Érase alguna vez una cosa llamada México
Ayer, dos asambleístas del PAN pagaron la fianza de Andrés Manuel López Obrador para que éste no fuera encarcelado. Lo curioso fue que tan pronto se presentó el expediente ante el juez, a los asambleístas les bastó unos cuantos minutos para presentarse en el juzgado y pagar la caución correspondiente. Dijeron que se trataba de un gesto de buena fe (algo así como fuego amigo defeño). El subprocurador Vega Memije aseguró que la fianza era para velar por los derechos humanos del tabasqueño. El procurador Macedo de la Cancha, a su vez, declaró que López Obrador nada más quería ir a la cárcel porque "eso le va a dar la posibilidad de seguir siendo víctima".
Desde las épocas de La Paca, cuando el entonces fiscal especial Chapa Bezanilla armó un operativo espectacular porque una vidente les había dicho dónde estaba la osamenta del diputado Muñoz Rocha, no asistíamos a un momento histórico-literario tan memorable. Veamos. Los legisladores panistas son aquellos que en algún momento quisieron irrumpir violentamente las ahora viejas conferencias matutinas de Peje. Nunca los dejaron entrar y, en un momento de lucidez, afirmaron que nadie les podía impedir la entrada a la conferencia, pues eran ciudadanos común y corrientes y, además... tenían fuero. Acto seguido les cerraron la puerta en las narices (perdón, lector, por el recurso retórico. No es que crea que los legisladores panistas tienen dos narices sino que eran dos). Esa táctica de utilizar a militantes panistas de baja estofa como punching bags no es cosa nueva. Recordemos que Federico Döring fue el emisario de Diego Frenández de Cevallos para llevar a la televisión los videos de René Bejarano y su famosísimo maletín del dinero.
Por otro lado, quién en su sano juicio va a creer que no se les instruccionó con tiempo y tiento a los antes mencionados asambleístas, excluidos por supuesto de tener juicio y acaso de estar sanos por aquello de las dos narices, y se les ordenó que fueran a pagar la fianza. Nadie. El léon (los panistas) creen que todos (los mexicanos) son de su condición (idiotas). La razón es que ahora sí alcanzan a ver al final de horizonte algo que siempre negaron como posibilidad real: una cosa quimérica llamada costo político. Se dieron cuenta de que un Peje en la cárcel podría tener mucha más fuerza que la que tiene ya hoy día. Aquí es cuando la iluminada declaración del titular de la Procuraduría adquiere una dimensión de cámara de notables. "Quiere ir a la cárcel porque eso le dará la oportunidad de seguir siendo víctima". Todos los mexicanos sabemos que Macedo de la Cancha es, por principio de cuentas, un hábil jugador de futbol; después General de División del H. Ejército Mexicano (hay que mencionar que en México hay más generales que soldados rasos). En sus ratos libres es (¡por favor, si todos tenemos derecho a divertirnos!) Procurador General de la República.
La denuncia contra Peje-my-man fue hecha por la Procuraduría General de la República. Esto es: aquéllos que solicitaron ante la Cámara el desafuero y presentaron el expediente ante un juez para exigir la orden de aprehensión son precisamente empleados del llamado abogado del país. Luego entonces, y es que, mi querido procurador, no son ganas de chingar pero la neta los silogismos no me salen, ¿no es la Procuraduría la que ha estado pugnando por que el exjefe de gobierno vaya a la cárcel? Porque eso, hay que saberlo, no le ocurre a cualquiera; sólo a los que han cometido algún supuesto delito (ya sabemos que México es el único país del mundo en el que todos somos culpables hasta que se demuestre lo contrario). Por eso quiero pensar que ayer, cuando el general-procurador dio su conferencia de callejón del área, le vino un lapsus pernicioso, una laguna mental que le ocurre a pocos, un halo de insuficiencia que sólo padecen aquéllos que manejan un país como si fuera un changarro. El procurador dice que López Obrador quiere ir a la cárcel porque quiere hacerse víctima cuando es él mismo quien lo está mandando tras la rejas. Ahora sí, señores míos, estamos ante una historia que ni La Paca hubiera imaginado, ni La Paca.
CAS
PS. Pregunta para gente sabia: ¿cómo se llama la Fiscalía especial encargada de los delitos de López Obrador, apoyada por un poco de aparato de Estado?
R= Peje R (si ya hay un Big Brother 3-R, ¿por qué no puede haber una Peje R?)
jueves, abril 21, 2005
sábado, abril 09, 2005
Contestadoras II
Los mensajes en las contestadoras, reitero, dejan una extraña sensación de sentirse queridos. Esto independientemente de que sean para cobrarnos las cuentas de la tarjeta de crédito o proponernos un plan a la medida de nuestro ataúd cuando tengamos a bien pasar a mejor vida. En mi colección, la agencia funeraria Gayosso aparece en varias ocasiones. Existen, sin embargo, también mensajes de odio. Como comentario al margen, y acaso con esto estaré echándome la soga al cuello, por lo general no contestó el teléfono cuando estoy en la casa. La contestadora es, en este peculiar caso obsesivo, el filtro perfecto que me permite, más allá de privilegiar a un interlocutor, sentirme halagado por escuchar de viva voz a gente que se preocupa por mí, lo cual, he de decir, creo que no me merezco. En fin, dejando el margen, mis mensajes favoritos, decía, son los de desprecio absoluto. Por ejemplo, tengo uno que me dejó el equipo completo de los Borregos Salvajes del Tec de Monterrey; argumentaban (lo sé, lo sé, es concederles demasiado) que yo era un vulgar hijo de puta por no pelar a su amiga, la campeona nacional de 800 y 1500 metros planos. También hay otros en los que se menciona "¿cómo pudiste hacerme esto?", "¡contesta hijo de tu pinche madre o te corto las bolas!" o "sé hombre ahora que perdió el Cruz Azul". Estos últimos, sobra decirlo, son escasos hoy día.
No obstante, nunca me había tocado alguna injuria que no fuera para mí. Ayer, por una equivocación motivada por los duendes de las líneas telefónicas (piénsese en Carlos Slim con gorrito verde) o por alguna ominosa canallada de la AFI, un alma en pena dejó un mensaje en el teléfono equivocado, ergo, el mío. Después de escucharlo me entró una bucólica sensación de orfandad por no haber sido el verdadero destinatario. Lo trancribo a continuación para poner al lector al tanto de esta digresión:
Por favor quiero hablar contigo. Te mandé un mensaje al celular [aquí pensé en las veces que he dado el número de mi celular; cabe destacar que no tengo celular]. Xavier... [obviamente entoné la canción de Los toreros muertos]. Sé que me estás estás escuchando. Por favor, contéstame. Al menos dame la oportunidad de explicarte, ¿no? [¿qué esto no sólo lo decimos los hombres?]. Xavier... Por favor. Xavier, Xavier, por favor PUEDO EXPLICARTE [okey, explícalo, querida, al cabo que ya tenía pensado cambiarme de nombre; firmaría con una X, por supuesto]. Xavier, sí puedo explicarte o no puedo explicarte [hombre, que nos explique ya de una vez por todas]. Porque mi amiga también ella comete errores y sin embargo yo no la estoy ventaneando contigo [¡uy!, qué fuerte]. Creo que me merezco que por lo menos me escuches o que me digas, sabes qué vete al Diablo [y aunque somo buenos amigos, jamás la mandaría con él].
Después de escuchar semejante intento de réplica, me sentí un poco menos hombre, un poco más mundano y un poco más idiota. Maldije con conciencia de causa el momento en que mis padres obviaron el nombre Xavier en la pila del bautizo, así como mi incapacidad inmediata para poder ir ahí, a ese lugar de ensueño, en donde las tinieblas hablan y los mansos hierven. Ya será en otra ocasión.
CAS
Los mensajes en las contestadoras, reitero, dejan una extraña sensación de sentirse queridos. Esto independientemente de que sean para cobrarnos las cuentas de la tarjeta de crédito o proponernos un plan a la medida de nuestro ataúd cuando tengamos a bien pasar a mejor vida. En mi colección, la agencia funeraria Gayosso aparece en varias ocasiones. Existen, sin embargo, también mensajes de odio. Como comentario al margen, y acaso con esto estaré echándome la soga al cuello, por lo general no contestó el teléfono cuando estoy en la casa. La contestadora es, en este peculiar caso obsesivo, el filtro perfecto que me permite, más allá de privilegiar a un interlocutor, sentirme halagado por escuchar de viva voz a gente que se preocupa por mí, lo cual, he de decir, creo que no me merezco. En fin, dejando el margen, mis mensajes favoritos, decía, son los de desprecio absoluto. Por ejemplo, tengo uno que me dejó el equipo completo de los Borregos Salvajes del Tec de Monterrey; argumentaban (lo sé, lo sé, es concederles demasiado) que yo era un vulgar hijo de puta por no pelar a su amiga, la campeona nacional de 800 y 1500 metros planos. También hay otros en los que se menciona "¿cómo pudiste hacerme esto?", "¡contesta hijo de tu pinche madre o te corto las bolas!" o "sé hombre ahora que perdió el Cruz Azul". Estos últimos, sobra decirlo, son escasos hoy día.
No obstante, nunca me había tocado alguna injuria que no fuera para mí. Ayer, por una equivocación motivada por los duendes de las líneas telefónicas (piénsese en Carlos Slim con gorrito verde) o por alguna ominosa canallada de la AFI, un alma en pena dejó un mensaje en el teléfono equivocado, ergo, el mío. Después de escucharlo me entró una bucólica sensación de orfandad por no haber sido el verdadero destinatario. Lo trancribo a continuación para poner al lector al tanto de esta digresión:
Por favor quiero hablar contigo. Te mandé un mensaje al celular [aquí pensé en las veces que he dado el número de mi celular; cabe destacar que no tengo celular]. Xavier... [obviamente entoné la canción de Los toreros muertos]. Sé que me estás estás escuchando. Por favor, contéstame. Al menos dame la oportunidad de explicarte, ¿no? [¿qué esto no sólo lo decimos los hombres?]. Xavier... Por favor. Xavier, Xavier, por favor PUEDO EXPLICARTE [okey, explícalo, querida, al cabo que ya tenía pensado cambiarme de nombre; firmaría con una X, por supuesto]. Xavier, sí puedo explicarte o no puedo explicarte [hombre, que nos explique ya de una vez por todas]. Porque mi amiga también ella comete errores y sin embargo yo no la estoy ventaneando contigo [¡uy!, qué fuerte]. Creo que me merezco que por lo menos me escuches o que me digas, sabes qué vete al Diablo [y aunque somo buenos amigos, jamás la mandaría con él].
Después de escuchar semejante intento de réplica, me sentí un poco menos hombre, un poco más mundano y un poco más idiota. Maldije con conciencia de causa el momento en que mis padres obviaron el nombre Xavier en la pila del bautizo, así como mi incapacidad inmediata para poder ir ahí, a ese lugar de ensueño, en donde las tinieblas hablan y los mansos hierven. Ya será en otra ocasión.
CAS
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