Mi infancia transcurrió en una alberca. Mi papá, precupado por que no tuviéramos a bien amanecer en el fondo, nos enseñó, a mis hermanas y a mí, a nadar desde muy niños. Yo aprendí a los dos años. Así pasó mi niñez: llegábamos de la escuela y lo único que pensábamos era en meternos al agua fresca y centellante de Cuernavaca (la segunda ciudad con más albercas en el mundo). Mi mamá solía llevarnos pepinos, jícama con chile y agua de piña como botana mientras estaba la comida. Nunca, sin embargo, nos preocupamos por las quemaduras causadas por el sol: a nuestro modo, estábamos curtidos; además el concepto "asolearse" no existía: no sólo nos parecía aburridísimo sino que, sobre todo, lo considerábamos una perdedera brutal de tiempo. La idea de estar fuera del agua era inadmisible. Por eso, durante muchos años, los bronceadores, bloqueadores y demás pomadas tropicales fueron inexistentes en la casa. Con el tiempo, la inmunidad a los rayos solares cambió: ya adolescentes nos interesó broncearnos. Los métodos para tener la piel cobriza fueron variados y la gran mayoría muy efectivos: iban desde un par de pinceladas de aceite de zanahoria hasta llenarse el cuerpo de coca cola tibia recién abierta (el gas, hasta ahora no sé por qué, causaba un efecto implacable). Ése fue el principio del fin: la artificialidad de los bronceadores fue directamente proporcional a la vulnerabilidad de nuestros cuerpos ante el sol.
La primera vez que tuve quemaduras solares fue en las cascadas de Agua Azul en Chiapas. Estaba con una novia y, sabia como era (lo sigue siendo), sugirió que me pusiera bloqueador. Me ofendí: cómo alguien que había pasado su vida expuesto al sol tenía que untarse a paladas un filtro solar. Los siguientes cuatro días estuve acostado en un hotelito de Palenque sin poder moverme (como la abeja Maya pero en la cama). La novia me ponía, en tres sesiones diarias, la dosis respectiva de Caladryl para aliviar el ardor. Ahí decidí que lo mío no era el sol y mi piel blanca como la leche debía ser protegida por palapas, sombreros, sombrillas y todo lo que me hiciera pasar como un enfermo de lupus. Lo decidí ese día y ya: varias veces más volvió a pasarme lo mismo y siempre juré no exponerme otra vez al sol. Mentí de nuevo (las quemaduras solares son como las crudas: siempre se recae en ellas aun cuando se haya hecho el pacto con la divinidad correspondiente para no volver a beber).
Hace algunos meses estaba con una amiga tomando el sol en mi casa de Cuernavaca. Me había puesto dos manos de bloqueador para evitar el desaguisado: una de factor 50 y otra del 80, o algo así. Al día siguiente amanecí con la piel estómago abierta por la exposición a los rayos solares. Nadie se explicó lo ocurrido pero la evidencia era contundente: quemaduras de segundo grado alrededor del ombligo. Las heridas cicatrizaron al mes pero las manchas duraron mucho más. Hace una semana estaba asoleándome con la misma amiga en el lugar de la antes mencionada tragedia. Como no quería que me pasara de nuevo, me eché al sol con camiseta. Después de pensarme como un naco de época, me la quité y me puse tres manos de bloqueador (uno de ellos especial para la piel delicada de un bebé). Dos días después tenía las mismas quemaduras de meses atrás, ahora incrementadas con la carbonización temprana de un brazo. A continuación describo las heridas, pues la valentía de mi estupidez ha hecho que no vaya al médico o que me ponga algún remedio casero para evitar el dolor. Y la llaga sigue.
A lo largo del abdomen se percibe una franja roja como si hubiera sido improvisada por un pintor de brocha gorda. La línea, que bien podría ser una faja de smoking, tiene los suficientes grumos como para pensar que el pintor decidió hacer su trabajo al tirol. Al final de ella, se halla el punto de quiebre del cuarto: la pintura era mala y tiende a levantarse (me dicen que no era mala: sólo fue puesta sobre larvas de extraterrestres que, como La guerra de los mundos de H.G. Wells, habían esperado el instante propicio para salir. Ese momento fue la exposición al sol). Las larvas, pues, iniciaron su proceso de gestación en este mundo y se inflaron como globos acuíferos (mi hermana las ha llamado también "orugas geómetras"). Los entendidos consideran que los seres que nacen de estas esporas no pueden sobrevivir al oxígeno y tan pronto salen al mundo sensible mueren instantáneamente. Entonces hay en mi panza numerosas placentas en miniatura que se despegan del cuerpo (la transformación de la cutícula ha sido la correcta y ahora esa parte en la que se puso la pintura barata -el pintor de brocha gorda era chambón y se excedió en la plasta- tiene la consistencia de un chicle masticado por dos horas. La película de serie B se llama La incubación de los Motitas suicidas). La erosión de la otra piel (envídiame, serpiente) tiene vida propia. Creció en mi vientre un mundo hacia afuera. Espera a que reviente y sientas al alien muriendo en la piel sin piel, en la carne fresca expuesta al verdadero planeta. Ponle una veladora y reza por él. ¿Ese habrá sido el sufrimiento adecuado? Se sabe que no. Pon, pues, la veladora en la carne cruda y atiza la llaga con un poco de cera derretida. ¡Ah, el dolor! Pobre alien, pobre cuerpo, pobre (in)mundo. ¿Y ahora? Espera las cicatrices y el vuelo lánguido, tenue y perfecto de un colibrí. El punto, no obstante, es el siguiente: las faja roja que ahora ya es rosácea, menos exacta y más anárquica, insiste al final de la línea en la carne fresca, y cuando parece que está al dente para ser isla, naufraga de nuevo por el movimiento de los cadáveres nocturnos, por el inicuo e indeseable REM que roza las utopías e impide la sutura del cauce. De nuevo la cera y el tiempo detenido y el lóbulo de la oreja con sangre envinada (envidiada y enviudada, chingao) y la grieta endureciéndose para ser anegada tan pronto llegue la luna (¡mi reino por que muera esa mierda de azul celeste!) y el sol en silencio que con una mueca dice "Hermano, ya la he asesinado". En el brazo la herida no necesita soldadura nueva, aunque el músculo blando, rojizo y húmedo por estar sin piel, recuerda a un bife rosarino; el dolor es menos insano y la metamorfosis mucho más saludable. Las quemaduras de segundo grado han hecho de mi brazo una extremidad con branquias (la forma, lo más importante, ya la tiene); un bíceps endiablado para evitar la costura cerásea (cera-sea/se-era-así). Soy un hombre marcado en bronce; portador del pigmento malsano con el que se mancilla la podredumbre, la gleba de los barrios bajos. En la taciturnidad del Astro rey está la resolución al enigma, y ya en su hábitat, en su nave perenne de doce horas, me confieso perdido. Por eso juro, por mis branquias adentro, mi alien afuera, mi sol en la frente y las líneas marinas que cruzan el entrecejo, que lo volveré a hacer.
CAS