Julio regalado
Las horas se cuentan en bloque y la humedad del verano bien podría ingresar en las prácticas de tortura del nazismo. Es cierto: bastaría sólo un puñado de playa para ahorrarse los exabruptos y pensar en la indulgencia de un país bananero (aunque al pintoresco señor Fox le hace falta sólo una declaración veraniega más para convertirse en el clon de Batista, Somoza o Trujillo; debiera tener cuidado, pues el señor Aguilar [Talamontes] está de vacaciones). Ni modos: va mi reino por seguir el laberinto entre nubes y halos solares. Aun así, quedan en puerta una tesis de doctorado y una estrella más en el pecho (será la comprobación, señores, de que Dios es de sangre azul). Julio, a los ojos de cualquier gente decente, es un mes regalado por los hacedores onomásticos. ¿Qué se hace en ese mes? Viajar a las playas como cualquier griego rupestre, matar al gato de la familia con una sobredosis de eructos sabor a chile relleno, redactar capítulos doctorales sobre escritores incomprensibles, esperar agosto -que siempre está más cerca de septiembre y del inicio de las posadas, perdón, de las fiestas patrias- y, por último, que escampe por las noches para fornicar en el jardín sin temor a que nos parta un rayo.
Haré un ejercicio al azar para clarificar mi pesadumbre. Cuando empezaba a publicar, digamos hace unos 15 años, ver mi texto impreso incluso en cualquier pasquín era equivalente a una sucesión de orgasmos con las top models de la época; después, su lectura era la repetición de esos orgasmos cinco minutos más tarde (sobra decir, también, que los tiempos de joven mancebo en los que eran posibles esas hazañas ha quedado atrás). Ahora esa dinámica es radicalmente opuesta, pues de repente hay que coadyuvar con las causas justas -aunque la justicia personal en ese tenor sea equivalente a una suerte de imbecilidad rutinaria- y enviarles textos a los amigos que se lanzan en una nueva empresa literaria (el mayor eufemismo existente en castellano). Para ser claros: no se puede cobrar, lo cual, a estas alturas del partido en que cualquier mozalbete de veinte años le dice a uno "señor", es alarmante. Lo peor es cuando hay personas que creen que uno ha perdido sus contactos con el medio literario y ha pasado a ser un fósil más de la vieja guardia y no un joven emprendedor de mañas antesalistas. En realidad, y es como comentario al paso, por lo que a mi respecta nunca tuve contactos con el medio literario, pues siempre me causó una pereza mayúscula; y lo afirmo convencido, aunque en boca de alguien que, como un servidor, vive (nuevo eufemismo) de la literatura, suene a una frivolidad cartesiana. Pero regresando al ejercicio (la digresión es parte de mi estado de ánimo, una flama al acecho de una sapiencia apócrifa), tengo frente a mí diez ejemplares de una revista en la que colaboré hace un año y me acaban de enviar. Es la publicación del instituto de cultura de un estado desértico del país. Lo primero que me vino a la mente cuando las recibí es ¿qué voy a hacer con tantas revistas? Después, evitar leer a toda costa lo que publiqué ahí (en realidad no me acuerdo) e impedir que alguien cercano lo intente. Me causa temor releer algo que escribí hace tiempo, sobre todo cuando no sé qué es. Los tiempos de joven escritor han pasado, pues con los quinientos pesotes que me pagaron hace un mes por dicho texto, no porque fueran buenas gentes sino porque tenían que justificar ante hacienda el presupuesto otorgado, bien pude irme de vacaciones años atrás.
Julio, el mes con nombre de escritor-argentino-que-fumaba-mariguana, se viene sobre los hombros como figuración malsana, como espectro apócrifo, como papá de Hamlet con sombrero de charro. En las próximas semanas veré a mis amigos que triunfan en el extranjero y han venido a México nada más para constatar que uno sigue en caída libre. Mi amigo Raúl, clavecinista que vive Ámsterdam junto a dos vitrinas en la zona roja, recién ganó un importante concurso con su ensamble; Adriana y Gabriel, pianistas de Graz, acaban de ser contratados en Barcelona para dar varios conciertos; en el verano usualmente los llaman para tocar en Ibiza. Jerónimo, ese viejo lobo fotógrafo, empieza a exponer con éxito en Berlín y Colonia. Y todos vienen a México a visitar a los amigos y hacerles ver un poco más acerca de su desazón, su abatimiento, su medianía. Así, escribir sobre escritores ingleses malos, como lo he hecho durante los últimos cinco años, no pasa de nuevo de una frivolidad necia que nunca hará que me aplaudan en Praga, Viena o Atenas. Ale jacta est. Entonces, ahora que el panorama es claro como el agua, lo mejor será lanzarme a la Comercial Mexicana y comprar esa promoción de Johnny Walker con dos Guinness por 136 pesos: estamos a mitad de mes y queda poco tiempo de ofertas.
CAS
Las horas se cuentan en bloque y la humedad del verano bien podría ingresar en las prácticas de tortura del nazismo. Es cierto: bastaría sólo un puñado de playa para ahorrarse los exabruptos y pensar en la indulgencia de un país bananero (aunque al pintoresco señor Fox le hace falta sólo una declaración veraniega más para convertirse en el clon de Batista, Somoza o Trujillo; debiera tener cuidado, pues el señor Aguilar [Talamontes] está de vacaciones). Ni modos: va mi reino por seguir el laberinto entre nubes y halos solares. Aun así, quedan en puerta una tesis de doctorado y una estrella más en el pecho (será la comprobación, señores, de que Dios es de sangre azul). Julio, a los ojos de cualquier gente decente, es un mes regalado por los hacedores onomásticos. ¿Qué se hace en ese mes? Viajar a las playas como cualquier griego rupestre, matar al gato de la familia con una sobredosis de eructos sabor a chile relleno, redactar capítulos doctorales sobre escritores incomprensibles, esperar agosto -que siempre está más cerca de septiembre y del inicio de las posadas, perdón, de las fiestas patrias- y, por último, que escampe por las noches para fornicar en el jardín sin temor a que nos parta un rayo.
Haré un ejercicio al azar para clarificar mi pesadumbre. Cuando empezaba a publicar, digamos hace unos 15 años, ver mi texto impreso incluso en cualquier pasquín era equivalente a una sucesión de orgasmos con las top models de la época; después, su lectura era la repetición de esos orgasmos cinco minutos más tarde (sobra decir, también, que los tiempos de joven mancebo en los que eran posibles esas hazañas ha quedado atrás). Ahora esa dinámica es radicalmente opuesta, pues de repente hay que coadyuvar con las causas justas -aunque la justicia personal en ese tenor sea equivalente a una suerte de imbecilidad rutinaria- y enviarles textos a los amigos que se lanzan en una nueva empresa literaria (el mayor eufemismo existente en castellano). Para ser claros: no se puede cobrar, lo cual, a estas alturas del partido en que cualquier mozalbete de veinte años le dice a uno "señor", es alarmante. Lo peor es cuando hay personas que creen que uno ha perdido sus contactos con el medio literario y ha pasado a ser un fósil más de la vieja guardia y no un joven emprendedor de mañas antesalistas. En realidad, y es como comentario al paso, por lo que a mi respecta nunca tuve contactos con el medio literario, pues siempre me causó una pereza mayúscula; y lo afirmo convencido, aunque en boca de alguien que, como un servidor, vive (nuevo eufemismo) de la literatura, suene a una frivolidad cartesiana. Pero regresando al ejercicio (la digresión es parte de mi estado de ánimo, una flama al acecho de una sapiencia apócrifa), tengo frente a mí diez ejemplares de una revista en la que colaboré hace un año y me acaban de enviar. Es la publicación del instituto de cultura de un estado desértico del país. Lo primero que me vino a la mente cuando las recibí es ¿qué voy a hacer con tantas revistas? Después, evitar leer a toda costa lo que publiqué ahí (en realidad no me acuerdo) e impedir que alguien cercano lo intente. Me causa temor releer algo que escribí hace tiempo, sobre todo cuando no sé qué es. Los tiempos de joven escritor han pasado, pues con los quinientos pesotes que me pagaron hace un mes por dicho texto, no porque fueran buenas gentes sino porque tenían que justificar ante hacienda el presupuesto otorgado, bien pude irme de vacaciones años atrás.
Julio, el mes con nombre de escritor-argentino-que-fumaba-mariguana, se viene sobre los hombros como figuración malsana, como espectro apócrifo, como papá de Hamlet con sombrero de charro. En las próximas semanas veré a mis amigos que triunfan en el extranjero y han venido a México nada más para constatar que uno sigue en caída libre. Mi amigo Raúl, clavecinista que vive Ámsterdam junto a dos vitrinas en la zona roja, recién ganó un importante concurso con su ensamble; Adriana y Gabriel, pianistas de Graz, acaban de ser contratados en Barcelona para dar varios conciertos; en el verano usualmente los llaman para tocar en Ibiza. Jerónimo, ese viejo lobo fotógrafo, empieza a exponer con éxito en Berlín y Colonia. Y todos vienen a México a visitar a los amigos y hacerles ver un poco más acerca de su desazón, su abatimiento, su medianía. Así, escribir sobre escritores ingleses malos, como lo he hecho durante los últimos cinco años, no pasa de nuevo de una frivolidad necia que nunca hará que me aplaudan en Praga, Viena o Atenas. Ale jacta est. Entonces, ahora que el panorama es claro como el agua, lo mejor será lanzarme a la Comercial Mexicana y comprar esa promoción de Johnny Walker con dos Guinness por 136 pesos: estamos a mitad de mes y queda poco tiempo de ofertas.
CAS
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