Su precio, unos dólares
Todos sabemos que las tragedias de Shakespeare no son de Shakespeare sino de un desconocido que se llamaba exactamente igual. Es vox populi, también, que Jorge Luis Borges no era él sino un sagaz embaucador que se hacía pasar por el argentino y conmovía a la gente por estar ciego. Cervantes, por su parte, nunca escribió el Quijote; más bien fue el editor de las dos partes. Se rumora que pagaba muy mal las traducciones. Jonathan Swift no es autor de algo llamado Los viajes de Gulliver simplemente porque el gran capitán Lemuel Gulliver no escribía novelas de aventuras sino serios tratados de moral (Swift, a lo largo de su vida, fue especialista en dar gato por liebre). Pessoa, Lewis Carrol y Nerval nunca fueron ellos mismos sino que abusaron, sin el menor remordimiento, de la sensibilidad de personas dignas y trabajadoras a las que les fueron robados sus nombres. El Günther Grass que de repente se presenta con bombo y platillo a dar una conferencia es en realidad un doble perfecto que antes de conseguir este trabajo de alto riesgo era carnicero en Kreuzberg. Tampoco Alfredo Bryce Echenique es al que conocemos por las portadas de sus libros o por el famoso récord de haber bebido 17 martinis en dos horas en un hotel de Bogotá; el verdadero Bryce es una suerte de monje inca que vive en una cueva insalubre en los Andes peruanos. Ahí sus editores recogen su nuevo libro a cambio de un poco de queroseno y un par de botellas de pisco añejo. Stendhal, Neruda y Flaubert fueron, asimismo, autores apócrifos, máxime el último cuando dijo "Madame Bovary soy yo". Por eso, aquí, hoy y siempre, aquel interesado en los libros deberá asumir como mandamiento providencial la vieja frase de Hugo Loetscher en El inmune: "Allí donde se hable de amor de forma irregular y sin escrúpulos, cabrá sospechar con razón que el escritor se encuentra cerca. Rogamos una atención especial a este tipo de trampa".
CAS
viernes, octubre 22, 2004
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