro recién pasado el medio siglo piense que la vejez únicamente se alcanza después de los noventa. Pienso en Velázquez, el gran pintor sevillano, quien murió a los 61 años. En una época donde sólo la mitad de las personas pasaba de los veinte años, Velázquez era a los cuarenta un ilustre y respetado sabio y al momento de morir un perfecto fósil andaluz.

En México, por desgracia y a diferencia de los llamados países del primer mundo, una persona senil es normalmente plato de segunda mesa y la hacemos morir antes de que en realidad lo esté. Decirle al niño “vamos con tus abuelos” es peor que dejarlo dos años sin mesada, pues nunca entenderán que los padres también tuvieron padres y además los quieren mucho. En una nación en la que más del cincuenta por ciento del pueblo tiene menos de veinte años, un anciano es un outsider pernicioso que recuerda una época sumamente lejana, suele usar corbata al sentarse a la mesa y su cuarto huele rigurosamente a una mezcla de polilla y lavanda; esto, desde luego, si no está indispuesto y tiene una enfermera a su lado. Sobre el tópico, si tampoco tiene una sonda para orinar con su correspondiente bolsita, entonces hasta podrían caer bien, aunque no hable mucho y sea, por extensión lógica, una figura decorativa que al comer tira la comida en un babero inmundo, que bien lo haría ser objeto de una instalación contemporánea. Un viejo es despreciado por la mayoría y motivador de lástimas ajenas. Su valor en la vida ha sido secuestrado por una perversión temporal y sólo lo recupera cuando el nieto llega a pedirle dinero para comprar una paleta payaso.

Al igual que todos lo mexicanos, yo también pensaba así hasta hace algunos años, pero tuve la suerte de ser iluminado por una de las personas más sapientes que esta digna vida me ha permitido conocer: Sergio Galindo. Como nadie es profeta en su tierra, Sergio es uno de muchos escritores mexicanos todavía sin el reconocimiento que se merece, cosa que necesariamente tendrá que cambiar con el tiempo. Durante mi infancia, él y su familia estuvieron muy cerca de nosotros. Yo crecí paralelamente a su hijo menor, Sebastián, y recuerdo vacaciones memorables a su lado. Los últimos años de su vida, Sergio estuvo muy grave y tuvo que irse a vivir al puerto de Veracruz. La última vez que lo vi, en noviembre de 1992 con motivo de la boda de Sebastián, me dedicó su obra maestra: Otilia Rauda; la dedicatoria terminaba con una frase sabia e implacable: “La vejez es sólo del escritor”. Al principio no la entendí, pero después de pensarlo un poco la asimilé por completo: es acaso el escritor, y cuando hablo de éste me refiero al verdadero creador y trabajador de oficio, el único que puede vislumbrar la vejez sin padecerla; bosquejarla sin habitar su piel; proyectarla sin asilar sus arrugas. Quizás también el único que logre vivirla y tolerarla sin haber pasado por ella. En ese sentido, por amplitud lógica, el escritor –asimismo– está muerto. Sergio, a los setenta años, también lo sabía.

Sin embargo, tiempo después viví en carne propia esta situación. Un día, hace algunos años, mi amiga Socorro Venegas me llamó por teléfono.

–Hay un escritor gringo que se está muriendo y está regalando toda su biblioteca.

Sobra decir que aparecimos por ahí en menos de lo que canta el gallo. En efecto, era un escritor estadounidense al que una semana antes se le había muerto su esposa y se deshacía del último vínculo que le ataba a la vida: sus libros. Pero a los veinte años uno puede ser lo suficientemente imbécil para no vislumbrar dicha situación y convertirse, ante la posibilidad de ampliar ominosamente la biblioteca propia, en una insolente ave de rapiña. Así, revisamos todo el lugar y salimos con más de tres cajas de libros por cabeza. El señor, que por estulticia personal no recuerdo su nombre, tenía noventa y tantos años y sólo veía, con tristeza, como metíamos las cajas en el auto. Ya cuando nos despedíamos, me encontré sobre la mesa del comedor un libro de John Fowles, con una separación indicando que alguien lo estaba leyendo. Me valió madres y lo agarré ante la atónita mirada del gringo, que veía como un insulso mozalbete se llevaba probablemente la última lectura de su vida. Pero no dijo nada; yo tampoco lo puse de nuevo en su lugar. Tampoco Socorro me dio un codazo en las costillas para hacerlo. Me lo llevé como quien guarda el último suspiro de la gente que fallece. Fui, esos instantes, un siniestro perro.

Creo que de pocas cosas puedo arrepentirme en la vida, pero esta tontería estaría entre las primeras. No obstante, fue ahí cuando me quedó claro por completo qué era ser viejo. Ahora mismo desconozco si esa frase de Sergio puede ser cierta y la vejez sea una cualidad, en efecto, sólo del escritor. No obstante, cuando vi el rostro de tristeza y resignación de aquel hombre a quien no únicamente le quité su vida sino también su último segundo, su última alegría, su última satisfacción, supe que el ser humano, en principio, es egoísta; después, un vil pecador que se la pasará eternamente lamentándose de las acciones de su pasado, aun si llega a la vejez.

CAS

martes, diciembre 17, 2002

Escribir con las piernas. Futbol y literatura

Durante años la presencia del deporte en la vida intelectual fue una circunstancia con normalidad condenada y una actitud ante la vida casi pecaminosa. Era, entre otras cosas, una actividad peligrosa y posiblemente mal habida. Plantearse los problemas cotidianos en términos indiscriminadamente corporales, no sólo era un atentado contra el pensamiento sino también una degradación de las aptitudes creativas y artísticas. El caso del futbol es particular dentro de esta perspectiva. En una ocasión le preguntaron a Jorge Luis Borges su opinión acerca del Mundial de Argentina en 1978. El escritor argentino se indignó y dijo que cómo era posible que un intelectual se interesara por el futbol. En otras palabras, odiaba los deportes, pues eran “una frivolidad peligrosa que degeneraba en nacionalismos”. No estaba tan equivocado. Por ejemplo, leemos en Ryszard Kapuscinsky, en su reveladora crónica “La guerra del Futbol”, cómo un encuentro entre las selecciones nacionales de El Salvador y Honduras, eliminatorio para el Mundial de México 70, fue la gota que derramó el vaso para que se iniciara un conflicto bélico entre ambos países, pues hacía tiempo que había enemistad por problemas migratorios.

Tampoco se podría dejar pasar el famoso miedo de George Orwell en su artículo “The sporting spirit”, publicado en Tribune en 1945. Orwell se mostraba realmente preocupado por la visita a Inglaterra del equipo soviético The Moscow Dynamos, ya que todos sus encuentros disputados frente a equipos ingleses habían degenerado en actos violentos, tanto en la cancha como en la tribuna. El inglés consideraba el desarrollo del futbol paralelo a la evolución de los nacionalismos, dicho de otra manera, se trataba de una guerra, pero sin balas.

El deporte de las patadas es una institución respetada y seguida por muchos, aunque –asimismo– justificadamente condenada por otros. Es, en palabras sencillas, un deporte de pasión, de efervescencias que pueden desembocar algunas veces en tragedias y otras, las menos, en letras reflexivas y creativas.

En los últimos tiempos, los intelectuales y escritores han salido del clóset y defendido abiertamente el balompié como una expresión extática y cautivadora que conjuga manifestaciones particulares de una cultura; también, como una forma irreverente de ir en contra de los cánones tradicionales de las expresiones culturales ortodoxas, sobrias. Digamos que se trata de la apología de una obviedad catártica. Sin embargo, en sentido estricto, no es cosa nueva.

En la literatura la presencia del futbol ha sido una constante singular desde hace más o menos quinientos años. Dejando de lado las referencias a las actividades ancestrales cuyas dinámicas giraban alrededor de un esférico, como el juego de pelota en la América prehispánica, los antecedentes británicos del rugby en Europa o el extraño juego Ts´uh Kuh chino, todas ellas manifestaciones conocidas sobre todo debido a sus representaciones plásticas, las alusiones literarias al balompié podrían tener su punto de partida en un poema que data de los tiempos de la dinastía Han en China, atribuido a Lo Yu (50-136 d.C.): "Redonda es la pelota, cuadrado es el terreno, y reflejan la imagen del cielo y la tierra. La pelota está encima de nosotros, como la Luna. Mientras los equipos se alinean para enfrentarse, se nombran los capitanes y se yerguen en su terreno siguiendo reglas inmutables. No hay ventajas para los parientes, ni lugar para la parcialidad, sólo resolución y aplomo, sin errores ni omisiones. Si esto es lo que se necesita para el juego de pelota, ¿qué tanto más será necesario para la lucha por la vida?" Ya desde esa época, los chinos tenían un compendio avanzado para definir las reglas del juego. Por supuesto, un manual que estrictamente se entendería, de igual forma, como literatura.

La referencias occidentales al juego son, en primera instancia, un poco más agrestes y no menos prosaicas. En Inglaterra se juega desde el siglo XII, época en que la gente solía inflar una vejiga de vaca, a veces forrarla con cuero, y organizar encuentros epopéyicos de futbol entre dos pueblos; los resultados eran verdaderamente de vida o muerte. Fueron tantas las experiencias fatídicas que el monarca Eduardo III pretendió, a través de sus alguaciles, encauzar el juego hacia actividades menos violentas, como el tiro con arco. Es de suponer que esta estrategia fue fallida: ahora no se mataban a patadas sino a flechazos. Hay noticias, por ejemplo, de que un juego entre talabarteros y sastres en 1576 terminó en varios homicidios. Escena, por lo demás, ampliamente ovacionada por el respetable, por el público.

De cualquier forma, cada vez iba delineándose con mayor cuidado la esencia del juego y, naturalmente, la manera de extenderlo y hacerlo del conocimiento de todos era a través de las palabras. En 1410, circuló en Italia un poema con un verso referente a un “giuco descalcio”. Calcio, literalmente “patada”, es la palabra que se utiliza hoy día en Italia para referirse al futbol. En el poema da la impresión de que dicho juego era conocidos por todos. Este deporte adquirió importancia en Florencia, de ahí su nombre, Calcio Fiorentino, aunque después se expandiera al resto de la bota itálica.

Más adelante, en 1555 también en Italia, apareció un libro en el que se mencionaban “los juegos de pelota”: el Trattato del giuoco della palla de Antonio Scaiano, famoso humanista de la época. Según Scaiano, el calcio se remontaba a la época gloriosa del imperio romano y tenía su origen en el llamado Ts´u Kuh de China, juego practicado dos mil años atrás. Ts´u significa patear y kuh, pelota.
No obstante, es hasta 1846 cuando se publica en Rugby, Inglaterra, el primer reglamento de futbol. De acuerdo con esas reglas, un equipo podría estar conformado desde 15 hasta sesenta jugadores. En 1857 se funda el primer club de futbol del mundo: el Sheffield Football Club y el primer partido internacional se celebra entre las selecciones de Inglaterra y Escocia, con un resultado revelador: cero a cero. En palabras del francés Michel Platini, el marcador ideal para un partido perfecto. La palabra “soccer”, de tanta prosapia y comúnmente condenada por los que no saben qué significa, se deriva del término “association”, y fue utilizada precisamente para definir al futbol de la Asociación.
En la literatura, las alusiones al deporte son infinitas y, difícilmente, serán todas advertidas con exactitud. Empero, hay casos notables, sobre todo por la jerarquía de los escritores que se manifestaron al respecto. Así como en la pintura podríamos pensar en los cuadros de Henri Rousseau, Robert Delauney, Nicolas de Staël o, incluso, de Andy Warhol, en las letras el recorrido podría iniciarse en la época isabelina, tiempo en el que, dicen los avezados, empieza también el canon occidental. Shakespeare, claro.
Hay dos líneas en toda la obra de William Shakespeare en las que se menciona abiertamente la palabra “football”. Primero, en la escena inicial del segundo acto de La comedia de los errores. Dromio of Ephesus se dirige a Adriana antes de su salida de escena: “That like a football you do spurn me thus?”. También en la cuarta escena del primer acto del El rey Lear, cuando Osvaldo le sostiene la mirada a Lear y es zancadillado por Kent: “Nor tripped neither, you base football player”. Al parecer, para el bardo de Stratford-upon-Avon ser un jugador de balompié era una profesión un tanto vulgar.

Asimismo, hay un apartado en El diablo blanco de John Webster, dramaturgo inglés casi contemporáneo de Shakespeare, en el que sorprendentemente la idea de futbol empieza a concretizarse cada vez con mayor sustancia. En uno de los momentos culminantes de la obra, leemos: “Como al rebelde irlandés, no te daré por muerto hasta que no juegue futbol con tu cabeza”. En realidad, como se verá, los balones de antaño eran un poco más duros que en la actualidad. De hecho es hasta el Mundial de 1938 cuando los jugadores pudieron cabecear el balón sin el temor a salir con el parietal fracturado.

No se podría, por otro lado, pasar por alto las referencias victorianas al insigne juego. Cyril, muchacho afeminado de The portrait of Mr. M. H de Oscar Wilde, amaba la poesía y el teatro, pero ponía fuertes objeciones al futbol. De hecho, Wilde siempre comentó que el football era un deporte muy apropiado para niñas rudas pero no para jóvenes delicados.

Otro apartado notable es el de los escritores que han incursionado en el deporte, aunque fuera únicamente como amateurs y, claro, con más pena que gloria. De ahí que sea casi un lugar común comentar que Albert Camus, allá por la década del treinta, jugaba de portero porque era la posición en la que menos se gastaban los zapatos. Cuando era guardameta, Camus aprendió que la pelota, como la vida, nunca viene hacia uno por donde se espera que venga. Otro más que probó suerte en la desdichada posición de defender los tres postes fue Vladimir Nabokov, primero en San Petesburgo y luego en Cambridge. Nabokov no perdió la oportunidad de escribir en Habla, memoria que siempre jugó de portero, porque es el jugador perseguido por niños en éxtasis y en una tabla heroica de valores es un personaje que está a la misma altura que un torero o un as de la aviación. También dijo que durante su experiencia futbolística en Inglaterra, no pasó de ser un “fabuloso ser exótico disfrazado de futbolista inglés”.
El caso es que ser portero, más que tratarse de una posición estratégica de la que dependa la victoria o la derrota, es una profunda actitud ante la vida, ingrata si se quiere, pero metódica y vehemente, irrespetuosa de ambigüedades e imprecisiones. El portero es el héroe o el villano. Basta sólo con echarle un ojo al título de la novela del escritor austriaco Peter Handke, El miedo del portero ante el penalty, para darse cuenta de que hay pocas cosas peores que ser un portero, sobre todo un portero retirado, como el protagonista de Handke.

A propósito del mundial de Francia en 1998, la editorial Stock, publicó la compilación Football & Littérature. Une antologie de plumes et de crampons, antología de textos de intelectuales sobre futbol, realizada por Patrice Delbourg y Benoit Heimermann. El libro reúne algunos artículos famosos, y otros no tanto, de escritores que han reflexionado sobre el futbol. Están Camus y Nabokov; también el célebre ensayo de Anthony Burgess, “Futbol que mata”, escrito después de conocer tragedias como las del estadio Heysel en Bruselas. De la misma manera, se incluye la curiosa entrevista que Marguerite Duras le hizo a Michel Platini, así como testimonios y comentarios de Passolini, Montherlant, Céline y Hornby. En fin, es un texto más sobre futbol y literatura pero no por ello menos intrigante, aunque excluya –como toda antología memorable-– comentarios de otros escritores. Samuel Becket, por poner un caso caprichoso, era un asiduo lector de las secciones deportivas de los periódicos, particularmente de lo relativo al balompié. O Miguel Hernández, quien escribió un poema dedicado a un portero de su pueblo.

En América Latina, la lista de escritores que han incursionado en la ahora llamada literatura de futbol es interminable y sería imposible mencionarla en su totalidad. Como escribió acertadamente Eduardo Galeano, casi todos los escritores latinoamericanos somos futbolistas frustrados. En Uruguay, es sabida la afición de Mario Benedetti al deporte; su cuento “Puntero izquierdo” es casi un ícono de la sociología latinoamericana contemporánea. Además, Benedetti es un incondicional de Diego Armando Maradona, como lo demuestra aquel artículo publicado en El País, “Maradona sí, Havelange no”. El mismo Galeano publicó, en su momento, El Futbol a sol y sombra, con viñetas y retratos de la historia del futbol. En Chile, una de las mejores novelas del divo Antonio Skarmeta es Soñé que la nieve ardía, en la que el protagonista es un muchacho que llega Santiago dispuesto a triunfar en el futbol; Poli Delano, por su lado, realizó la antología Hinchas y goles. De Perú lo hicieron Alfredo Bryce Echenique y Julio Ramón Ribeyro; en Paraguay, Augusto Roa Bastos. El argentino Manuel Puig escribió una formidable novela ubicada en el Brasil campesino: Sangre de amor correspondido, en la que el futbol es omnipresente en todas sus letras; Bioy Casares hizo alusión a los hinchas futboleros en Diario de la guerra del cerdo y Carlos Drummond de Andrade escribió un poema titulado “Copa del Mundo México 70”. También apelaron al futbol Enrique Pichón-Rivière y Osvaldo Soriano, Roberto Fontanarrosa y Juan García Hortelano; en España, Bernardo Atxaga, Javier Marías y Rosa Regàs.

En México, la presencia del futbol en la literatura es prácticamente una moda y, como cualquier moda, no es buena ni mala, simplemente funciona con sus peculiaridades. Aunque hay que decir que el mercado empieza a saturarse. Hay de todo: escritores como Juan Villoro en sus crónicas Los once de la tribu y Guillermo Samperio en Lenin en el futbol; poetas como Efraín Huerta, Antonio Deltoro, Luis Miguel Aguilar y Sergio Valero han escrito eufóricamente, con pasión a todas luces futbolera, sobre las canchas y sus menesteres, aullidos de impiedad y lágrimas que mojan la casaca del equipo amado. También hay quienes lo odian. Ricardo Garibay era uno de ellos, y se entiende: un ex boxeador debe de interpretar todos los demás deportes como poca cosa. A la lista se suman Pedro Ángel Palou, Juan José Reyes, Roberto Pliego, Ignacio Trejo Fuentes, Héctor Anaya y Rafael Pérez Gay, entre otros.

En la actualidad, hay una nueva categoría de gente que escribe sobre futbol: el futbolista-escritor. El caso obvio y manifiesto es el del argentino-español Jorge Valdano, ex jugador del Real Madrid y de la selección argentina. Valdano ha roto los mitos de la concepción tradicional sobre el deporte de las patadas y ha incursionado con éxito en la literatura (sus antologías de Cuentos de futbol y su libro de notas Los cuadernos de Valdano); también ha sido motivador de libros (Martín Carmelo, Valdano. Sueños de futbol); y es autor de artículos irreverentes y contestarios (“Las ocurrencias de Havechange”). Discípulo confeso de otro innovador del futbol, César Luis Menotti, Valdano ha sido un inexpugnable valuarte de las tácticas ofensivas y, sobre todo, un defensor absoluto de jugar al futbol por el simple hecho de jugarlo. El juego por el juego.

El deporte, escribió el filósofo venezolano Juan Nuño en La veneración de las astucias, es “una inagotable sed de mitos” que tiende a continuar y prolongarse por otros medios. La literatura es uno de esos canales adicionales, y se conforma a sí misma como un mito más. Me abstengo de afirmar con contundencia que el futbol sea uno más de los reducidos temas alrededor de los cuales gira la literatura; sin embargo, es evidente que funciona como un indudable motif de algunas tradiciones literarias. Sólo sabemos que nos hace gritar eufóricamente esos sonidos ensordecedores, pasión de una camiseta enfangada y sudada; esos orgasmos colectivos en esa maraña inefable de locura y desbordamiento. En otras palabras, esos gritos demenciales llamados goles.

lunes, diciembre 16, 2002

Zapata en Morelos

Cuando al maestro Emiliano Zapata se le ocurrió organizar una revuelta armada, nunca pensó que, a la larga, su rostro se convertiría en una referencia medular de la historia de México; tampoco que aparecería en las placas de los automóviles. Esto en principio porque en su tiempo los autos eran caballos y las placas eran más bien marcas hechas con un fierro al rojo vivo. Si a don Emiliano le hubieran preguntado su opinión, estimo que bien pudo estar de acuerdo con prestar su linda cara si le otorgaban la “corta” correspondiente. Acaso lo habría podido negociar mejor y exigir que su efigie apareciera en la “s” y no en la “o”: sus subalternos ya no se reirían de su cara de “o” y evitaría los chistes relacionados con aquel otro insigne zapatista, Genovevo de la O. Como paréntesis, he de decir que a este último personaje mi familia debe agradecerle mucho, ya que tuvo la suficiente consideración con mi bisabuela y no la raptó, aunque, claro, no porque él no quisiera. Un día, cuando los verdaderos zapatistas entraron en la ciudad de México, mi bisabuela tuvo el infortunio de andar por ahí. De la O la vio y dijo: “A ver, desgraciados, tráiganme a esa güerita”. Por suerte, un alma caritativa se dio cuenta de que una jauría de bigotudos mugrosos pasaría por sus-armas-pegadas-al-cuerpo a mi bienamada bisabuela y tuvo la amabilidad de esconderla en su casa. Este acto excepcional, solidario y lleno de generosidad, evitó que yo fuera De la O en lugar de De la Sierra; aunque pienso que todavía puedo serlo, por lo menos la cara ya la tengo redonda; pero también aspiro a ser verdaderamente De la O, o mejor dicho, estar en la “o”, aunque sea en placa de patín del diablo.

Pero regresando a mi general Zapata y su emplacamiento, hay que considerar también a ese otro maestro: José María Morelos y Pavón. Don José María era sacerdote, de los buenos, de ésos que dejan hijos regados por todas partes. Uno de ellos, el gran Juan Nepomuceno Almonte, del que se desconoce a ciencia cierta su lugar de nacimiento, mas los entendidos piensan que está entre Parácuaro, Nocupétaro y Carácuaro, les advirtió a los integrantes del Congreso mexicano, en 1830, que existía la posibilidad de perder Texas si no se hacía algo. Y no se hizo nada. Cinco años después se independizó ese territorio pero matamos a todos los heroicos defensores del Álamo, entre ellos, a este muchacho David Crockett, que bien a bien era un gambusino vividor y quizás también un asesino despiadado. Es probable que pueda ubicarse en el mismo grupo de ese otro Zapata, que tiene la virtud de no aparecer en ninguna placa y obedecía al nombre de Eufemio. Pero volvamos a este muchacho de paliacate para quien la nación tenía sentimientos. Nunca se imaginó don Chema que su nombre se escribiría con bigote y sombrero, que hay que quitarse cuando se le menciona, pero no al escribirlo, el nombre que tiene un hombre, de ojos verdes, mirada penetrante y necesitaríamos regentear cuanto antes en Hollywood. Pero hay que saber que así se matan dos pájaros de un tiro, aun cuando haya habido gente que nos facilitara el trabajo hace ya algunos años, aunque pensándolo bien no importa, pues qué político sabe que vivieron en épocas distintas: cien años de diferencia, señor diputado, para ser exactos; sin embargo, hay que ubicarlos a la par, así como en las escuelas hacen que los niños se disfracen de Zapata, Villa, Obregón, Carranza y Madero, para ponerlos en un mismo banco y decir que todos lucharon-de-la-manita en contra de ese tirano malnacido llamado Porfirio Díaz. Total, ya casi está lista la máquina del tiempo. Ese quimérico encuentro sería prodigioso: todas las revistas virtuales lo documentarían. Morelos diría “Mucho gusto, mi general” y Zapata respondería, besándole la mano: “El gusto es mío, padre”. Después pasarían a la ingestión de los sagrados alimentos y se tomarían la foto en el Sanborn’s de los azulejos sentados en dos copias fieles de la silla presidencial, para hacerle la competencia a esa otra célebre foto donde Zapata está con el maestro Doroteo Arango, alias Pancho Villa, alias El Centauro del Norte. En ella, don Emiliano le había dicho a don Pancho, en un claro moustache-á-moustache: “Usted siéntese, mi general”. Por cierto, en esa imagen aparece mi bisabuelo, José de la Sierra, que a la postre se casaría con mi bisabuela (en efecto, aquella güerita que Genovevo de la O tuvo la bondad de respetar). Mi bisabuelo es en la foto de los pocos que no tiene bigote y sale su cabecita entre las sillas de mis dos generales.

Zapata en Morelos. Juro por la memoria de mis ancestros que no hablo de una tautología deshonesta; tampoco de perogrulladas impunes. El maestro Zapata está en las nuevas placas de todo auto del estado de Morelos y hace las veces de “o” en la palabra “Morelos”. Si la gente encargada de la “nueva imagen” del estado tuviera un poco más de dos dedos de frente, sabría diferenciar entre un referente patrio y una vocal; no obstante no es así. Aunque podríamos ir más allá: ¿quién fue el genio que consideró que el rostro de Zapata podría pasar por una “o”? En fin, en una época donde los gerentes manosean la vida pública, no dudemos que dentro de poco el rostro de don Emiliano pueda convertirse en una sexta vocal y se pronuncie, sin más, ¡ajúa!


CAS

Escritores suicidas

Los suicidas son personajes incómodos. Normalmente no se deciden de una vez por todas a meterse un escopetazo en la boca o tragarse un frasco de barbitúricos con un poco de agua, sino que anuncian mucho tiempo antes que van a suicidarse. Es cierto, si hay un intento previo las posibilidades de una repetición crecen y hay que estar ojo avizor en todo momento. Es común que escriban cartas o dejen mensajes en las contestadoras diciendo que la vida es una reverenda mierda y que no vale para nada; eso, por supuesto, hace que la gente cercana se angustie y viva en constante incertidumbre. Incluso cuando por fin logra su cometido, existe cierto desahogo, pues ya no hay que preocuparse al respecto. En resumen: los suicidas son unos miserables, como todos los muertos cercanos, a quienes les importa un cacahuate las personas que dejarán sufriendo. Son unos egoístas.

Curiosamente, entre los escritores hay una tendencia recurrente a esta peculiar actividad. Desconozco las causas, pero descarto de antemano el argumento de una vida trágica: no existe en este mundo una sola vida que no sea trágica; aunque también lo sea esperanzadora. Desde luego entre los potenciales suicidas encontramos un sinnúmero de charlatanes, como lo fue -entre otros- el poeta francés Paul Verlaine. Hay que recordar de partida que Verlaine tuvo un affaire tormentoso con el enfant terrible de la literatura decimonónica, Arthur Rimbaud. Así, cuando Verlaine vivía en Bruselas le mandaba cartas a su madre Stéphanie y a Rimbaud para que fueran a su encuentro en Bélgica; de no ser así se quitaría la vida. Angustiados, la madre y el amante lo alcanzaron; sin embargo, aunque cobarde y chantajista, Verlaine amaba la vida y nunca estuvo dispuesto a acabar con la suya. Más allá de eso, cuando Rimbaud se dio cuenta de que su ex era un petimetre embaucador, decidió volver a Londres, ante lo cual Verlaine lloró como una margarita, le metió a Arthur un balazo en la mano y después intentó matarlo en serio. La policía lo agarró y estuvo un año en una cárcel de Bruselas.

Hay, por otro lado, los que no tienen las agallas suficientes para quitarse ellos mismos la vida, y arreglan todo para que otro se vea en la obligación de hacerlo, como le sucedió al moscovita Alexander Puschkin. En 1834, cuando Puschkin vivía en San Petersburgo con su esposa Natalia, llegó a la ciudad un emigrado francés, el barón D’Anthes, que fue admitido en la Guardia Imperial. De inmediato, D’Anthes se convirtió, por su simpatía y vivacidad, en un personaje ampliamente conocido del mundo petersburgués y Puschkin se hizo su amigo. Con lo que el escritor no contaba era que también se haría amigo de Natalia. A partir de ahí, el francés y la esposa de Puschkin empezaron a frecuentar bailes y eventos sociales de San Petersburgo. Los rumores no se hicieron esperar y llegaron a oídos de Puschkin, quien para salvar su honor retó a D’Anthes a batirse en duelo. Para salvar su honor pero no su pellejo, pues Puschkin pocas veces en su vida había agarrado un arma, además de que el francés tenía fama de excelente tirador. Por eso se trataba de un suicidio, maquillado si se quiere, pero con todas sus letras al final. Puschkin murió por un balazo en el vientre el 29 de enero de 1837, dos días después de haber perdido un duelo de honor a orillas de riachuelo Chiornaya.

El número de suicidios entre los escritores es amplio si se compara con el índice existente entre carpinteros, azafatas o ceramistas, pero mucho menor si se le ve en relación con el número de corredores de bolsa que se suicidaron en Nueva York nada más en 1929. Los métodos son por lo general convencionales, aunque hay estrafalarios que hasta para quitarse la vida tratan de hacerlo con originalidad. Así, por ejemplo, Leopoldo Lugones tomó cicuta, Sylvia Plath se encerró en la cocina de su casa, abrió las llaves de gas y metió la cabeza en el horno y Gerard de Nerval se ahorcó con el sombrero puesto. Hay, sin embargo, casos más fortuitos, pues no siempre nos encontramos con suicidas de vocación; algunos lo son más bien por inspiración. El griego Costas Cariotakis, en 1928, se arroja al Mediterráneo con la firme intención de quitarse la vida. Diez horas más tarde, la corriente lo regresa a la playa. Entonces va a su casa, se viste con su mejor traje y compra una pistola. Poco tiempo después, a la orilla de un eucalipto, se dispara en el corazón. En sus bolsillos es encontrada una nota póstuma: “Aconsejo a cuantos sepan nadar que no intenten jamás suicidarse tirándose al mar. Durante más de diez horas estuve peleándome con las olas, tragué una enormidad de agua y, sin saber cómo, de vez en cuando subía a la superficie. Seguramente alguna vez, cuando tenga oportunidad, escribiré las impresiones de un ahogado”.

Se dice que el padre de los escritores suicidas modernos es el inglés Thomas Chatterton, quien en 1770, a los diecisiete años, se envenenó con arsénico en una buhardilla londinense. Chatterton es conocido como uno de los mayores falsificadores de la historia de la literatura. Desde los doce años tuvo acceso a la biblioteca de la iglesia de St. Mary Radcliffe, donde obtuvo la información necesaria para crear su personaje mítico, Thomas Rowley, un monje del siglo XV cuyas obras Chatterton pretendía haber descubierto. Los poemas fueron recibidos con entusiasmo pero poco después la crítica empezó a dudar de su autenticidad. La poesía de Chatterton era propia del sobrio lenguaje inglés del siglo XV, pero con la naciente potencia romántica de la segunda mitad del XVIII. De hecho, sus libros sólo fueron editados después de su muerte y escritores como Coleridge, Keats y Shelly lo convirtieron en un héroe romántico. En la obra de teatro “Come of Age” de Clemence Dane y Richard Addinsell, los autores recrean un hipotético diálogo entre Chatterton y la Muerte. En un pasaje, el niño Chatterton justifica su suicido diciéndole a la Muerte que el veneno es más barato que un pan; más adelante, le pregunta si existe en efecto un Thomas Rowley en el reino de los muertos y puede vanagloriarse de lo que escribió; por último, le dice que no puede llevárselo al infierno porque todavía es menor de edad.

La vida de los suicidas siempre será llamativa y acaso es ésta la razón de que en muchos casos su obra pueda tener asimismo mayor interés. Hay una vida que a mí me apasiona en demasía, probablemente por la cercanía que me guarda con su narrativa. Me refiero al peruano José María Arguedas. El 28 de noviembre de 1969, Arguedas se pegó un tiro en la sien frente a un espejo, esto para no errar el disparo. Cuatro días después moriría en el Hospital del Empleado de Lima. Ya lo había intentado tres años atrás sin conseguirlo. Es atrayente el caso de Arguedas porque, después de ese primer intento de suicidio, todo lo que escribió tenía el fantasma omnipresente de su confrontación con la muerte. En el “Primer diario” de su novela póstuma El zorro de arriba y el zorro de abajo, anota: “Escribo estas páginas porque se me ha dicho hasta la saciedad que si logro escribir recuperaré la sanidad. Pero como no he podido escribir sobre los temas elegidos, elaborados, pequeños o muy ambiciosos, voy a escribir sobre el único que me atrae: esto de cómo no pude matarme y cómo ahora me devano los sesos buscando una forma de liquidarme con decencia, molestando lo menos posible a quienes lamentarán mi desaparición y a quienes esa desaparición les causará alguna forma de placer”. Arguedas era un suicida elegante; para él quitarse la vida era una cuestión de orgullo, sobre todo porque no podía darse el lujo de fallar otra vez, ya que los intentos de suicidio fallidos sólo sirven para desprestigiar la actividad. No obstante, no dejarán de ser molestas las insistentes alusiones a que uno se quiera matar, pues es una forma también de tortura para los demás. El suicida que dice “falta poco para suicidarme” es un ofensor social.

Más adelante, Arguedas prosigue: “Creo que de puro enfermo del ánimo estoy hablando con ‘audacia’. Y no porque crea que estas hojas se publicarán sólo después que me haya ahorcado o me haya destapado el cráneo de un tiro, cosas que, sinceramente, creo aún tendré que hacer”. A final de cuentas, si uno ya tiene en su haber una tentativa fallida, hay que tomar muy en cuenta cada vez que se dice “me voy a suicidar”; claro, también cabe la opción de encerrarlo en un hospital psiquiátrico. En uno de sus últimos textos, fechado el 22 de octubre, el peruano escribió: “Habrán de dispensarme lo que hay de petitorio y pavoneante en este último diario, si el balazo se da y acierta. Estoy seguro que es ya la única chispa que puedo encender. Y, por fuerza, tengo que esperar no sé cuántos días para hacerlo”. En efecto, esa fue la “última chispa” que encendió Arguedas.

Los escritores suicidas, según creo, son ahora una especie en extinción. Sin embargo, hay que ver esa circunstancia como una posibilidad latente. Al final, como escribió René Char, “algunos seres tienen un significado que ignoramos. ¿Quiénes son? Su secreto está en lo más profundo del sentido de la vida. Se acercan a él y ella los mata”.

domingo, diciembre 15, 2002

Reflexiones sobre la palabra "no"

Pocas veces uno se pregunta acerca del sentido e impacto de las palabras; y está mal, pues en ocasiones éstas transgreden la connotación que uno, ingenuamente, había pensado en principio. Elias Canetti hablaba de que las palabras tienen conciencia; Octavio Paz iba más allá y no dudó un instante en considerarlas ignominiosas putas, aunque necesarias. Lo cierto es que, como las mujeres, no se puede vivir sin ellas, sin importar que a uno lo flagelen o lo vejen con la mano en la cintura. Hay, desde luego, de putas a putas.

En el español, así como en la gran mayoría de los idiomas, hay un par de palabras que sirven para definir casi la esencia del universo: “sí” y “no”. En realidad no sé qué sería de la humanidad sin estos dos términos, pues históricamente han servido tanto para detener despiadadas guerras como para evitar el matrimonio de nuestra hija con cualquier granuja advenedizo. También sería más complicado explicar y entender las connotaciones morales acostumbradas: cómo enunciaríamos lo positivo y lo negativo. No hay vuelta de hoja, pues hablamos de dos palabras neurálgicas para la comunicación en cualquier lengua. Sin embargo, siempre hay un negrito en el arroz –hay que decirlo-: entre las dos palabras hay una que es de uso más complejo, y hasta exagerando más agresiva. Hablo, claro, de “no”. Digamos, de partida, que es una expresión para analizar seriamente. De esta manera, si decimos dos veces “no” el resultado es “sí”; si mencionamos “no” ante un “sí”, el resultado será de nuevo será “no”; pero si decimos al final otra vez “no” el resultado es “sí”. Minucias del lenguaje, nada más.

Por otra parte, hay que destacar que “no” se utiliza de otra forma, adicional a su valoración negativa. Don Manuel Seco, en su Diccionario de dudas y dificultades de la lengua español, comenta que cuando se utiliza no como una comparación se le extrae todo su valor convencional. Por ejemplo: “Es mejor ayunar que no enfermar” o “Más vale que sobre y no que falte”. En otras ocasiones, es utilizada en lugar de “nada más” o “sólo”. Es el caso de “No es malo, no más un poco exigente”. En México, como nos las damos de muy sapientes, es común transformar la construcción anterior en un nomás.

Pero más allá de la semántica, “no” es una palabra que tiene cualidades culturales: significa lo mismo en el mayor número idiomas. Tranquilamente uno puede decir “no” en Inglaterra o Francia, sabiendo que el significado es igual que en español. No hay mucho qué aprender. En todo caso, como paréntesis, creo que la primera palabra que uno tiene obligatoriamente que conocer cuando va a un país extranjero es “cerveza”. También, tanto “no” como “sí” son los únicos vocablos que tienen una representación corporal universal. Si se mueve la cabeza hacia los lados sabemos que esa persona se está negando; si lo hace para arriba y para abajo significa que está afirmando. Parece una obviedad decirlo, pero sería interesante saber quién indicó que así fuera. De cualquier forma, hay culturas donde se afirma todo el tiempo. Algunas orientales, por ejemplo, con esa manera de saludar y despedirse con una reverencia. “Hola, qué tal” y el otro “Sí, sí, sí”. “Hasta luego, mucho gusto”, “Sí, sí, sí”.

No obstante, hay momentos en que un “no” está absolutamente prohibido, en concreto, cuando se trata de bailar. Tengo una amiga que tiene una tesis sabia: “Nunca digas no cuando te saquen a bailar”. Esto, por supuesto, incluye a cualquiera. A lo mejor es feo, pero sabe bailar muy bien; puede ser guapo, aunque un troncazo a la hora de mover el bote. Y esto, muy señores míos, es irrevocable: una mujer prefiere, en un lugar así, a alguien que baile bien y no a un guapérrimo del tipo Antonio Banderas, que dicho sea de paso es casi un pigmeo. Los argumentos que da mi amiga, muy razonables todos, son entre otros que si no bailas nadie te ve y nadie te pela (ésta es una de las causas por las que las mujeres van en grupitos al baño, para que las vean en conjunto y no se sonrojen cuando les hagan ojitos pizpiretos); si le dices que “no” a algún potencial bailarín porque está “medio naco”, entonces la cosa se jode: todos en el lugar pensarán que eres una fresa mamona y en lo que resta de la noche nadie te invitará a bailar; si te has dado cuenta ya en la pista de que la has regado, cuando se termine la canción le dices que te lleve a sentar, que estás muy cansada, y ya sabes que con ése no hay que bailar. Una lógica brillante e incuestionable.

En Historia del cerco de Lisboa de don José Saramago, Raimundo Silva es un corrector de estilo que está revisando para una editorial la Historia del cerco del Lisboa. En una parte de esa Historia se dice que los cruzados auxiliarán a los portugueses a tomar Lisboa; esto a Silva le parece un soberano disparate. Así, el corrector, ajeno a su tarea profesional y ética de no tergiversar un texto, no puede evitar poner un “No” antes de esa frase, de tal forma que diga que los cruzados no ayudarán a los portugueses a tomar Lisboa. La historia del cerco, entonces, cambia por completo; y por añadidura lógica, la misma historia del mundo. Las leyes del caos, dirían sus apologistas. Aquí escribir un “no” transforma el sentido de una historia, aun cuando aparentemente haya sido el más insignificante y minúsculo “no” jamás escrito. La conciencia de las palabras, diría Canetti; las putas, observaría Paz. Yo sólo complementaría que, como en el baile, hay que pensarlo dos veces antes de mencionar o escribir la palabra no.

viernes, diciembre 13, 2002

¿Es esnob la literatura?

Partiré de un par de referentes para cavilar al respecto. Hace poco, leyendo una revista de literatura, me encontré que una de las colaboradoras incluía en su currículum algo así como "Desde hace algunos años no lee nada que pase de tres hojas"; y efectivamente, su texto era de dos páginas y media. En otra ocasión, cuando yo colaboraba en la Revista Mexicana de Cultura del hoy extinto periódico El Nacional, los editores me comentaron que andaban tratando de erradicar la literatura del suplemento, así que de ser posible me pensara algo que nada tuviera que ver con esos temas. Un día, incluso, salió un número dedicado a los insectos, que bien pasaba como copia mala de Muy interesante. Puede pensarse que para estar "in" en las tendencias culturales hay que ir en contra de los cánones establecidos, como decir "prefiero un texto que aparezca en cualquier pasquín a leer El Quijote o "la literatura es tan nociva para la cultura que prefiero escribir sobre un díptero tropical". Y se hace aunque no sepa nada al respecto. En todo caso, a mi modo de ver, pueden resultar más esnobs estas afirmaciones que decir, por ejemplo, "leo tres libros a la semana y cada domingo termino un cuento", como la gente que escribe en la contraportada de La Jornada todos los domingos.

¿La literatura es esnob? Sin duda sí y a la vez no; depende todo desde dónde se la vea. Sin embargo, de entrada, podemos estar de acuerdo que publicar un libro es un acto frívolo, pues quién nos ha preguntado si existen personas que quieran leernos. La credulidad en el negocio puede resultar peligrosa. Por lo demás, hay de dos sopas sobre las actitudes esnobs literarias, extremistas por supuesto, como toda polaridad que permite hacer este tipo de divagaciones: o existen los que, como en el caso de esta muchacha, dicen que no pueden leer más de tres cuartillas (aunque otorguémosle el beneficio de la duda: quizás tiene hemorroides y no le gusta mucho leer parada) o los que causan ternura al comentar cosas como "Yo sólo leo a autores muertos" o "Nunca he leído a un autor que escriba en español". Pobrecitos.

Los estudiantes de literatura son los bandeirantes de esta corriente veleidosa de ver las letras, empezando, desde luego, por su imagen. Hay varias categorías: los darketos que tienen la cualidad de ponerse una argollita en alguna parte del cuerpo cada que terminan un libro; los dandis, extrañas figuras que ahora sustituyen una sobria levita wildeana por un saco corto de tweed y llevan un portafolios al hombro en el que se encuentran, sobre todo, libros de pasta dura; otro caso es el del chavo banda, especialista en literatura mexicana, en particular José Agustín y Armando Ramírez, y que entremezcla un diestro acento tepiteño con dos o tres anglicismos pronunciados con trabajo, aunque de alta escuela. No esta mal, desde luego, tener un modelo a seguir y ser parte de un cliché. Recordemos, por ejemplo, que cuando Baudelaire regresó a París, después de su viaje por la India y las Islas Mauricio, mandó a hacerse un traje según un retrato de Goethe, en el que el autor de Fausto portaba un traje azul con botones de metal. Claro que Goethe es Goethe y Baudelaire es Baudelaire, pero también con los grandes se han cocido habas.

En la actualidad la tendencia es escribir sobre temas que impacten, como la historia de la física cuántica en la segunda Guerra Mundial u oscilaciones sobre el hombre que descubrió el clítoris en el siglo XVI. Pero también existe la contraparte: aquéllos que narran las aventuras de algún puberto en búsqueda de su primera relación sexual o de cómo debe tomarse el café, pero explicado de manera sosa. Otra vez dos extremos. Sin embargo, habría que preguntarse qué puede ser más esnob, lo primero o lo segundo. Hay grandes obras escritas sobre la ciencia que gozan de una erudición impactante; también existen textos más bien sobre temas cotidianos que resultan ser obras maestras, como las famosas "Instrucciones" de Cortázar. Empero, ni Faulkner ni Rulfo escribieron sobre asuntos similares, sino de lo que les era cercano. Ora sí que ni muy muy ni tan tan, o como se diría en otros tiempos: ni de izquierda ni de derecha, sino todo los contrario.

Hoy día, si se revisan los índices de lectura en este país, la conclusión a la que se llegaría es, siendo duros, que los mexicanos son retrasados mentales. Claro que bien podría argumentarse que prefieren comer a comprarse un libro, pero creo que si hubiera un poco de organización y logística, ambas cosas serían viables. Podría intentarse que con cada litro de leche se incluyera una edición de bolsillo de El llano en llamas. Apuesto doble contra sencillo a que menos del cinco por ciento lo leería, ergo, tampoco es la solución, además de que se nos diría que es más divertido ver el talk show de Carmen Salinas que leerse un cuento: eso es de intelectuales. Entonces, si seguimos en ese sentido, la literatura sigue siendo esnob, puesto que ser intelectual en muchos casos también lo es, whatever that means. El promedio anual de libros leídos por habitante en México es menor a 0.5 libros, eso sin tomar en cuenta a la gente que nos leemos entre cincuenta y sesenta libro al año. Esto quiere decir que seguimos, desde la perspectiva de allá, siendo frívolos y esnobs. O dicho de otro modo: bichos raros. No hay que dejar, sin embargo, de leer El Quijote, en una mala edición aunque sea, ni obviar textos cortos que nos encontremos en algún lado. Al final lo aconsejable, por las dudas y por si acaso, es dejar estas divagaciones para los avezados y pasar a la lectura del siguiente libro.
Una aproximación al conductor perfecto

Tener un auto es tener poder. Al volante, toda persona deja atrás prejuicios y rugosidades físicas y se asume como un filántropo del movimiento, un magnate de la velocidad y el riesgo. No importa si uno es chaparro, gordo, alto, tonto o feo: un automóvil es el maquillaje perfecto para enmascarar todas esas desventajas evidentes a todas luces fuera de él. Una armadura perfecta. ¿Quién es capaz de enfrentar a un tráiler de varios ejes a bordo de un vocho? Sobra decirlo: sólo nuestro Sly Stallone de petatiux, Andrés García, y eso en sus buenos tiempos.
Los coches dan estatus, evitan problemas de transporte al facilitar las distancias y, sobre todo, son una forma noble de vida. He visto a gente que si no es mínimo un Mercedes no se sube, aunque los muy ingenuos no se dan cuenta de que están pidiendo a gritos ser secuestrados. En menor medida, los autos requieren también de cuidados. Cuántos no hay que se mueren si le encuentran un rayoncito a su BMW. El tango es similar al de un niño que le quitan un dulce. Además, he escuchado a más de uno decir “dime en qué andas y te diré quién eres”. Por otra parte, creo que también sirven para matar a la gente, como aquella amiga que intentó hacerlo con su ex cuando éste le dijo que la dejaba. Durante varias horas el miserable no pudo salir de la farmacia donde estaba resguardado, pues la ex mujer lo esperaba afuerita, con el coche encendido para aventárselo tan pronto saliera.
Pero más allá de los usos y costumbres tradicionales de los autos, el grave problema al respecto es que un automóvil debe conducirse para que funcione bien, pues no basta con tenerlo parado, claro, exceptuando los modelos de colección, que son sobre todo para apreciarse a detalle. Normalmente la gente al volante tiene un instinto suicida, como síndrome de kamikaze; lo peligroso es que no lo sabe. No hay alcohólico, por ejemplo, que diga que no puede manejar. Así, un semáforo es sólo un simple escollo de la vida que hay que pasar de una vez por todas sin averiguar el color de la luz. Entonces es cuando hay una carambola vehicular o uno tiene que morder a algún patrullero. En esta vida –quizás en alguna no fue así– nadie maneja bien. De entrada ningún conductor de vocho puede. En parte porque esas cucarachas no son automóviles y en parte porque es imposible manejar esa cosa ridícula con estilo; amén de que si uno es alto hay que quitar el asiento delantero para manejar desde el de atrás. De los microbuseros y taxistas tampoco voy a hablar, pues es de sobra sabido que hay una bula papal que les impide conducir con propiedad. Por otro lado, no es un comentario misógino pero conozco a pocas mujeres que lo hacen bien (manejar, of course), pero las buenas rebasan con mucho a los hombres más diestros.
Conducir un auto es, asimismo, una actitud sensible y profunda ante las vicisitudes más siniestras que existen; se exige plena concentración y determinación en la toma de decisiones. Hay que saber cuándo pasarse un alto y cuándo no; cuándo mentar una madre y cuando aventarla; del mismo modo, saber el momento justo para subir el vidrio, sobre todo si los güeyes de enfrente son demasiados; también cuándo acelerar el paso y cuándo pararse en seco para que el beodo de atrás pueda vomitar. Todas ellas son cuestiones de matices, a veces intuitivas, pero necesarias para la supervivencia de la especie humana. Para ello también hay que tener bien definido a dónde nos dirigimos y dejar las digresiones para después; si no puede pasarnos lo que a mi amigo Francisco, al que en numerosas ocasiones le he aconsejado que ya no maneje. Francisco es uno de esos extraños seres que sólo choca cuando está sobrio; pero aparte de eso tiene una cualidad casi mística: en su soledad se platica a sí mismo. En correcto español: habla solo. Entonces, cuando maneja tiene que iniciar un diálogo para no aburrirse, hecho que conduce a una situación alterna, y acaso extrema, que no ha logrado resolver: siempre se pierde y no sabe llegar al sitio indicado. Es decir, es una de esas personas que no puede hacer dos cosas al mismo tiempo, un problema ascético: si habla, se pierde pero no se vuelve loco; si llega al lugar indicado, los ojos se le extravían y en el rostro tiene signos de rasguños.
El conductor perfecto, por lo demás, es aquél que trasciende cualquiera de las situaciones anteriores; es sobrio en su andar y recorre las calles con una suavidad que envidiaría cualquier cuerpo de mujer; nunca derrapa una llanta ni frena con brusquedad; tampoco se le para (el coche) y acelera sólo sutilmente, poco a poco, como quien llega a un orgasmo pleno. Es un seductor que conquista con una mano en el volante y la otra en la ventana, y hace que toda vuelta, toda reversa, todo movimiento sea como un beso a la mujer amada, probo, candoroso, nunca suficiente. El conductor perfecto considera un claxon mero objeto decorativo equivalente a un cencerro. Desgraciadamente la vida es tan breve y abrupta que, así como quimérica es la mujer perfecta, el conductor modelo existe sólo en las fantasías de ingenuos soñadores, que pierden el sueño abruptamente porque afuera ya se escucha el barullo de cláxones, derrapones inmundos y uno que otro grito cortés, que suele ser por supuesto “Hijo de la chingada”.

jueves, diciembre 12, 2002

Ya estoy adentro. Veremos qué pasa.

CAS