lunes, diciembre 31, 2012

El sol de invierno

Tengo apilados ante mí los siguientes libros:

-La idea fija de Paul Valéry

-El lenguaje del juego de Daniel Sada

-Kafka. Por una literatura menor de Gilles Deleuze y Félix Guattari en versión de Jorge Aguilar Mora

-Las lágrimas de eros de Georges Bataille

-Teorías del arte contemporáneo. Fuentes críticas y opiniones críticas de Herschel B. Chipp

-Los extranjeros. Por una ética de la solidaridad de Terry Eagleton

-Una relación perfecta de William Trevor

-Las palabras y las cosas de Michel Foucault

-Los Diarios de Andy Warhol

-Conversaciones con Picasso de Brassai

-Pieza única de Milorad Pavic

-Las instrucciones de uso de Georges Perec

-Dibujos y fragmentos póstumos de Charles Baudelaire

Todos, salvo el libro de Foucault, los compré el último mes. No revelaré cuánto gasté en ellos, sobre todo porque es sabido que ese dinero debí utilizarlo en zapatos y pantalones (labor, por lo demás, correspondiente a mis hermanas, que son las que siempre me procuran: les avergüenza tener un hermano parecido a un pordiosero o a Allen Ginsberg o a Karl Marx). Más allá de pensar en el orden, pues cada uno ocupa un lugar de acuerdo con ciertas necesidades, los libros puestos aleatoriamente en la mesa de jardín de mi casa constituyen una naturaleza muerta, un lúgubre bodegón que acompaña armónicamente el anticipado suicidio de las Nochebuenas de este año (todo mundo sabía que, again and again and again, serían atacadas por los duende perniciosos de Claus porque les encanta su lechita). El punto, sin embargo, es: ¿qué hacer con estos volúmenes? En realidad, y lo menciono como un acto de sinceridad subnormal, debería ser un poco más osado y dejar de leer volúmenes con volumen y aterrizar de una vez por todas en las bondades de los libros electrónicos. Evidentemente me he negado, pues los textos virtuales no permitirían esta distinguida composición plástica (amén de que con el libro de Baudelaire acabo de matar un par de cucarachas). Pero regresando al tema: ¿por dónde empezar? Está claro que algunos de ellos están ahí porque estoy preparando un seminario intensivo que impartiré en Monterrey los dos meses siguientes; pero los demás son autores que me causan infinito placer, aun cuando esta confesión pueda considerarse la mayor pavada morelense previa a la transición anual. Pues bien, creo que, por lo menos hasta este último de diciembre, no hay mejor cosa que despertarse para leer el caos dialógico de Valéry o la sapiencia ampulosa de Eagleton para hablar sobre Lacan y, but of course y en línea directa, SuperSlavojZizek. Estas lecturas se acompañan, está de más decirlo, con té de menta. Pero tenemos también la división Línea Maginot: Perec, Foucault, Bataille, Baudelaire y Brassai. Esté último, aunque húngaro, vivió casi toda su vida en Francia. ¿Qué hacer aquí? No existe otra opción: mezcal. Frisson y a sobrevivir, que el gusano mata. Por último dejamos para cuando cae el sol de invierno, que ya me está quemando la frente mientras escribo estas líneas, a los narradores serios. Sada(e), Trevor y Pavic se leen con un brandy, un chaser de agua mineral, un exprés corto y las galletas de chocolate con nuez que cocina mi hermana. Hoy en la noche cambiamos de año y los libros apilados en la mesa se harán más viejos; o también más nuevos, como el salto del caballo de ajedrez de la novela de Perec (esta pieza es la única del juego que está fuera del tiempo, que no de lugar, comarca donde nació el Chicharito Hernández). Creo que me ha alcanzado la digresión. Pero qué más puede anhelarse cuando se llega a los cuarenta: un poco de tolerancia por una barba claroscura y cloroscura y un buen Montepulciano o un Brunello de Montalcino para recibir un otro año. ¡Yamas!

CAS