martes, enero 20, 2009

José Antonio de la Vega, 1918-2009

El hombre agarró el limón mientras acomodaba la dentadura postiza con ondulantes movimientos de lengua. Después lo partió diligentemente y lo exprimió en el caballito de tequila. Buscó el salero sobre la mesa; al encontrarlo, levantó un poco las cejas como quien se sorprende por hallar un cofre con oro y le puso sal a la mezcla divina. Seis, siete veces sacudió el recipiente antes de esconderlo detrás de un vaso de agua fresca. Parecía decir "de esta sal no le pone nadie más". El tequila fue vaciado en dos sorbos que fueron directos al corazón: se alcanzaba a observar una pequeña hinchazón en los pectorales, pero no de las que vaticinan infartos o cosas de ésas. El pecho erguido era sinónimo de saberse vivo, una sensación que sólo podía percibirse con un aguardiente pasado por una garganta mallugada. El hombre repitió el ritual un par de veces más. Los surcos en la frente hablaban de sabiduría, qué va, de valentía por saberse baleado en el quiosco de un pueblo del Bajío. Porque hay que saber que este hombre brincó balas durante la primera mitad de su siglo. Cuando tenía 15 años ya había un precio por su cabeza; el miserable chamaco había llegado del seminario al rancho del padre recién muerto y no pudo permanecer más de 24 horas en su tierra. "Tienes que irte", le dijo la matrona encargada del lugar. "¿Por qué tengo que irme?", preguntó a su vez el joven con una incredulidad insuficiente. "Porque te buscan en dos estados por ser un "pinche capitalista cabrón". Así fue como ese muchacho, que muchos años más tarde bebería tequila como un gran señor, tuvo que andar a salto de mata por Querétaro y Guanajuato. La gente amiga lo escondía, le daba migajas de comer porque no tenía otra cosa; dormía en fríos guacales. Él, sin embargo, sólo sabía que tenía que huír porque había heredado unas tierras guanajuatenses y se había convertido, con el último aliento de su padre, en un "pinche capitalista cabrón". "¿Qué es eso?", seguía preguntándole a la gente.
El joven sobrevivió a las pesquisas y con el tiempo se hizo cargo del rancho, un lugar que vivió años de prosperidad hasta ser arrinconado por el embate de los nuevos dueños de las tierras que gozaban, ésos sí, de la salvaguardia del gran capital. El rancho cayó en una etapa de decadencia pero el hombre seguía pasando buenas temporadas en él: aunque la edad ya no lo dejaba en paz, era su testarudez la que lo hacía mantenerse ahí por meses y no con su familia de Querétaro o Cuernavaca. Un día, poco antes de cumplir los ochenta, un grupo de maleantes entró en la casa del rancho y lo amordazó a punta de golpes bajos; fue amarrado en una silla.

-¿Dónde está el dinero, pinche viejo?

-Aquí no hay dinero, cabrones de mierda.

-¿Dónde está el dinero o quemamos tu pinche casa?

-Yo sé quiénes son ustedes -le dijo a los enmascarados-. Tú eres de tal rancho y tú eres hijo de Pedro, el que vive atrás del Bordo. Así que los dos y ustedes también van y chinguen a su madre.

-Vas a ver, hijo de tu pinche madre.

Uno de ellos tomó un barril de petróleo y bañó al viejo de pies a cabeza. Acto seguido prendió un cerillo y se lo paseó por la cara.

-Nos vas a decir dónde está el dinero, cabrón, si no te prendemos.

-Mátenme, cabrones, y van a chingar a su madre.

Por una cobardía misteriosa del anónimato, la superioridad numérica, la edad, no le prendieron fuego; lo tiraron y patearon hasta dejarlo inconsciente. Como la estulticia suele acompañar a la maldad, los ladrones sólo se llevaron algunas armas. El cáliz de oro de la capilla permaneció intacto. El viejo había dicho la verdad desde el principio: no había dinero. Fue internado en un hospital de Querétaro pero el daño estaba hecho: por la golpiza perdió un testículo.

El hombre se empinó otro tequila en dos tragos y la orografía de su cara fue más nítida cuando intentó pelar unos cacahuates; también cuando su rostro cruzó lentamente el umbral de la luz del sol. En ese momento ya no se la contó a nadie pero esa historia la guardaba en la sapiencia de su entrecejo, otra arruga en cuya profundidad se leía "así fue". Un sorbo más de tequila al tiempo que su frente vaticinaba el destino: noventa años eran suficientes y el tequila, el chilcuague, el limón y la sal, los tacos de frijoles, la cecina dura, ya eran placeres que no se alcanzarían en la volatilidad del descanso eterno. Lo decidió con un raudo gesto, bajando la mirada y sintiéndose tranquilo: al cruzar el río ya había instituido una estirpe de gente buena. Ese gran hombre que dejó de respirar hace un par de semanas se llamaba José Antonio de la Vega y era mi abuelo. Yo sólo le digo ciao, abuelito, ya nos volveremos a encontrar cuando el tequila nos alcance de nuevo en una tarde de calor dominical.

CAS

sábado, enero 03, 2009

Ignominia

La función de este tipo de notas ("Misterios y sinrazones del ser humano alimentaron a Lowry") es engrosar la estulticia de la humanidad. Es de sobra sabido la veneración a Malcolm Lowry de aquellos individuos que se sienten malditos, esto es, que se vanaglorian de grandes alcohólicos (¿quién podría enorgullecerse de ello?), que viven sus días a flor de piel o simplemente que le muestran al mundo su irreverencia porque nunca se pusieron una corbata. Lo que llama curiosamente la atención es que con normalidad se hable de la vida dipsómana de Lowry (murió ahogado en su propio vómito) y no de la grandeza de su única novela publicada en vida, Bajo el volcán (Ultramarina es un maquinazo de juventud). Ah, es cierto: se habla del Volcán porque se pretende a Lowry como un alter ego del Cónsul Geoffrey Firmin, el beodo protagonista de la novela al que matan en la cantina El farolito. Sucede, entonces, que se abandona el texto y se exaltan las virtudes etílicas de Lowry. Sin recalcar que habría que ser un soberano pendejo para pensar en esas cualidades como virtudes, hay gente que pretende inaugurar una religión lowriana, o por lo menos hacerlo santo (véase ese librín San Malcolm en las cantinas). A fuerza de ser sinceros, Lowry jamás hubiera sido mi amigo y los más probable es que, de conocerlo, hubiéramos terminado a las trompadas (pinche borracho). Pero como de tarados está lleno el mundo, dejemos que sigan publicándose notas de este tipo, sobre todo cuando se trata de periodistas con aspiraciones literarias (como casi todos) y que pueden decir que despachan en una cantina del centro de DF. Y así nada más, pues aquella persona que haya leído a conciencia el Volcán no tendrá escapatoria: odiará la novela como a los seres queridos y dejará por la paz a un tal Lowry que jamás escribió una novela llamada Bajo el volcán.


CAS