lunes, julio 05, 2004

"¿Eres De la Sierra?", me preguntó mientras se echaba un trago de charanda con jugo de naranja y acomodaba sus hermosas piernas de bailarina en el tapete. Yo, curiosamente, estaba con los pantalones abajo debido a un incomprensible juego de apuestas. Contesté sí al tiempo que, en un acto instintivo, ocultaba discretamente el abultamiento de mi entrepierna. Sólo torció un poco la boca como diciendo "lo sabía, hijo de la chingada" y no me dirigió más la mirada. El castigo más perverso de la velada, sin embargo, se lo llevó Fredy: le tocó bajarse los pantalones con todo y sus calzones con mancha amarilla. Fue obvio que el chavo de la esquina se enamoró de él. La semana pasada, después de 12 años, me encontré de nuevo a la bailarina. Fue en una de esas presentaciones de libros de los amigos. A la hora del vino, mientras platicaba con el autor (de un libro de cocina formidable), unas manos tomaron mis hombros y al oído escuché la frase de años atrás. "¿Eres De la Sierra?" (hubiera preferido, no obstante, un "¿eres tú, Carlos?"). Después de mirar que mis pantalones estuvieran en su sitio, me volví hacia ella. La mueca era la misma de la primera vez, aunque esa arruga que viene de la nariz y enmarca la boca era ya mucho más visible. Creo, aunque temo mucho equivocarme, que ahora la injuria maquinada mentalmente años atrás se había transformado en un "me da gusto verte, sobre todo con los pantalones arriba". Sonreí y brindé con ella. Después de recorrer su figura, me percaté que se sostenía en una muleta: le faltaba una pierna. Busqué el semblante adecuado para matizar mi sorpresa; nunca lo encontré.

CAS

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