El destino, sin embargo, hizo que tuviera la oportunidad de conocerlo y pudiera cambiar mi opinión inicial. Y aquí sí podré decir sin cortapisas: si algún maestro tuve, no en la escritura, no en la literatura, no en la vida mundana sino en las consideraciones intelectuales como una esfera global e ineludible de la que participan activamente todas las expresiones humanísticas, ése fue Carlos Montemayor. En 2000, él y Alí Chumacero me otorgaron la beca del Centro Mexicano de Escritores. Fue ahí donde, a lo largo de un año, pude conocer a sus anchas a ese hombre cabal y consecuente que ya no está con nosotros. Porque Montemayor si algo ostentó fue abanderar la congruencia como estandarte inexorable de vida mañana tras mañana. Todos lo miércoles del señor nos reuníamos en esa casita de la colonia Villa de Cortés a tallerear los avances del proyecto que habíamos presentado. El mío era un ensayo sobre Graham Greene en México. Después de los comentarios de los becarios sobre los textos presentados, hablaban Alí y Carlos. La dinámica era muy sencilla: era como la relación que existe entre el policía bueno y el malo. "Maestro Alí", le daba la palabra Carlos, quien se encargaba de moderar las sesiones. Mientras Alí hacía dos o tres comentarios sobre la redacción de los trabajos, siempre aderezados con confesiones vitales como decir "Juan Rulfo era mi empleado", Carlos hacía una lectura más acuciosa. Y nadie salía vivo. Su espíritu crítico abarcaba varios senderos y su mirada era implacable, contundente, lapidaria. No se detenía en la forma; iba mucho más allá y visualizaba los textos desde una perspectiva total. Y tampoco tenía pelos en la lengua: a una compañera la hizo llorar cuando le dijo "No sé por qué le dimos la beca".
Como cada dos meses los becarios y tutores íbamos a cenar a la fonda de Santo Domingo para, según esto, departir tranquilos alejados de los sablazos del taller. La primera vez que fuimos fue reveladora. Carlos saludó a los meseros por su nombre y, después de que habíamos ordenado los tequilas y whiskies, tomó una carta. Con ese don de mando que siempre tuvo, sugirió a manera de orden: "Yo creo que lo ideal es pedir varios platos para que comamos de todo". Naturalmente tampoco nos preguntó nuestra opinión sobre los platillos y ordenó cuatro o cinco para que fueran al centro de la mesa. Acto seguido, tomó un trago de su tequila, se secó las comisuras con la servilleta de tela y dijo Con permiso. Se paró y se le acercó al pianista a decirle alguna cosa. Dos minutos más tarde estaba cantando arias de ópera y canciones populares mexicanas. No era un virtuoso del canto pero lo hacía bastante bien. Naturalmente Alí, que también había sido su maestro, no lo dejaba de molestar: "Es un protagonista. Hablemos de toros". Carlos regresaba a la mesa y después de los Felicidades, Maestro, muy bien, nos preguntaba sobre nosotros. Una nueva cualidad: le interesaba mucho saber qué pasaba con los jóvenes. Un día, durante esas veladas en la Hostería, vio que me tomaba el tequila de un trago. "¿Por qué hace eso, Carlos?", me preguntó. "Porque el primer shot de tequila debe ser de un jalón, Maestro", contesté. Después de unos segundos de observarme como quien seguramente observa a un imberbe mozalbete que no sabe nada sobre la vida, agregó: "Qué raro es usted, tocayo". Con el tiempo, cuando se abandonan las redes de la estulticia, se sacan las conclusiones pertinentes: sólo los springbreakers se beben el tequila de un trago.
CAS
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