martes, enero 06, 2004

Once upon a time

Un día lluvioso de 1924, Thomas Mann amaneció con el estómago sucio. Durante horas no pudo levantarse de la cama y blasfemó decididamente en contra de la existencia. En Francia, algunos años antes, Charles Baudelaire se había mandado hacer una levita con botones azules, según una pintura de Johann Wolfgang Goethe en la que el escritor alemán lucía radiante una prenda similar; más adelante, Baudelaire sería traicionado por su musa, la actriz negra Jeanne Duval, quien le había pedido que aceptara en casa a su primo por una temporada. Por supuesto, el primo era el amante de la Duval. En la efervescencia armada de la segunda guerra mundial, un país del trópico denominado México le declaró la guerra al Tercer Reich; cuando el Führer lo supo preguntó “¿Dónde está eso?” México, o eso, envió a la guerra el insigne Escuadrón 201; dos pilotos murieron de sendos síncopes antes de abordar sus cazas. El 26 de julio de 1952, un grupo emprendedor de jóvenes cubanos intentó tomar el cuartel Moncada de la ciudad de Santiago, la segunda en importancia de la isla. La experiencia, aunque planeada durante mucho tiempo, fue corta: uno de los automóviles en los que iban los jóvenes a hacer frente al ejército de Fulgencio Batista, se perdió al entrar en la ciudad; el resto del convoy se topó con dos camiones llenos de soldados; se espantaron; empezó la balacera; sólo dos insurrectos sobrevivieron. Uno de ellos sigue vivo hoy día y se le distingue como el “caimán barbudo”. También existió algo conocido como Waterloo; ahí, se dice, el mozalbete Fabrizio del Dongo buscaba una batalla sangrienta. La más mínima batalla hubiera bastado para saciar su sed aventurera. Encontró una: la de la derrota. Sin saberlo, había asistido a un momento medular de la historia del hombre. Todos somos Fabrizio del Dongo (y no Mohamed, como han sugerido algunos pillos embaucadores). Zorros y erizos isiahberlinísimos, claro. Una mañana soleada de la primera mitad del siglo XVI en el Perú, el obispo Valverde le entregó al emperador Atahualpa una Biblia. El gran señor de los incas observó con cuidado el libro; le dio vuelta; lo olió y escuchó diligentemente. Iracundo por sentirse timado, arrojó el objeto lo más lejos posible. Acto seguido, el comandante Pizarro ordenó a sus subalternos que, por haber imprecado e injuriado la palabra de Dios, apresaran al emperador. Una noche de calma, después de un combate funesto, Andrómaca le dijo a Héctor “Por favor no salgas a luchar mañana; te van a matar. Piensa en tu hijo, en tu padre, en el reino, en mí”. Héctor contestó sin pensar mucho “El destino de todo hombre está escrito: yo me voy a morir cuando me vaya a morir”. El 30 de octubre de 1938, Orson Wells realizaba una adaptación de la novela La guerra de los mundos de H. G. Wells para la estación de radio de la CBS. En un momento de iluminación, el gran Orson modificó un poco la historia original y dijo que los marcianos acababan de aterrizar en Nueva Jersey. Minutos después, la carretera federal a Washington se tapizó de autos repletos de familias que buscaban huir de los platillos voladores (en Latinoamérica, existen variaciones al respecto: para Cortázar se llamó “La autopista del sur”; para los mexicanos, Mecánica Nacional). Orson Wells fue obligado por un juez a dar una conferencia de prensa y desmentir lo que había dicho; no desmintió nada, sólo dijo que había narrado la historia tal cual. Un tal señor Wilson se levantó y lo increpó: “¡Pero nos hizo creer que eso había pasado!” Wells contestó: “En efecto, muy señor mío, sucedió así porque soy un excelente narrador y logro que se me crea, así como el papá lo hace con sus hijos al contarles Caperucita roja para que al final los niños sientan pavor por el lobo". Y si de miedo se trata, un día, un muchacho austriaco tan disímbolo como para apoyar el régimen de Slobodan Milosevic así como para hacer profundas novelas acerca del miedo de los porteros ante un penalty, decidió hablar por fin de su propio miedo (la melancolía del horizonte, suele decirse). Dijo, entonces, que no sabía qué era, pero el sentimiento respectivo era parecido al de Bambi. Peterhandkenitis. En 1936, la actriz infantil Shirley Temple presentó una demanda por libelo en contra del escritor inglés Graham Greene. En una reseña, publicada en Night and day, Greene escribió “con curvas a la Dietrich, atuendo y bailes insinuantes, la impoluta actriz infantil, al hacer girar su bien torneado trasero con experta lascivia, enardecía la lubricidad de incautos clérigos y exacerbaba los ardores mortecinos de hombres maduros”. La demanda quedó en el olvido y Greene, con los años, se enteró de que no era tan buen escritor como para obtener el Nobel. Durante muchas temporadas, una araña memorable tejió redes exquisitas sobre las ya hechas en vértices perfectos. Era negra y algunos la llamaban Lev, Lev Yashin. Sus precursores, hay que decirlo, habían sido otros personajes que solían vivir bajo esos tres memorables postes, no porque así lo desearan sino porque era la posición en la que menos se gastaban los zapatos. Uno era francés y se llamaba Albert; el otro, ruso o gringo o whatever y le decían Vladimir. A principios de la década de los 1990, el gran maestro holandés Marco Van Basten, después de regresar a las canchas por una lesión en la rodilla, y a pregunta expresa de cómo se sentía, respondió: “He podido volver a jugar, pero nunca más sin dolor”. Un día de otoño de 2003, el entrenador del Cruz Azul, el mejor equipo que jamás se haya parado en una cancha de futbol, acuñó una frase que ahora puede grabarse en letras de oro: “Todo está escrito pero no todo está leído”. En la ciudad donde juega el antes mencionado heroico equipo, un hombre de lacia cabellera y escasa resistencia al alcohol se robó la tapa de una alcantarilla perteneciente a la Nación. Se abrió el pantalón a sus anchas y la escondió en alguna parte de los calzones. Todavía se ignora cómo consiguió semejante hazaña. La coladera fue abandonada, sin mayor explicación, afuera de un penthouse en la colonia Del Valle de la ciudad de México (la gente insiste en llamarlo “dos pinches cuartos de azotea”). Ahí mismo, Juanita, una mujer que ha decido vivir más tiempo del debido, le seguirá haciendo la vida de cuadritos a un interfecto que a partir de hoy dejará de escribir una cosa llamada Del Valle notes.

CAS

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