miércoles, abril 07, 2010

U turn

No hay piel humana que se mantenga sin cicatrices. Cuando parece que las llagas están por difuminarse, sucede que, por una evolución estrictamente divina, se recalcan sus sombras enardecidas y regresan a su morada epidérmica. Estigmas les dicen y se recrean como sangre encapsulada. A mí, sin embargo, las marcas divinas no me reaparecen en las manos o antebrazos como le sucede a la estirpe de Nuestro Señor. A mí, a diferencia de la visibilidad ecuánime de los estigmas cristianos, las marcas me salen en las lonjas y, aunque no son muy estéticas, adquieren una voluminosidad excelsa que un andrógino envidiaría. Quizás la cura venga de realizarme una liposucción y preparar jabones afrodisiacos con la grasa que salga de la cirugía; así podría tallarme in situ pero por fuera de la piel (la imagen no me convence porque la piel siempre está por fuera pero valga la licencia poética onda Xavi Villarrutis porque hace mucho calor). Como Nuestro Señor acaba de morir, y para evitar la lipo que haría de mí un chicharrón inolvidable, pretendí revivir el viacrucis con caídas y crucifixión incluidas. Bueno, con una diferencia de matiz: revivir el viacrucis tirándome en forma de cruz en el jardín y la alberca de mi casa de Cuernavaca. Pero más o menos seguí el ritual de la semana mayor: jueves santo de eucaristía con vodkas tónics y panecitos con queso de cabra y jamón serrano (tampoco hay que exagerar la nota); viernes de crucifixión tirado de cara al sol y dejando un pedazo de mi alma en un rincón de pasto seco (aunque hacía la cruz tirado en el jardín, he de decir que la sensación era de una verticalidad espigadísima); sábado de gloria acompañado por el inefable "¡agua, mi niño!" (aquí no sólo hay que compartir el pan y las pizcas sal, sino la sal misma en cantidades discrecionales, como las partidas secretas de Fecal); y el domingo de Pascua, estadio de resurrección, resucitación y posibilidad de checarse los estigmas. Como de medias vueltas está llena la vida de los hombres que jamás leerán a Og Mandino, mis estigmas no aparecieron a razón del sufrimiento por la semana santa sino por aquella extraña estupidez que he venido repitiendo rutinariamente los últimos años: me pasé el limón de las micheladas por la lonjas; éstas, a su vez y caprichosamente, fueron expuestas al sol en un momento nodal de la pasión y el cuerito se expandió como si los duendes epidérmicos estuvieran inflando un condón cubano. Por eso las semanas santas no sirven para emular a Jesucristo a la ligera (para eso existe gente preparadísima en Iztapalapa), sino para cuidarse de la languidez cutánea, la deshidratación del alma y de las voces del más allá que no hacen más que recordar que el dolor y las penurias existen independientemente de la voluntad propia.

CAS

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