Escritores suicidas
Los suicidas son personajes incómodos. Normalmente no se deciden de una vez por todas a meterse un escopetazo en la boca o tragarse un frasco de barbitúricos con un poco de agua, sino que anuncian mucho tiempo antes que van a suicidarse. Es cierto, si hay un intento previo las posibilidades de una repetición crecen y hay que estar ojo avizor en todo momento. Es común que escriban cartas o dejen mensajes en las contestadoras diciendo que la vida es una reverenda mierda y que no vale para nada; eso, por supuesto, hace que la gente cercana se angustie y viva en constante incertidumbre. Incluso cuando por fin logra su cometido, existe cierto desahogo, pues ya no hay que preocuparse al respecto. En resumen: los suicidas son unos miserables, como todos los muertos cercanos, a quienes les importa un cacahuate las personas que dejarán sufriendo. Son unos egoístas.
Curiosamente, entre los escritores hay una tendencia recurrente a esta peculiar actividad. Desconozco las causas, pero descarto de antemano el argumento de una vida trágica: no existe en este mundo una sola vida que no sea trágica; aunque también lo sea esperanzadora. Desde luego entre los potenciales suicidas encontramos un sinnúmero de charlatanes, como lo fue -entre otros- el poeta francés Paul Verlaine. Hay que recordar de partida que Verlaine tuvo un affaire tormentoso con el enfant terrible de la literatura decimonónica, Arthur Rimbaud. Así, cuando Verlaine vivía en Bruselas le mandaba cartas a su madre Stéphanie y a Rimbaud para que fueran a su encuentro en Bélgica; de no ser así se quitaría la vida. Angustiados, la madre y el amante lo alcanzaron; sin embargo, aunque cobarde y chantajista, Verlaine amaba la vida y nunca estuvo dispuesto a acabar con la suya. Más allá de eso, cuando Rimbaud se dio cuenta de que su ex era un petimetre embaucador, decidió volver a Londres, ante lo cual Verlaine lloró como una margarita, le metió a Arthur un balazo en la mano y después intentó matarlo en serio. La policía lo agarró y estuvo un año en una cárcel de Bruselas.
Hay, por otro lado, los que no tienen las agallas suficientes para quitarse ellos mismos la vida, y arreglan todo para que otro se vea en la obligación de hacerlo, como le sucedió al moscovita Alexander Puschkin. En 1834, cuando Puschkin vivía en San Petersburgo con su esposa Natalia, llegó a la ciudad un emigrado francés, el barón D’Anthes, que fue admitido en la Guardia Imperial. De inmediato, D’Anthes se convirtió, por su simpatía y vivacidad, en un personaje ampliamente conocido del mundo petersburgués y Puschkin se hizo su amigo. Con lo que el escritor no contaba era que también se haría amigo de Natalia. A partir de ahí, el francés y la esposa de Puschkin empezaron a frecuentar bailes y eventos sociales de San Petersburgo. Los rumores no se hicieron esperar y llegaron a oídos de Puschkin, quien para salvar su honor retó a D’Anthes a batirse en duelo. Para salvar su honor pero no su pellejo, pues Puschkin pocas veces en su vida había agarrado un arma, además de que el francés tenía fama de excelente tirador. Por eso se trataba de un suicidio, maquillado si se quiere, pero con todas sus letras al final. Puschkin murió por un balazo en el vientre el 29 de enero de 1837, dos días después de haber perdido un duelo de honor a orillas de riachuelo Chiornaya.
El número de suicidios entre los escritores es amplio si se compara con el índice existente entre carpinteros, azafatas o ceramistas, pero mucho menor si se le ve en relación con el número de corredores de bolsa que se suicidaron en Nueva York nada más en 1929. Los métodos son por lo general convencionales, aunque hay estrafalarios que hasta para quitarse la vida tratan de hacerlo con originalidad. Así, por ejemplo, Leopoldo Lugones tomó cicuta, Sylvia Plath se encerró en la cocina de su casa, abrió las llaves de gas y metió la cabeza en el horno y Gerard de Nerval se ahorcó con el sombrero puesto. Hay, sin embargo, casos más fortuitos, pues no siempre nos encontramos con suicidas de vocación; algunos lo son más bien por inspiración. El griego Costas Cariotakis, en 1928, se arroja al Mediterráneo con la firme intención de quitarse la vida. Diez horas más tarde, la corriente lo regresa a la playa. Entonces va a su casa, se viste con su mejor traje y compra una pistola. Poco tiempo después, a la orilla de un eucalipto, se dispara en el corazón. En sus bolsillos es encontrada una nota póstuma: “Aconsejo a cuantos sepan nadar que no intenten jamás suicidarse tirándose al mar. Durante más de diez horas estuve peleándome con las olas, tragué una enormidad de agua y, sin saber cómo, de vez en cuando subía a la superficie. Seguramente alguna vez, cuando tenga oportunidad, escribiré las impresiones de un ahogado”.
Se dice que el padre de los escritores suicidas modernos es el inglés Thomas Chatterton, quien en 1770, a los diecisiete años, se envenenó con arsénico en una buhardilla londinense. Chatterton es conocido como uno de los mayores falsificadores de la historia de la literatura. Desde los doce años tuvo acceso a la biblioteca de la iglesia de St. Mary Radcliffe, donde obtuvo la información necesaria para crear su personaje mítico, Thomas Rowley, un monje del siglo XV cuyas obras Chatterton pretendía haber descubierto. Los poemas fueron recibidos con entusiasmo pero poco después la crítica empezó a dudar de su autenticidad. La poesía de Chatterton era propia del sobrio lenguaje inglés del siglo XV, pero con la naciente potencia romántica de la segunda mitad del XVIII. De hecho, sus libros sólo fueron editados después de su muerte y escritores como Coleridge, Keats y Shelly lo convirtieron en un héroe romántico. En la obra de teatro “Come of Age” de Clemence Dane y Richard Addinsell, los autores recrean un hipotético diálogo entre Chatterton y la Muerte. En un pasaje, el niño Chatterton justifica su suicido diciéndole a la Muerte que el veneno es más barato que un pan; más adelante, le pregunta si existe en efecto un Thomas Rowley en el reino de los muertos y puede vanagloriarse de lo que escribió; por último, le dice que no puede llevárselo al infierno porque todavía es menor de edad.
La vida de los suicidas siempre será llamativa y acaso es ésta la razón de que en muchos casos su obra pueda tener asimismo mayor interés. Hay una vida que a mí me apasiona en demasía, probablemente por la cercanía que me guarda con su narrativa. Me refiero al peruano José María Arguedas. El 28 de noviembre de 1969, Arguedas se pegó un tiro en la sien frente a un espejo, esto para no errar el disparo. Cuatro días después moriría en el Hospital del Empleado de Lima. Ya lo había intentado tres años atrás sin conseguirlo. Es atrayente el caso de Arguedas porque, después de ese primer intento de suicidio, todo lo que escribió tenía el fantasma omnipresente de su confrontación con la muerte. En el “Primer diario” de su novela póstuma El zorro de arriba y el zorro de abajo, anota: “Escribo estas páginas porque se me ha dicho hasta la saciedad que si logro escribir recuperaré la sanidad. Pero como no he podido escribir sobre los temas elegidos, elaborados, pequeños o muy ambiciosos, voy a escribir sobre el único que me atrae: esto de cómo no pude matarme y cómo ahora me devano los sesos buscando una forma de liquidarme con decencia, molestando lo menos posible a quienes lamentarán mi desaparición y a quienes esa desaparición les causará alguna forma de placer”. Arguedas era un suicida elegante; para él quitarse la vida era una cuestión de orgullo, sobre todo porque no podía darse el lujo de fallar otra vez, ya que los intentos de suicidio fallidos sólo sirven para desprestigiar la actividad. No obstante, no dejarán de ser molestas las insistentes alusiones a que uno se quiera matar, pues es una forma también de tortura para los demás. El suicida que dice “falta poco para suicidarme” es un ofensor social.
Más adelante, Arguedas prosigue: “Creo que de puro enfermo del ánimo estoy hablando con ‘audacia’. Y no porque crea que estas hojas se publicarán sólo después que me haya ahorcado o me haya destapado el cráneo de un tiro, cosas que, sinceramente, creo aún tendré que hacer”. A final de cuentas, si uno ya tiene en su haber una tentativa fallida, hay que tomar muy en cuenta cada vez que se dice “me voy a suicidar”; claro, también cabe la opción de encerrarlo en un hospital psiquiátrico. En uno de sus últimos textos, fechado el 22 de octubre, el peruano escribió: “Habrán de dispensarme lo que hay de petitorio y pavoneante en este último diario, si el balazo se da y acierta. Estoy seguro que es ya la única chispa que puedo encender. Y, por fuerza, tengo que esperar no sé cuántos días para hacerlo”. En efecto, esa fue la “última chispa” que encendió Arguedas.
Los escritores suicidas, según creo, son ahora una especie en extinción. Sin embargo, hay que ver esa circunstancia como una posibilidad latente. Al final, como escribió René Char, “algunos seres tienen un significado que ignoramos. ¿Quiénes son? Su secreto está en lo más profundo del sentido de la vida. Se acercan a él y ella los mata”.
lunes, diciembre 16, 2002
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