jueves, noviembre 25, 2010

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I

De un tiempo a la fecha las mañanas en la Del Valle ostentan un viso riguroso: son de una sospechosa dualidad que va de la melancolía al júbilo. En el vaivén, hay una estación inconclusa en el claroscuro. Es un asiento sobrecogedor. Enfrente de mi ventanal se levantan, imponentes, una araucaria de diez pisos, una palmera de exuberancia defeña y un laurel bondadoso que atestigua la conducta de sus compañeras desde una atalaya arrogante. Por eso me ha negado a ponerle cortinas o persianas a la estancia de mi nuevo departamento: es irrelevante que los vecinos de otros edificios me vean paseándome en pelotas si cada mañana tengo la compañía visual de estos Ents de la inversión térmica. Son ya diez meses aquí y las cosas han ido bien en general. Los vecinos de la puerta de al lado son buenas personas: tienen dos hijas y un perrito faldero que al verme en el edificio me sobaja con digna indiferencia y cuando me lo encuentro echando unos lodos en el parque de Pilares, me ladra con un sólo rasgo elocuente: quedarse con un pedazo generoso de mi espinilla. El marido me cae muy bien; aunque no platicamos mucho, alguna vez en el elevador me contó que tiene una empresa de fumigaciones. No quise preguntarle más, no vaya a ser que yo le resulte insoportable y llame a sus chalanes para hacerle un trabajito al next door boy. Ella es muy simpática. Bien a bien no sé qué haga pero suelo encontrármela en el parque con el perro, en el Starbucks, en el Sam's, en fin, esos lugares que yo y ciertas mujeres frecuentamos a mediodía. Con ella me quejo de que el recibo de la luz llegó muy alto, charlamos sobre la boda de Peña Nieto y temas fundamentales por el estilo (dicho sea de paso, la luz, en efecto, es más cara desde la desaparición de Luz y fuerza, y el servicio mucho peor: por lo menos en esta colonia nos quedamos sin electricidad tres veces diaras). La única frase directa que me ha dicho es "te gusta mucho el reventón, ¿verdad?". He pensado en invitarlos algún día a tomar una copa y departir abiertamente sobre el clima, pero reculo (siempre había querido utilizar este trascendental verbo) cuando recuerdo que mis amigos son neardentales beodos y mis amigas amazonas fundamentalistas. Las niñas, por su lado, son un tema aparte: engañan a sus papás diciéndoles que ya se van a dormir; apagan la luz y desde una rendijita de su persiana documentan cada una de las bajezas y suciedades que ocurren más allá de un ventanal sin cortinas donde cohabita una fauna fantástica. Pero el punto significativo del nuevo edificio son los porteros. Hay uno que está durante el día y otro en la noche; son compadres y, ante los inquilinos, funcionan con la rutina del policía bueno y el policía malo; los dos conocen ya a la perfección a la gente que llega y se va de mi departamento (con algunos ya son íntimos). Trabajan juntos desde hace muchos años y no hay ningún lazo de parentesco entre ellos. Y como las coincidencias no existen sino que todo ha sido prefigurado por la varita mágica de nuestro Señor, los dos se llaman Celedonio. Inspirados en la ascendencia buñueliana de Catherine Deneuve, uno es Cele de día y el otro, Cele de noche.
CAS

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