jueves, marzo 11, 2010

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Es por todos sabido que no soy un hombre de muchos cambios. Viví, por ejemplo, 12 años en el mismo departamento y jamás cambié de lugar la cama (tengo un amigo que durante un mes movió ocho veces sus muebles porque estaba en desacuerdo en cómo se veían. Al final decidió dejarlos como al principio, se sentó en el sofá y se puso a pensar con alegría en sus viejos días de revolucionario doméstico). Tampoco, por insistir en la testarudez, cambio mucho mi forma de vestir (casi no compro ropa) ni busco nuevas rutas cuando tengo que ir al metro. Mi coche, por lo demás, es del año 97, y las posibilidades de comprar otro, más allá de ser practicante de una actividad de alto riesgo llamada inopia, tienen que ver más con que me gusta y corre bien (bueno, una vez estuve a punto en desperdigarme en más partes que una granada de fragmentación porque se rompió la dirección del volante. Pero Dios es grande y me pasó a diez por hora). Así, nunca me había puesto a pensar si era necesario modificar el diseño de este sitio: estaba tan acostumbrado al fondo amarillo orín que obvié considerar lo desagradable que era. Hoy día, después de que he acomodado mis libros por secciones, orden alfabético y constatar una vez más la ruindad humana por los volúmenes que me faltan, decidí que era hora de transformar un poco la imagen del blog. He aquí, pues, un lugarcito del ciberespacio más amable, ligero a las miradas inocentes, que ya no hará ver los textos como letras pasadas por yema de huevo. Porque no puedo permitirme perder mucho tiempo, escogí el modelo básico; asimismo, as usual, el texto predominará sobre la imagen (aquí hay que decir que, como no soy un tipo de muchos cambios, seguiré sin tener hi-fi, myspace, facebook, twitter o alguna de esas rusticidades que llenan mi correo de basura). Alea jacta est y dolce vita a la nueva plantilla.

CAS

lunes, marzo 01, 2010

Carlos Montemayor, el hombre congruencia

Los hombres justos siempre se van antes de tiempo. Los hombres justos apelan a la existencia de los otros, a su humanidad, a su figura auténtica en el mapa de bienaventura. Y las palabras de los hombres justos, como lo fugitivo, permanecerán hasta que la voz no exista. Conocí a Carlos Montemayor a mediados de los noventa. Yo colaboraba para una revista francesa sobre América Latina y los editores, extasiados por una rebelión indígena de enmascarados (no olvidemos que Montaigne, para escribir su ensayo "De los caníbales", no estuvo en América; a sus indios los vio en las pasarelas de las cortes francesas), me pidieron un artículo sobre el zapatismo. Carlos recién había publicado Chiapas: la rebelión indígena de México y naturalmente era una obligación entrevistarlo. El editor de Joaquín Mortiz me pasó su teléfono e hice una cita. Ese día Carlos me recibió amablemente en su casa. Si bien no recuerdo a profundidad la entrevista (la cinta debe de estar en algún hoyo negro de mi biblioteca) tengo presente la insistencia de Montemayor en el reconocimiento de los pueblos indios a partir del Convenio 169 de la OIT de 1989. No había vuelta de hoja: ahí, decía Carlos, estaba la clave para dejar de preguntarse chabacanamente quiénes eran indios y quiénes no. De ese primer encuentro saqué conclusiones encontradas: se trataba de un hombre extraordinariamente inteligente pero de un trato con las personas no precisamente afable. Cuando le conté a Juan Domingo Argüelles mi encuentro con él, simplemente me dijo: "No te preoucupes, Montemayor es como el Tomás Boy de la literatura".

El destino, sin embargo, hizo que tuviera la oportunidad de conocerlo y pudiera cambiar mi opinión inicial. Y aquí sí podré decir sin cortapisas: si algún maestro tuve, no en la escritura, no en la literatura, no en la vida mundana sino en las consideraciones intelectuales como una esfera global e ineludible de la que participan activamente todas las expresiones humanísticas, ése fue Carlos Montemayor. En 2000, él y Alí Chumacero me otorgaron la beca del Centro Mexicano de Escritores. Fue ahí donde, a lo largo de un año, pude conocer a sus anchas a ese hombre cabal y consecuente que ya no está con nosotros. Porque Montemayor si algo ostentó fue abanderar la congruencia como estandarte inexorable de vida mañana tras mañana. Todos lo miércoles del señor nos reuníamos en esa casita de la colonia Villa de Cortés a tallerear los avances del proyecto que habíamos presentado. El mío era un ensayo sobre Graham Greene en México. Después de los comentarios de los becarios sobre los textos presentados, hablaban Alí y Carlos. La dinámica era muy sencilla: era como la relación que existe entre el policía bueno y el malo. "Maestro Alí", le daba la palabra Carlos, quien se encargaba de moderar las sesiones. Mientras Alí hacía dos o tres comentarios sobre la redacción de los trabajos, siempre aderezados con confesiones vitales como decir "Juan Rulfo era mi empleado", Carlos hacía una lectura más acuciosa. Y nadie salía vivo. Su espíritu crítico abarcaba varios senderos y su mirada era implacable, contundente, lapidaria. No se detenía en la forma; iba mucho más allá y visualizaba los textos desde una perspectiva total. Y tampoco tenía pelos en la lengua: a una compañera la hizo llorar cuando le dijo "No sé por qué le dimos la beca".

Como cada dos meses los becarios y tutores íbamos a cenar a la fonda de Santo Domingo para, según esto, departir tranquilos alejados de los sablazos del taller. La primera vez que fuimos fue reveladora. Carlos saludó a los meseros por su nombre y, después de que habíamos ordenado los tequilas y whiskies, tomó una carta. Con ese don de mando que siempre tuvo, sugirió a manera de orden: "Yo creo que lo ideal es pedir varios platos para que comamos de todo". Naturalmente tampoco nos preguntó nuestra opinión sobre los platillos y ordenó cuatro o cinco para que fueran al centro de la mesa. Acto seguido, tomó un trago de su tequila, se secó las comisuras con la servilleta de tela y dijo Con permiso. Se paró y se le acercó al pianista a decirle alguna cosa. Dos minutos más tarde estaba cantando arias de ópera y canciones populares mexicanas. No era un virtuoso del canto pero lo hacía bastante bien. Naturalmente Alí, que también había sido su maestro, no lo dejaba de molestar: "Es un protagonista. Hablemos de toros". Carlos regresaba a la mesa y después de los Felicidades, Maestro, muy bien, nos preguntaba sobre nosotros. Una nueva cualidad: le interesaba mucho saber qué pasaba con los jóvenes. Un día, durante esas veladas en la Hostería, vio que me tomaba el tequila de un trago. "¿Por qué hace eso, Carlos?", me preguntó. "Porque el primer shot de tequila debe ser de un jalón, Maestro", contesté. Después de unos segundos de observarme como quien seguramente observa a un imberbe mozalbete que no sabe nada sobre la vida, agregó: "Qué raro es usted, tocayo". Con el tiempo, cuando se abandonan las redes de la estulticia, se sacan las conclusiones pertinentes: sólo los springbreakers se beben el tequila de un trago.

Es muy probable que si algo envidiaban mis amigos fue mi relación con Montemayor: no había uno solo que no lo admirara. "Lo puedo invitar a cenar", les dije un día. Le pregunté a Carlos que le parecía y me dijo que estaría muy bien, que le pusiéramos fecha. Y le hicimos la cena. Y vino con ídem. Y todos los amigos tuvieron algo que preguntarle. Y él respondió a todo, generoso. Así era Carlos: tenía una extraña manera de relacionarse con los demás, pero una vez que se le hallaba el modo era bondadoso, cordial y, sobre todo, conocedor de un sinnúmero de temas. Sabio, pues. Ese día le dije que Xóchitl Gálvez había estado a punto de ir a la cena y, en un acto de sinceridad, espetó: "Qué bueno que no vino, tocayo: se habría convertido usted en mi peor enemigo". Montemayor, Hombre congruencia, Hombre coherencia.
Son pocas las muertes, fuera de la familia, que me han cimbrado tanto. El problema es que con el fallecimiento de Carlos Montemayor no sólo perdimos a un gran amigo; también al intelectual más importante que tenía este país. En una ocasión le preguntaron a Octavio Paz cuál era el papel del intelectual en una sociedad. Paz, riguroso y sin pensarlo, respondió: "El papel del intelectual es de denuncia". Carlos Montemayor escribió libros nodales de la literatura mexicana, pero fue ante todo un visionario que combatió activamente las injusticias que ocurren cotidianamente en México: un hombre que iluminó esos rincones del ostracismo adonde los simples mortales llegan sólo cuando están muertos. La mirada oblicua, la mirada sana, la mirada íntegra. Ciao, Maestro, ya nos tomaremos un tequilita, a sorbos pausados y prudentes, como deben ser el canto y la reflexión.

CAS