domingo, diciembre 15, 2002

Reflexiones sobre la palabra "no"

Pocas veces uno se pregunta acerca del sentido e impacto de las palabras; y está mal, pues en ocasiones éstas transgreden la connotación que uno, ingenuamente, había pensado en principio. Elias Canetti hablaba de que las palabras tienen conciencia; Octavio Paz iba más allá y no dudó un instante en considerarlas ignominiosas putas, aunque necesarias. Lo cierto es que, como las mujeres, no se puede vivir sin ellas, sin importar que a uno lo flagelen o lo vejen con la mano en la cintura. Hay, desde luego, de putas a putas.

En el español, así como en la gran mayoría de los idiomas, hay un par de palabras que sirven para definir casi la esencia del universo: “sí” y “no”. En realidad no sé qué sería de la humanidad sin estos dos términos, pues históricamente han servido tanto para detener despiadadas guerras como para evitar el matrimonio de nuestra hija con cualquier granuja advenedizo. También sería más complicado explicar y entender las connotaciones morales acostumbradas: cómo enunciaríamos lo positivo y lo negativo. No hay vuelta de hoja, pues hablamos de dos palabras neurálgicas para la comunicación en cualquier lengua. Sin embargo, siempre hay un negrito en el arroz –hay que decirlo-: entre las dos palabras hay una que es de uso más complejo, y hasta exagerando más agresiva. Hablo, claro, de “no”. Digamos, de partida, que es una expresión para analizar seriamente. De esta manera, si decimos dos veces “no” el resultado es “sí”; si mencionamos “no” ante un “sí”, el resultado será de nuevo será “no”; pero si decimos al final otra vez “no” el resultado es “sí”. Minucias del lenguaje, nada más.

Por otra parte, hay que destacar que “no” se utiliza de otra forma, adicional a su valoración negativa. Don Manuel Seco, en su Diccionario de dudas y dificultades de la lengua español, comenta que cuando se utiliza no como una comparación se le extrae todo su valor convencional. Por ejemplo: “Es mejor ayunar que no enfermar” o “Más vale que sobre y no que falte”. En otras ocasiones, es utilizada en lugar de “nada más” o “sólo”. Es el caso de “No es malo, no más un poco exigente”. En México, como nos las damos de muy sapientes, es común transformar la construcción anterior en un nomás.

Pero más allá de la semántica, “no” es una palabra que tiene cualidades culturales: significa lo mismo en el mayor número idiomas. Tranquilamente uno puede decir “no” en Inglaterra o Francia, sabiendo que el significado es igual que en español. No hay mucho qué aprender. En todo caso, como paréntesis, creo que la primera palabra que uno tiene obligatoriamente que conocer cuando va a un país extranjero es “cerveza”. También, tanto “no” como “sí” son los únicos vocablos que tienen una representación corporal universal. Si se mueve la cabeza hacia los lados sabemos que esa persona se está negando; si lo hace para arriba y para abajo significa que está afirmando. Parece una obviedad decirlo, pero sería interesante saber quién indicó que así fuera. De cualquier forma, hay culturas donde se afirma todo el tiempo. Algunas orientales, por ejemplo, con esa manera de saludar y despedirse con una reverencia. “Hola, qué tal” y el otro “Sí, sí, sí”. “Hasta luego, mucho gusto”, “Sí, sí, sí”.

No obstante, hay momentos en que un “no” está absolutamente prohibido, en concreto, cuando se trata de bailar. Tengo una amiga que tiene una tesis sabia: “Nunca digas no cuando te saquen a bailar”. Esto, por supuesto, incluye a cualquiera. A lo mejor es feo, pero sabe bailar muy bien; puede ser guapo, aunque un troncazo a la hora de mover el bote. Y esto, muy señores míos, es irrevocable: una mujer prefiere, en un lugar así, a alguien que baile bien y no a un guapérrimo del tipo Antonio Banderas, que dicho sea de paso es casi un pigmeo. Los argumentos que da mi amiga, muy razonables todos, son entre otros que si no bailas nadie te ve y nadie te pela (ésta es una de las causas por las que las mujeres van en grupitos al baño, para que las vean en conjunto y no se sonrojen cuando les hagan ojitos pizpiretos); si le dices que “no” a algún potencial bailarín porque está “medio naco”, entonces la cosa se jode: todos en el lugar pensarán que eres una fresa mamona y en lo que resta de la noche nadie te invitará a bailar; si te has dado cuenta ya en la pista de que la has regado, cuando se termine la canción le dices que te lleve a sentar, que estás muy cansada, y ya sabes que con ése no hay que bailar. Una lógica brillante e incuestionable.

En Historia del cerco de Lisboa de don José Saramago, Raimundo Silva es un corrector de estilo que está revisando para una editorial la Historia del cerco del Lisboa. En una parte de esa Historia se dice que los cruzados auxiliarán a los portugueses a tomar Lisboa; esto a Silva le parece un soberano disparate. Así, el corrector, ajeno a su tarea profesional y ética de no tergiversar un texto, no puede evitar poner un “No” antes de esa frase, de tal forma que diga que los cruzados no ayudarán a los portugueses a tomar Lisboa. La historia del cerco, entonces, cambia por completo; y por añadidura lógica, la misma historia del mundo. Las leyes del caos, dirían sus apologistas. Aquí escribir un “no” transforma el sentido de una historia, aun cuando aparentemente haya sido el más insignificante y minúsculo “no” jamás escrito. La conciencia de las palabras, diría Canetti; las putas, observaría Paz. Yo sólo complementaría que, como en el baile, hay que pensarlo dos veces antes de mencionar o escribir la palabra no.

No hay comentarios.: