La pregunta ha dejado de girar en torno al olvido. Ahora es otra, más vasta, más entrañable. Es una colección de sílabas dichas en la barra de un bar (de un tiempo a la fecha, la morada perfecta). Ya no es, pues, cómo olvidar sino cómo acomodar las cicatrices para que su ordenamiento sea menos doloroso. Las mías ahora se confunden como agua tibia (unas son de sol; las otras son como de naturaleza muerta con flor). Por eso la sábila hay que ponerla ahí en la llaga para que la punzada disminuya. Ésa es, ya lo puedo saber, la duda: el origen de las lágrimas, porque son demasiadas y de nuevo el agua tibia, ahora con un dejo de sabor salado, una minucia indisoluble que pasa por ese gran corazón que, insisto goddamn, todavía late (aunque con mucho esfuerzo). El misterio pasa por el rostro de una mujer bella o por el amanecer indescifrable de los días Gehry o por el voluptuoso olor de todos los granos de café que hay en esta tierra y en esta Tierra. Deme un pulmón, señor, pero bien curadito; no, que no sea dulce, que esos sabores ya no los reconozco. Démelo, pues que ya dejo caer su savia por el bigote sólo para escuchar el ahora eterno no me nace. El tema es el de la carta que nunca fue escrita y nunca dejó de ser carta. La botella se ha roto en una marejada de plancton insano y el papiro ha pasado a ser la mímesis de Ahab y su redentor (otra vez el agua tibia y los seres minísculos que han salvado la letra de la carta. Mis palabras son ya organismos de mar, sirenas, chingao, para llamarlas por su nombre, aunque sea sólo una). Entonces el olvido pasará por una mujer quitándose la piel detrás de un automóvil mohoso o quizás por el frío vaho del que se desprendió la frase "vamos por unos taquitos". Rojo salubre y entibiado, y el amor entubado, claro ("¡Entiéndelo: jamás...!"). Ah, pero qué insulto a la piel es la obstinación, y sobre todo la obstinación frente la certeza (que no claridad) y el tiempo transcurrido. Y el tiempo transcurrido. Y el tiempo transcurrido. Que quemo mis naves por un teléfono de veintes; pongáselos a la voz y bánquese de nuevo la exhibición inicua del corazón abierto, del vientre enllagado y de unas gafas oscuras que jamás volverán a ponerse de la misma forma. En la certeza se lleva la penitencia: soy una ola ingobernable en un acantilado fantasma.
CAS