miércoles, diciembre 18, 2002

Un apunte sobre la vejez

¿Cuándo una persona es vieja? Convencionalmente la respuesta suele ser: al rebasar una edad también convencional, a saber, aquella en la que al sujeto en cuestión no le quede un solo cabello del color original. Ahí es cuando, se dice, uno accede a la tercera edad, etapa que no deja de ser un eufemismo. Pero también hay otros referentes, como ya no oír, la necedad, poder masticar sólo cosas suaves y acaso tener una dentadura postiza que comúnmente se cae a la hora de dar una conferencia magistral. Aunque igualmente, hay que decirlo, la vejez es sinónimo de sapiencia, mundo y autoridad. Eso, claro, en teoría, pues mi vecina Juanita tiene como 134 años y no es sinónimo de ninguna de ésas; aparte, si la disecamos así como está podríamos rentarla como momia de Guanajuato. Por otro lado, estas consideraciones obedecen a una cuestión de perspectiva: un niño puede decir que alguien de cincuenta años es un viejo consumado, cuando otro recién pasado el medio siglo piense que la vejez únicamente se alcanza después de los noventa. Pienso en Velázquez, el gran pintor sevillano, quien murió a los 61 años. En una época donde sólo la mitad de las personas pasaba de los veinte años, Velázquez era a los cuarenta un ilustre y respetado sabio y al momento de morir un perfecto fósil andaluz.

En México, por desgracia y a diferencia de los llamados países del primer mundo, una persona senil es normalmente plato de segunda mesa y la hacemos morir antes de que en realidad lo esté. Decirle al niño “vamos con tus abuelos” es peor que dejarlo dos años sin mesada, pues nunca entenderán que los padres también tuvieron padres y además los quieren mucho. En una nación en la que más del cincuenta por ciento del pueblo tiene menos de veinte años, un anciano es un outsider pernicioso que recuerda una época sumamente lejana, suele usar corbata al sentarse a la mesa y su cuarto huele rigurosamente a una mezcla de polilla y lavanda; esto, desde luego, si no está indispuesto y tiene una enfermera a su lado. Sobre el tópico, si tampoco tiene una sonda para orinar con su correspondiente bolsita, entonces hasta podrían caer bien, aunque no hable mucho y sea, por extensión lógica, una figura decorativa que al comer tira la comida en un babero inmundo, que bien lo haría ser objeto de una instalación contemporánea. Un viejo es despreciado por la mayoría y motivador de lástimas ajenas. Su valor en la vida ha sido secuestrado por una perversión temporal y sólo lo recupera cuando el nieto llega a pedirle dinero para comprar una paleta payaso.

Al igual que todos lo mexicanos, yo también pensaba así hasta hace algunos años, pero tuve la suerte de ser iluminado por una de las personas más sapientes que esta digna vida me ha permitido conocer: Sergio Galindo. Como nadie es profeta en su tierra, Sergio es uno de muchos escritores mexicanos todavía sin el reconocimiento que se merece, cosa que necesariamente tendrá que cambiar con el tiempo. Durante mi infancia, él y su familia estuvieron muy cerca de nosotros. Yo crecí paralelamente a su hijo menor, Sebastián, y recuerdo vacaciones memorables a su lado. Los últimos años de su vida, Sergio estuvo muy grave y tuvo que irse a vivir al puerto de Veracruz. La última vez que lo vi, en noviembre de 1992 con motivo de la boda de Sebastián, me dedicó su obra maestra: Otilia Rauda; la dedicatoria terminaba con una frase sabia e implacable: “La vejez es sólo del escritor”. Al principio no la entendí, pero después de pensarlo un poco la asimilé por completo: es acaso el escritor, y cuando hablo de éste me refiero al verdadero creador y trabajador de oficio, el único que puede vislumbrar la vejez sin padecerla; bosquejarla sin habitar su piel; proyectarla sin asilar sus arrugas. Quizás también el único que logre vivirla y tolerarla sin haber pasado por ella. En ese sentido, por amplitud lógica, el escritor –asimismo– está muerto. Sergio, a los setenta años, también lo sabía.

Sin embargo, tiempo después viví en carne propia esta situación. Un día, hace algunos años, mi amiga Socorro Venegas me llamó por teléfono.

–Hay un escritor gringo que se está muriendo y está regalando toda su biblioteca.

Sobra decir que aparecimos por ahí en menos de lo que canta el gallo. En efecto, era un escritor estadounidense al que una semana antes se le había muerto su esposa y se deshacía del último vínculo que le ataba a la vida: sus libros. Pero a los veinte años uno puede ser lo suficientemente imbécil para no vislumbrar dicha situación y convertirse, ante la posibilidad de ampliar ominosamente la biblioteca propia, en una insolente ave de rapiña. Así, revisamos todo el lugar y salimos con más de tres cajas de libros por cabeza. El señor, que por estulticia personal no recuerdo su nombre, tenía noventa y tantos años y sólo veía, con tristeza, como metíamos las cajas en el auto. Ya cuando nos despedíamos, me encontré sobre la mesa del comedor un libro de John Fowles, con una separación indicando que alguien lo estaba leyendo. Me valió madres y lo agarré ante la atónita mirada del gringo, que veía como un insulso mozalbete se llevaba probablemente la última lectura de su vida. Pero no dijo nada; yo tampoco lo puse de nuevo en su lugar. Tampoco Socorro me dio un codazo en las costillas para hacerlo. Me lo llevé como quien guarda el último suspiro de la gente que fallece. Fui, esos instantes, un siniestro perro.

Creo que de pocas cosas puedo arrepentirme en la vida, pero esta tontería estaría entre las primeras. No obstante, fue ahí cuando me quedó claro por completo qué era ser viejo. Ahora mismo desconozco si esa frase de Sergio puede ser cierta y la vejez sea una cualidad, en efecto, sólo del escritor. No obstante, cuando vi el rostro de tristeza y resignación de aquel hombre a quien no únicamente le quité su vida sino también su último segundo, su última alegría, su última satisfacción, supe que el ser humano, en principio, es egoísta; después, un vil pecador que se la pasará eternamente lamentándose de las acciones de su pasado, aun si llega a la vejez.

CAS

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