jueves, septiembre 05, 2013

CAS sobre Stefan Zweig en la Capilla Alfonsina



































CAS

martes, septiembre 03, 2013

Adiós, mezcal

“Mezcal”, dijo el Cónsul. “Mezcal”, ha resonado el balbuceo como evocación interminable. Hemos, pues, de brincar de un sonambulismo a otro, driblar el despeñadero de la sobriedad, ahí donde la gente era ecuánime y dichosa. Quien haya tomado un trago de mezcal nunca volverá a ser el mismo. Y es en las comisuras donde empieza el milagro: la no sonrisa horizontal donde los labios se humedecen y un aroma ignoto se refugia tenuemente en la palidez del carmesí. El mezcal se toma con infinita paciencia y ¡ay de aquel que ose arrebatar su cuerpo de un solo trago! Jamás se piensa en él como un precario truco de magia: el elíxir se vierte como quien bebe la eternidad y a su paso le da luz y color a la hidrografía de los paladares mundanos. Beber mezcal no es cosa menor; vivir el mezcal es asistir al prodigio inimitable de un estado mental, ahí donde la gota es río y el río zumo que se desborda por labios descastados, desflorados por una humedad insomne, ésa de los corazones de la tierra.

La siguiente confesión será compartida: no hay aguardiente de agave que no genere un silencio terrorífico. Pero ésos, como todos sus hermanos producidos en un país en forma de cuerno, no tienen matices corporales, personalidad propia, y se les conoce con el nombre genérico de mezcales. No obstante, y hay que decir que acudiremos a un épico parto semántico, hay una diferencia de matiz en su nomenclatura: no es lo mismo mezcales que mezcal (recuerdo esa anécdota del amigo que llegaba a la casa y, a pregunta expresa de qué le gustaría tomar, contestaba de inmediato: “Tequilas, por favor”). Por ello, en esa minucia lingüística también está su esencia espirituosa: el mezcal se ingiere de uno en uno y en cada vaso el venturoso bebedor se reconstruye internamente: una tinta indisoluble tatúa su cuerpo por dentro. Primero se sentirán como diez metros de alambre de púas; después como echarle alcohol a la herida abierta y centellante; ya en el fondo, el líquido creará el hombre nuevo e ilustrado que habitará en el otro lado de la piel (manchado y mancillado en la entraña, pues, para evitar confusiones con los adoradores de la Ilustración). La historia del mezcal, a diferencia de la del tequila que es inexistente, crece en la oscuridad de los conductos sanguíneos de los personajes tocados por la divinidad; son anales trasnochados y luctuosos que aceptan sin más una victoria pírrica. Soy hombre sin razón. Soy hombre sin-sentido. Soy bebedor de mezcal y su historia creció en mí como árbol adentro. Soy bebedor de mezcal y ya no hay resquicio dentro mío para ser tallado. Soy un cauce rebasado. Soy hijo del aguardiente del no se puede creer y sin embargo he creído en él. He tomado mezcal y mi acta de defunción tiene una rúbrica anticipada.

Durante mucho tiempo el mezcal me ha acompañado como escudero fiel. He degustado las mieles de miles de piñas y en cada sorbo atestigüé un nuevo hechizo de la creación. He acreditado la existencia de infinidad de cepas y acaso ya no hay más agave para una garganta mallugada, una úvula enllagada, ensangrentada, en descomposición. El mezcal es una bebida de fuegos imperecederos: un trago lo enciende; el otro lo apacigua. Uno más lo renueva. Alguna vez dije que era una bebida de cabotaje. Estaba equivocado: quien ha sido tocado por la sirena de su savia jamás regresa a tierra firme. El mezcal es una bebida de mar abierto y abandono absoluto: quien lo bebe se enfrentará a una brújula vacilante, el mismo mezcal sin señal del norte. Si he de pensar en una figura alegórica, entonces me iré con la del rescoldo interminable: ese espacio omnímodo, alejado de la incandescencia y de la oscuridad plenas, que no termina por apagarse nunca.

Por años he bebido mezcal, he escrito sobre él. ¿Por qué algo tan prosaico atrae la suficiente atención para no dejar de pensarlo, sentirlo, padecerlo? He asistido a sus embrujos y he fracasado en narrarlos, en dar cuenta de ellos al vislumbrarlos como ecuaciones matemáticas. Pero no: ahí está su vigor como memoria inexpugnable de la piel. Bastará arrojarme una brasa para hacerme rescoldo eterno, amante mezcal y fuego invisible. Adiós, mezcal: soy hombre muerto y juro que por fin he de dejarte en paz.

CAS

Texto publicado en el número 65 de la revista El jolgorio cultural.