Hace tres días que no escampa en Cuernavaca. El sol es un recuerdo remoto en una ciudad que alguna vez se llamó "de la eterna primavera" (una frase, creo que ya lo he dicho, acuñada por mi bisabuelo). La zona ya no parece tomada por narcos que cuelgan a sus víctimas en los puentes sino un gueto vigilado por cúmulos filosos e implacables (hacinarse para evitar su llanto enfurecido es imposible). Los optimistas apelan a una ecuación sobre el equilibrio en la que no puede llover siempre. Yo tengo miedo de que se alejen las nubes, pues ya no existe esa balanza natural diseñada por nuestro Señor entre lo decente y lo zafio. Pero el problema es otro: si tiene que escampar algún día, será necesario recibir la sequía eterna con los justos honores (la nueva patria potestad de las miradas terrenales). De ésa ni siquiera vengándonos a nosotros mismos se podrá salir al paso. Hoy lluevo ojos adentro; mañana, allá en la loma que ya no distingo, mis latidos serán crepitaciones obscenas.
CAS
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