Una aproximación al conductor perfecto
Tener un auto es tener poder. Al volante, toda persona deja atrás prejuicios y rugosidades físicas y se asume como un filántropo del movimiento, un magnate de la velocidad y el riesgo. No importa si uno es chaparro, gordo, alto, tonto o feo: un automóvil es el maquillaje perfecto para enmascarar todas esas desventajas evidentes a todas luces fuera de él. Una armadura perfecta. ¿Quién es capaz de enfrentar a un tráiler de varios ejes a bordo de un vocho? Sobra decirlo: sólo nuestro Sly Stallone de petatiux, Andrés García, y eso en sus buenos tiempos.
Los coches dan estatus, evitan problemas de transporte al facilitar las distancias y, sobre todo, son una forma noble de vida. He visto a gente que si no es mínimo un Mercedes no se sube, aunque los muy ingenuos no se dan cuenta de que están pidiendo a gritos ser secuestrados. En menor medida, los autos requieren también de cuidados. Cuántos no hay que se mueren si le encuentran un rayoncito a su BMW. El tango es similar al de un niño que le quitan un dulce. Además, he escuchado a más de uno decir “dime en qué andas y te diré quién eres”. Por otra parte, creo que también sirven para matar a la gente, como aquella amiga que intentó hacerlo con su ex cuando éste le dijo que la dejaba. Durante varias horas el miserable no pudo salir de la farmacia donde estaba resguardado, pues la ex mujer lo esperaba afuerita, con el coche encendido para aventárselo tan pronto saliera.
Pero más allá de los usos y costumbres tradicionales de los autos, el grave problema al respecto es que un automóvil debe conducirse para que funcione bien, pues no basta con tenerlo parado, claro, exceptuando los modelos de colección, que son sobre todo para apreciarse a detalle. Normalmente la gente al volante tiene un instinto suicida, como síndrome de kamikaze; lo peligroso es que no lo sabe. No hay alcohólico, por ejemplo, que diga que no puede manejar. Así, un semáforo es sólo un simple escollo de la vida que hay que pasar de una vez por todas sin averiguar el color de la luz. Entonces es cuando hay una carambola vehicular o uno tiene que morder a algún patrullero. En esta vida –quizás en alguna no fue así– nadie maneja bien. De entrada ningún conductor de vocho puede. En parte porque esas cucarachas no son automóviles y en parte porque es imposible manejar esa cosa ridícula con estilo; amén de que si uno es alto hay que quitar el asiento delantero para manejar desde el de atrás. De los microbuseros y taxistas tampoco voy a hablar, pues es de sobra sabido que hay una bula papal que les impide conducir con propiedad. Por otro lado, no es un comentario misógino pero conozco a pocas mujeres que lo hacen bien (manejar, of course), pero las buenas rebasan con mucho a los hombres más diestros.
Conducir un auto es, asimismo, una actitud sensible y profunda ante las vicisitudes más siniestras que existen; se exige plena concentración y determinación en la toma de decisiones. Hay que saber cuándo pasarse un alto y cuándo no; cuándo mentar una madre y cuando aventarla; del mismo modo, saber el momento justo para subir el vidrio, sobre todo si los güeyes de enfrente son demasiados; también cuándo acelerar el paso y cuándo pararse en seco para que el beodo de atrás pueda vomitar. Todas ellas son cuestiones de matices, a veces intuitivas, pero necesarias para la supervivencia de la especie humana. Para ello también hay que tener bien definido a dónde nos dirigimos y dejar las digresiones para después; si no puede pasarnos lo que a mi amigo Francisco, al que en numerosas ocasiones le he aconsejado que ya no maneje. Francisco es uno de esos extraños seres que sólo choca cuando está sobrio; pero aparte de eso tiene una cualidad casi mística: en su soledad se platica a sí mismo. En correcto español: habla solo. Entonces, cuando maneja tiene que iniciar un diálogo para no aburrirse, hecho que conduce a una situación alterna, y acaso extrema, que no ha logrado resolver: siempre se pierde y no sabe llegar al sitio indicado. Es decir, es una de esas personas que no puede hacer dos cosas al mismo tiempo, un problema ascético: si habla, se pierde pero no se vuelve loco; si llega al lugar indicado, los ojos se le extravían y en el rostro tiene signos de rasguños.
El conductor perfecto, por lo demás, es aquél que trasciende cualquiera de las situaciones anteriores; es sobrio en su andar y recorre las calles con una suavidad que envidiaría cualquier cuerpo de mujer; nunca derrapa una llanta ni frena con brusquedad; tampoco se le para (el coche) y acelera sólo sutilmente, poco a poco, como quien llega a un orgasmo pleno. Es un seductor que conquista con una mano en el volante y la otra en la ventana, y hace que toda vuelta, toda reversa, todo movimiento sea como un beso a la mujer amada, probo, candoroso, nunca suficiente. El conductor perfecto considera un claxon mero objeto decorativo equivalente a un cencerro. Desgraciadamente la vida es tan breve y abrupta que, así como quimérica es la mujer perfecta, el conductor modelo existe sólo en las fantasías de ingenuos soñadores, que pierden el sueño abruptamente porque afuera ya se escucha el barullo de cláxones, derrapones inmundos y uno que otro grito cortés, que suele ser por supuesto “Hijo de la chingada”.
viernes, diciembre 13, 2002
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