Adiós,
mezcal
“Mezcal”, dijo el Cónsul. “Mezcal”, ha resonado
el balbuceo como evocación interminable. Hemos, pues, de brincar de un
sonambulismo a otro, driblar el despeñadero de la sobriedad, ahí donde la gente
era ecuánime y dichosa. Quien haya tomado un trago de mezcal nunca volverá a
ser el mismo. Y es en las comisuras donde empieza el milagro: la no sonrisa
horizontal donde los labios se humedecen y un aroma ignoto se refugia
tenuemente en la palidez del carmesí. El mezcal se toma con infinita paciencia
y ¡ay de aquel que ose arrebatar su cuerpo de un solo trago! Jamás se piensa en
él como un precario truco de magia: el elíxir se vierte como quien bebe la
eternidad y a su paso le da luz y color a la hidrografía de los paladares mundanos.
Beber mezcal no es cosa menor; vivir el mezcal es asistir al prodigio
inimitable de un estado mental, ahí donde la gota es río y el río zumo que se
desborda por labios descastados, desflorados por una humedad insomne, ésa de
los corazones de la tierra.
La
siguiente confesión será compartida: no hay aguardiente de agave que no genere
un silencio terrorífico. Pero ésos, como todos sus hermanos producidos en un
país en forma de cuerno, no tienen matices corporales, personalidad propia, y
se les conoce con el nombre genérico de mezcales. No obstante, y hay que decir
que acudiremos a un épico parto semántico, hay una diferencia de matiz en su
nomenclatura: no es lo mismo mezcales que mezcal (recuerdo esa anécdota del
amigo que llegaba a la casa y, a pregunta expresa de qué le gustaría tomar, contestaba
de inmediato: “Tequilas, por favor”). Por ello, en esa minucia lingüística
también está su esencia espirituosa: el mezcal se ingiere de uno en uno y en
cada vaso el venturoso bebedor se reconstruye internamente: una tinta indisoluble
tatúa su cuerpo por dentro. Primero se sentirán como diez metros de alambre de
púas; después como echarle alcohol a la herida abierta y centellante; ya en el
fondo, el líquido creará el hombre nuevo e ilustrado que habitará en el otro
lado de la piel (manchado y mancillado en la entraña, pues, para evitar
confusiones con los adoradores de la Ilustración). La historia del mezcal, a
diferencia de la del tequila que es inexistente, crece en la oscuridad de los
conductos sanguíneos de los personajes tocados por la divinidad; son anales
trasnochados y luctuosos que aceptan sin más una victoria pírrica. Soy hombre
sin razón. Soy hombre sin-sentido. Soy bebedor de mezcal y su historia creció
en mí como árbol adentro. Soy bebedor de mezcal y ya no hay resquicio dentro mío
para ser tallado. Soy un cauce rebasado. Soy hijo del aguardiente del no se
puede creer y sin embargo he creído en él. He tomado mezcal y mi acta de
defunción tiene una rúbrica anticipada.
Durante
mucho tiempo el mezcal me ha acompañado como escudero fiel. He degustado las mieles
de miles de piñas y en cada sorbo atestigüé un nuevo hechizo de la creación. He
acreditado la existencia de infinidad de cepas y acaso ya no hay más agave para
una garganta mallugada, una úvula enllagada, ensangrentada, en descomposición.
El mezcal es una bebida de fuegos imperecederos: un trago lo enciende; el otro
lo apacigua. Uno más lo renueva. Alguna vez dije que era una bebida de
cabotaje. Estaba equivocado: quien ha sido tocado por la sirena de su savia
jamás regresa a tierra firme. El mezcal es una bebida de mar abierto y abandono
absoluto: quien lo bebe se enfrentará a una brújula vacilante, el mismo mezcal
sin señal del norte. Si he de pensar en una figura alegórica, entonces me iré
con la del rescoldo interminable: ese espacio omnímodo, alejado de la
incandescencia y de la oscuridad plenas, que no termina por apagarse nunca.
Por
años he bebido mezcal, he escrito sobre él. ¿Por qué algo tan prosaico atrae la
suficiente atención para no dejar de pensarlo, sentirlo, padecerlo? He asistido
a sus embrujos y he fracasado en narrarlos, en dar cuenta de ellos al vislumbrarlos
como ecuaciones matemáticas. Pero no: ahí está su vigor como memoria inexpugnable
de la piel. Bastará arrojarme una brasa para hacerme rescoldo eterno, amante
mezcal y fuego invisible. Adiós, mezcal: soy hombre muerto y juro que por fin he
de dejarte en paz.
CAS
Texto publicado en el número 65 de la revista El jolgorio cultural.
2 comentarios:
Hace tiempo que no me daba una vuelta por sus letras. Me da un gusto enorme encontrar que su estilo, tan particular, sigue tomando vida en este rincón virtual. Siempre me fascinó el retrato de lo cotidiano que nos regala. Ojalá, algún día, podamos compartir un buen mezcal.
Nazzar
Gracias, Nazzar. Un abrazo,
CAS
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