jueves, octubre 28, 2010

Alí

La partida de Alí Chumacero nos deja como la palabra perfecta que invariablemente faltará en un texto: un vacío ponzoñoso, ilegible. Porque su obra siempre estuvo ahí: tres libros nodales de la poesía mexicana publicados hace más de cincuenta años. Y ya. Alí, a diferencia de Juan Rulfo, toleró más tiempo los neurasténicos reclamos por que escribiera más. No lo hizo. Y tampoco fue necesario. La lobreguez que hoy día se padece va más hacia la orfandad ineluctable con la que nos atiza la muerte de los seres queridos, que a las palabras nunca confeccionadas como versos.

Cada vez que hablo de un amigo que se nos adelanta, sobre todo si es célebre, intento no caer en el mal gusto genérico de decir el Amigo y yo. Pero con Alí no podrá ser de otra manera porque, aunque lo conocí ya al final de su vida y lo dejé de ver los últimos años, fue para mí una enseñanza nodal en mi proceso como escritor: un hombre que entendió que la vida se encontraba en la mundanidad inmediata de un whisky 12 años; en un pase de torero sólo narrado por un egregio bardo de Acaponeta y en la savia, etérea y sabrosa, de una burla puesta en el lugar debido. Ése era Alí: un personaje cuya actuación se salía del guion predestinado para las figuras emblemáticas de la poesía; un ironista que compartió su sabiduría con los jóvenes y dejó, allá en la palestra, la rupestre reverencia de la alta literatura. Cuando le preguntaban qué haría con su biblioteca de cuarenta mil tomos, siempre respondió: “A veces me dan ganas de leerla”.

Durante 2000 tuve la dicha de compartir con Alí momentos inolvidables. Me habían otorgado la beca del Centro Mexicano de Escritores y los jóvenes escritores seleccionados teníamos que acudir todos los miércoles del Señor al taller para que trituraran nuestros textos. Los tutores eran Alí y Carlos Montemayor (otra pérdida lamentabilísima; año aciago para las letras mexicanas, pues) y las sesiones, sin la participación diligente y bondadosa de Alí, se hubieran llamado Desolle al escritorcillo allá en el désolé Monte Mayor. La crítica de Alí siempre estuvo orientada a señalar pequeños desaciertos en cuanto a la estructura de nuestros textos y en algunos casos errores de redacción que un especialista jamás enunciaría con tan elegante y avezado tacto. Le gustaba conversar sobre toros y muchas veces platicamos al respecto, en particular cuando íbamos a cenar a la Hostería de Santo Domingo. Decía, “Mientras Carlitos [así le llamaba a Montemayor] se avienta sus cinco arias de ópera de rigor, vamos a hablar de Rodolfo Gaona”.

Numerosas son las anécdotas con Alí, desde que un reputado escritor me quiso pegar en esa biblioteca de cuarenta mil ejemplares porque confundí el partido comunista con un partido de futbol (“¡Como en los viejos tiempos!, ¿verdad Alí?”, le decía al Maestro mientras éste bebía un scotch 12 años, siempre arriba de 12, sin hacerle caso), hasta nuestras aventuras en Ciudad Juárez (aunque creo que de estas últimas sí narraré una). Era un encuentro de escritores jóvenes y el invitado especial era Alí. Él tenía 82 pero, como lo fue hasta su muerte, era un roble ufano a quien el trago y la dolce vita lo mantenían como de treinta. Bastaba con darle un abrazo para saber de su fortaleza. Después de las mesas de trabajo, con algunos amigos escritores de toda la república, tomamos una habitación del hotel. Invitamos a Alí: fue con una de las niñas organizadoras (la pobre había pensado “a este viejito con dos tragos lo tumbo”. Ah, la juventud). Mientras departíamos, Alí le dijo “Vámonos a mi cuarto”. La otra contestó “Ay, Maestro qué cosas dice”. Él, obstinado como quien espera lustros un “natural” apolíneo, insistió; acto seguido se besaron. Ninguno de los escritorcillos que recomponíamos la literatura como rimbauds posmodernos lo podíamos creer: el gran Maestro Chumacero no sólo nos aventajaba años luz con su lírica arrolladora de sólo tres poemarios (había compañeros que ya habían publicado ocho) sino que nos daba miles de vueltas en ese universo sublime e incomprensible llamado mujeres (siempre decía, con su fina ironía, que la única mujer buena era la ajena o que lo único bueno del matrimonio era la viudez, aunque el muerto fuera uno). Alí se fue solo del cuarto y la niña permaneció muerta (sólo porque se trataba de Juárez, “muerta” es un eufemismo de “borrachísima sobre una cama”). Eran las seis de la mañana y teníamos que estar a las nueve en la inauguración de un parque que llevaría el nombre del Maestro. Alí se presentó impecablemente vestido de traje y sin rastro de la batalla de horas atrás. Lo envidiamos. En general siempre se mostró amable con los jóvenes, salvo cuando se le faltaba al respeto. Si alguien, imberbe, estúpidamente, osaba preguntarle por Rulfo, su respuesta era implacable, letal: “Rulfo era mi empleado”.

Ciao, mi querido Maestro. Extrañaré tu ironía, las pláticas sobre toros, los scotchs de necesario añejamiento, al buen bebedor que habitaba en las barricas de roble de los grandes conversadores; pero sobre todo hará falta la sapiencia y amabilidad de los momentos de coexistencia de cuando le otorgaste tu amistad a un enconado aspirante a escritor. Ya nos veremos en algunos años (muchos, espero y tocando madera), con Carlos también, en esa mesa rectangular donde nos conocimos y hablamos harto y con fruición delirante sobre las fecundas e inagotables bondades de la vida.
CAS

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