viernes, octubre 10, 2003

Loor de una contestadora

En una sociedad disipada en la que los vehículos de comunicación pasan casi estrictamente por los mass media o la prensa escrita, es necesario señalar un canal alterno, acaso menos pernicioso que los demás (ya lo ha dicho el presidente Fox, "que bueno que no leen, se sentirán mejor"). Sin saldar cuentas con los que no estén en favor, aludo sin más a las contestadoras telefónicas. Herederas de una tradición que pasa por las misivas decimonónicas, la cinematografía de Fritz Lang y las misteriosas señales de humo, estos aparatos documentan una historia extravagante que se extiende hasta el presente: son portadoras de una inmediatez sostenida, pues las voces cuando suenan después de apretar play se reproducen en un estadio de insondable actualidad. Los mensajes en una contestadora, como sucede con las cartas, son en principio deseos esperanzadores que tienen como esencia la expectativa de ser escuchados y luego respondidos con otra llamada telefónica. Quien deja el registro de una voz, propicia, sin saberlo pues no hay tiempo para pensarlo, su inmortalidad.

La secuencia de voces anónimas, un bodegón caótico al más puro estilo de Lichtenstein, simula el coro de las tragedias griegas: un mural acústico cuya principal función es iluminar la parte oscura del depositario de los mensajes, su alter ego, su historia de hombre ilustrado a la manera de Ray Bradbury. Pero la expectativa de quien habla también tiene su contraparte en quien escucha. Cuando la persona que llama no deja un mensaje y se oye simplemente el teléfono colgado, el oyente crea una expectativa a la inversa y se lamenta ad infinitum por la privación de un potencial mensaje, nunca dicho y, por tanto, perdido en una realidad alterna; la cuarta dimensión, dirían los científicos. Una contestadora puede ser, asimismo, un arma perniciosa que atente contra uno mismo; esto si no existe el cinismo suficiente para asumir con sobrada responsabilidad un "me valen madres las llamadas colgadas". No obstante, quien lo asuma como tal es un vulgar mentiroso.

Las contestadoras sirven también como un momento de suspensión entre su dueño y la realidad exterior. Dicho de otro modo, promueven la posibilidad de privilegiar al interlocutor o aventajar a quien llama al responderle la llamada en un momento más adecuado, es decir, cuando le venga en gana. En la taxonomía de gente que enfrenta a la grabadora se incluyen varios personajes: los que dejan mensajes, los que cuelgan y los persistentes que se niegan a hablar con una máquina y amedrentan violentamente con un "¡Contesta, hijo de tu pinche madre; sé que estás ahí!" Consideremos, sin ánimo de ofender a nadie, que esta persona guarda un trauma de infancia del orden "mis papás nunca me pelaron y pensé en matarlos". Sobra decirlo, pero en estos casos hay que contestar sin considerarlo mucho. Otro caso sucede con los mensajes de amor o las voces desconocidas que invitan ir al Más Allá o al véngase pa' cá. Aquí hay que irse con mucho tiento, pues uno se puede llevar un chasco de dimensiones espectaculares. Sin misoginia implícita, a esas mujeres hay que dejarlas en la contestadora.

Mención aparte merecen los mensajes de bienvenida, verbigracia, "no estoy, deja tu mensaje", "te hablo después" o "si quieres mandar un fax inicia la vaca porque no tengo fax". Mi amigo el Mat es especialista en ellos, pues van desde grabar el último comunicado del Supmarcos hasta un "¡Arriba los Pumas, cabrones! Deja tu mensaje si eres tan amable", cuando ganan los mininos. Están los que aman el arte conceptual y ponen completa una rola de Velvet Underground antes de que suene el bip para dejar el mensaje. Evidentemente ya no hay espacio para el mismo y sólo se alcanza decir "Hola, soy...", y pluc, uno se hace Ulises en el acto (para los escépticos, "Nobody", in other words). Aquí suele darse una circunstancia que me encanta: los mexicanos padecen en gran medida, y sin saberlo, el síndrome "Hugo Sánchez", es decir, hablar de uno mismo en tercera persona. Así, los mensajes que abundan en la cintas de contestadora, empiezan contundentemente con "Habla Lupita, Pedrito o Juan de las Pitas" o "Es María, José o el Niño Dios", en lugar de decir "Soy tal o cual güey".

Otro uso de las contestadoras, quizás poco practicado pero sumamente funcional, es el chantaje. Los mensajes grabados son la evidencia perfecta para la coacción de los amigos que tarde o temprano se harán famosos. Por ejemplo, en mi colección de cintas de contestadora hay varios que puedo utilizar en mi favor cuando me encuentre en la inopia. Hay uno alalimón del Fuc y el Olis antológico, que bien podría ser objeto de estudio para los especialistas en problemas alcohólicos; se trata de una borrachera in crescendo. Ese día yo estaba con ellos pero me fui temprano, como a las tres de la madrugada. Así, en lo sucesivo, mi contestadora se llenó de mensajes increpadores que empezaban invariablemente con un "Pinche puto". La última llamada llegó a las nueve de la mañana. La voz del Fuc hacía imaginar lagañas diligentemente incrustadas en su garganta: "Pinche güey, nos abandonaste; necesitamos ayuda, estamos muy mal. Ya salió el sol; mira, salgo a que me dé un poco y tú jetón. ¡Culero, nos abandonaste!" Como ambos aspiran cuando menos a sendos nóbeles, ya estoy preparando mi carta intimidatoria para recibir la parte del premio que me merezco. Otro caso fue el de Jermoc. Un día, cuando vivía todavía en México y abusaban de él en La Jornada, le pidieron un trabajo vejatorio. Corría el 31 de diciembre de 1999 y le tocaba hacer guardia en el periódico para esa noche de año y siglo nuevo (aunque fuera sólo por el primer dígito); su jefe lo llamó para decirle "Jerónimo, se me acaba de ocurrir una idea genial: vamos a publicar el primer nacimiento y la primera muerte del siglo en México; a ti te toca la segunda". Sin estar de acuerdo con la orden del jefe, pero con la firme certeza de que no podía perder la chamba, el buen Jermoc se dirigió el Hospital de Cardiología de la ciudad de México, según las estadisticas, el hospital con mayor índice de mortalidad en el país. Así, mientras la mayoría de la gente festejaba el nuevo siglo, Jermoc acompañaba a los familiares de una persona a punto de morir, aunque él estuviera ahí para hacer su trabajo. "Vida de mierda", pensó al tiempo que injuriaba también a su jefe. Pero el primer muerto del año no llegó en Cardiología sino en la calle. Minutos después de las doce, un abuelo salió con su nieta a comprar unos refrescos. Nunca llegaron: un imbécil alcoholizado a bordo de su auto los arrolló. Las fotos de Jermoc son de la niña en la morgue; cabe decir que nunca la tomó de cuerpo entero sino que fueron placas de muchísimo sentido común: de los pies desde abajo, del cuerpo con la sábana, etc. Las fotos, por suerte, nunca salieron en La Jornada. Lo que vino a continuación fue una serie de disquisiciones acerca de la ruindad humana dejadas en mi contestadora. Todo eso lo escuché una semana más tarde, después de que regresé de vacaciones, y fue algo estremecedor. La última llamada había sido desde un puente del Periférico, adonde se había ido con una amiga a beber champaña. Por algunos días consideré borrarlo, pero después de pensarlo bien, creí que podía utilizarlo para cuando Jermoc gane el Pulitzer. Está de más mencionarlo, pero estamos ante una joya.

Las contestadoras, en resumen, son artefactos que una vez adquiridos no se puede vivir sin ellos. Están a la altura de un refrigerador, una computadora o una wafflera. Sin exagerar la nota, con ellas hay una extraña sensación de sentirse queridos.

CAS

No hay comentarios.: