sábado, diciembre 24, 2005

Diario de Carolina II

El tiempo en la montaña dura distinto. En las mañanas es apacible; por las noches, vertiginoso. No hay nada que prologue el atardecer ni que reafirme el aura. Las horas en la montaña son acéfalas, indecifrables. Hay, por demás, varias inclinaciones anímicas motivadas por este caos rutinario. Las horas muertas sirven, entre otras cosas, para notar que los temas importantes en la vida tienen que ver con los dolores y resistencias de los seres queridos y no con las minucias y pequeñeces personales. El sufrimiento tiene sus decibeles, y mi escala sigue siendo nimia. Aquí en Asheville, lugar donde nació Thomas Wolfe, desde esta colina inmensa donde escribo, me he propuesto recuperar la sobriedad de mis juicios y la templaza de mi conducta (acaso nunca la tuve). Desde aquí también, en esta pequeña atalaya donde he radiografiado los incendios cotidianos del sol, se mira mi tierra y sus tribulaciones; ese lugar habitado por los otros seres queridos que cada vez son menos. Aquí en Carolina del Norte, un lugar donde la fauna es variada, hay una ardilla que me observa juguetona. La pobre pretende verme la cara.

CAS

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