martes, septiembre 28, 2010

Salsa europea

Es por todos sabido que en esa ecuación del varo mata carita, el verbo mata cara, etcétera, el que lleva las de ganar es una figura de entendidas mañas y licenciosos recursos: el bailarín. No hay mujer que se le resista; así, mientras él le asesta una evolución camaronera, ella invariablemente le lanzará a la yugular: “¿Así como bailas haces el amor?”. El bailarín responderá con un fallo vulgarísimo: “Averígualo, Nena”. Si pensamos, por ejemplo, en un bailador de salsa, éste tendrá la ventaja de exhibirse inicialmente con una mujer fea pero que baila muy bien; acto seguido, el personal femenino pasará a solicitar sus servicios, y peleárselos, en cada nueva rola.
Durante años con mis amigos (antes de que fuéramos aburridos y estudiáramos doctorados) asumimos la salsa como una forma vehemente de vida; pensamos que acaso las vicisitudes cotidianas podrían desaparecer entre la gracia de una vuelta doble o la voluptuosidad de un medio paso entre el cuerpo del otro (una simbiosis fugaz que no se encuentra en ningún otro estadio humano). Nuestro lema era “Salsa o muerte” y lo dejábamos diligentemente escrito en el vidrio empañado del departamento de cincuenta metros donde se realizaban las mencionadas gestas. Eran las épocas del “Procura” de Chichi Peralta y “Somos lo que hay” de Manolín el Médico de la Salsa. De hecho con María, una griega sublime que vivió muchos años en México, acuñé el verbo procurar. Cada vez que sonaba la distinguida rola del maestro Peralta, nos parábamos a bailar sin importar que ella estuviera frente al Hombre-de-su-vida o yo en pleno coito en el clóset de los dueños de la casa. Un día, sin embargo, le fallé. Yo hacía mi luchita con alguien más y, al oír la música, María se paró ipso facto a buscarme. Cuando vio que yo ya procuraba en la pista pero sin ella, una lágrima descendió por su pómulo helénico y se quejó de mí con todo mundo llamándome ojete.
Por todas esas razones espirituales que me apegan sobremanera a la salsa, la última vez que estuve en Europa resolví hacer un estudio antropológico en dos vertientes cognoscitivas: 1) probar todas la cervezas de los bares en que recayera y 2) bailar salsa en cada uno de dichos tugurios si el ambiente, el personal y el dj-que-normalmente-es-un-idiota lo permitían. Como el estudio fue todo un éxito, es menester narrar, por primera vez, mis impresiones al respecto. Léase lo siguiente escuchando la mejor rola de salsa jamás compuesta: “Llorarás” de Oscar de León.
En Ámsterdam no hubo posibilidad de bailar con nadie; el lugar brasileiro estaba vedado para los blancos: a las holandesas lo único que les interesaba era bailar con negros que lo hacían pésimo y a ellos, a su vez y por dimensión desconocida, fornicar con ellas, aunque mal; en Graz tuve a bien bailar con una eslovaca que tenía un marido guatemalteco. Él me vio y dijo Tú sabes bailar, ¿verdad? Bueno… Es mi esposa: baila con ella. Ante tal ofrecimiento (eso de aceptar a las esposas ajenas nunca ha sido mi fuerte), tuve que ir a la pista inexistente con la eslovaca que había estado en algún lugar del trópico y había aprendido salsa de salón. De notable rigidez pero sonriente, la eslovaca hizo que por primera vez me aplaudieran en mi tour salsero europeo. Cuando terminamos, un venezolano que también estaba ahí, un glorioso antro cubano llamado Cohibar, tuvo que salir con la típica guarrada sudamericana: “Yo anduve con ella antes qué el: es la que mejor lo chupa de todo Graz.” El venezolano se mofaba de haber sido baterista de Falco y Opus, insignes por un one-hit wonder. Se lo informaba con inexplicable orgullo a quien entrara en el bar: le decía al cantinero “pásame mis discos”. El cantinero obedecía y él mostraba su foto difusa en la portada del acetato. Fue hace mucho tiempo; era muy joven, se justificaba.
Quizás fue en Atenas donde tuve la primera experiencia concupiscente de mi estudio antropológico. Estábamos comiendo en casa de un amigo y él insistentemente nos comentaba que faltaban las mujeres más guapas de la fiesta: “Son locutoras. Vienen cuando acaben de chambear”. Al poco tiempo, las locutoras, que ya nos habían saludado en su programa de radio (“Un saludo a los amigos mexicanos que están en casa de Costas. No se vayan. Ya no tardamos”), llegaron a la fiesta como Ángeles de Charlie del Pireo: auto convertible y rubia, morena y trigueña. Y como era Grecia, parrilla, cerveza, ouzo y vino tinto frío. Y entonces la salsa. Chet. Y la morena a por todos los mexicanitos. Doble chet. Y ella, introduciendo su muslo en la entrepierna: Dance me. Y uno bailándola a toda máquina and she, harder, Dance me harder. Y su cuerpo suave, con la flor de piel de un vestido ligero que no escondía nada abajo, Dance me, my love. A Beeeeeeeeeeeeeeer, please. Ok, darling, but first Daaaaance me. No, eso no fue salsa pero no importó. Y se lo hizo a los tres mexicanitos que tuvimos a bien ir a un asado espartano en la cuna de la civilización. Dance me. La manzana de la discordia. Helena. Eva. Blanca Nieves. La decadencia de Occidente fue por una mujer. Dance me. Efgaristó.
Las secuelas no se hicieron esperar. Santorini: Margarita, María y Dimitra en la playa; Folegandros, mi María bartender y tú bailas, ¿verdad? Oui. Lo sabía, poniendo al Buenavista Social Club. Te invito un trago y luego volvemos a bailar (y el corazón afuera no por el tema romántico sino por el infarto cercano. Ya desde entonces estaba viejo). Otra vez. Y en Praga, mientras un amigo saudiárabe que había conocido en la barra me hablaba mal de su papá (le tenía que cargar su bloody baggage), un checo en docto inglés Tú bailas, ¿no es así? (again and again and again. How do you now, man? It is obvious). De nuevo las lonjas y el rostro abotagado no funcionaron para enmascarar lo obvious. My girlfriend is a salsa teacher. Chet. And here we go. Bailé con la salsa teacher, de salón obviously, y nos aplaudieron, y otra rola y I think we´re dancing very close and your boyfriend is watching us, pero sin decírselo, y así y así. Gracias, gracias. Bailas muy bien me dijo el saudiárabe en la barra. Más o menos, man, no hay que exagerar. México, gran país, ¿eh? Más o menos. Corona, gran cerveza, ¿verdad? Bueno… Dos Coronas y dos tequilas (Cuervo especial, ¡damn!). Pagó con petroeuros, se echó el tequila de un trago y se fue diciéndome You´re really my friend, man. La maestra de salsa seguía con el novio en una esquina haciéndome ojitos. Huí antes de que se le ocurriera llegar a la barra para proponerme un trío.
La salsa en Francia tiene sus asegunes: en general no se baila bien pero hay lugares especializados en los que se salsea como en los mejores clubes latinoamericanos. En Grenoble buscamos afanosamente uno de ellos en esos automóviles pequeñitos cuya única explicación de su existencia es que su dueño paga un karma por votar por Le Pen. Tras una hora perdidos, llegamos muertos de sed: era un galerón con olor a camembert habilitado como salón de baile. Momó, un amigo músico al que había conocido dos horas atrás, me dijo Te apuesto una cerveza a que no bailas con esa mujer. Naturalmente esa mujer era la mejor bailarina del lugar. Vas a perder, Momó. Está bien, si lo que me quieres decir es que te da miedo… Regresando de la pista: mi chela, Momó. Golpe de suerte, pero a que no sacas a esa otra. Por esa testarudez propia de los franceses, que provocó entre otras cosas algo llamado Waterloo, Momó me pagó todas las cervezas de la farra. Al final, para sus adentros, le escuché su única frase en inglés de la noche: I have a family to feed… ¡Merde!
Madrid fue el único lugar donde mi presencia resultó anodina (pinches cubanos), así que sólo diré que en los cinco antros de salsa que visité, ninguna persona fue a por mí con aquello de Tú bailas y, de las españolitas que invité a bailar, sólo dos dijeron sí y ninguna de ellas quiso seguir la siguiente canción. En el reino de los ciegos el tuerto es rey, se dice. I agree. La última ciudad de mi experimento fue Berlín. Volví por mis fueros: mi amiga Anne y yo sorprendimos con nuestros doctos pasos (bueno, los míos, pero ella, inteligente, se dejaba llevar) a unos alemanitos que hacían una fiesta en un squat. De hecho había sido la primera vez que se escuchaba un poco de salsa en el squat. Nos aplaudieron y nos invisibilizaron en el acto. Seguro dijeron algo así como “por eso en sus países hay dictaduras”.
Las conclusiones, aunque rupestres, son reveladoras: en Europa es mejor beber cerveza que bailar salsa, sobre todo cuando las salsas escasean y no hay posibilidad de armar una decente michelada. Después, que el dancing, como muchas otras rugosidades en esta vida, es una actividad peligrosa en la que no debería caer todo el peso de nuestra sensibilidad (sobre todo la mía de 130 kilos); por último, y sin contradicción manifiesta, se trata nomás de un reducto de lascivia expuesta, intercambio inocuo de sudores amotinados y la plataforma del vaivén eterno de las entrepiernas; ellos, como los andróginos, nos recordarán al final que los dos cuerpos son, last but not least, una sola figura en movimiento.
CAS

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