domingo, septiembre 21, 2008

Tránsito postoperatorio II

Odio los hospitales. En la mañana siguiente a la operación desayuné bien y olvidé rápidamente que no habían querido darme de cenar. La amiga que se quedó conmigo durante la noche esperó a que desayunara; después salió a comer algo y revisar su coche. Regresó a los diez minutos con los ojos vidriosos: el coche no estaba. ¿Crees que se lo hayan robado?, me preguntó. Lo más probable es que se lo haya llevado la grúa, pero de todos modos tienes seguro, ¿verdad? No. Chet. Doble chet. Imploré por que se lo hubiera llevado la grúa. Horas después pude darle gracias a la divinidad correspondiente porque, en efecto, estaba en el corralón. Lo peor de pedirle milagros a un santo es que te los cumpla.

Temprano llegó otra amiga y odié más los hospitales. ¿Qué hace esa zorra aquí?, me dijo en voz baja. Bueno, se quedó conmigo toda la... Sí, veo que ya elegiste. Y la otra en el sofá, a espaldas de la recién llegada, increpándome con la mirada: Pinche vieja pendeja, que se largue, ¿a qué vino? Sonó el teléfono. Contesté. Era N. Hola, hola -las otras sin hablarse, dirigirse la mirada y seguramente al acecho para responder al primer cuchillazo. ¿Quién era?, preguntó la histérica. N. Ah, perfecto: ya me voy, saliendo del cuarto, apenas despidiéndose de mí y barriendo a la pobre que había perdido su nave. Pinche vieja, ¿cómo pudiste andar con ella? No lo sé. Bueno, también anduve contigo. Sí, pero yo me quedo a cuidarte y no te trato mal. Lo sé: se enojó más porque ya sabes que con N anduve unos meses antes que con ella. Un día te van a matar, cabrón. Lo sé. En ese momento no odié los hospitales porque si una mujer histérica me baleaba, la terapia intensiva estaba a tres minutos. Voy a recuperar mi coche, dijo.

Me bañé. Un torrente de sangre se mezcló con el agua hasta hacerse transparente (qué difícil es bañarse cuando se está conectado a un catéter). Empezaron a llegar los amigos. Éramos muchos y ya casi no había dónde sentarse. Alguno sugirió que compartiera la cama. Los motivos de la tertulia hospitalaria eran inicialmente acompañarme en mi sufrimiento; no obstante, no sufrí lo necesario para ser convincente y olvidaron que tenía una herida abierta del tamaño de un mamey. Fue, entonces, un momento de comunión que trascendió las coincidencias y se hermanó con una circunstancia más importante que la convalecencia de un escritor mancillado: jugaba la selección. Vimos el partido (un amigo todavía me preguntó si podía llevar unas cervezas). México 3, Jamaica 0. El problema es que yo seguía operado, sangrando las sábanas y odiando más los hospitales (y a dos enfermeras que me picaron cinco o seis veces cuando se tapó el catéter; a otra la odié porque lo primero que dijo fue ¡Ay, qué alto estás! Me acordé de todas la películas porno en las que hay enfermeras y me entró un ataque de pánico). Bueno, besos, ciao, ciao, que te mejores. ¿Mañana no habrá otro partido?, digo, para vernos. Acorté las despedidas: ¡FUERA! La misma amiga se quedó esa noche. Vimos (again and again and again) la trilogía del capitán Jack Sparrow. El dolor seguía: el analgésico de la dama de la tortura ya no funcionaba. A la mañana siguiente abandoné la clínica: apenas podía caminar. Atrás dejaba una operación de alto riesgo, un pedazo de mi alma que iniciaría la marcha atrás de la rueda de la fortuna y una certeza: la verdadera amistad se encuentra y se reitera en esos lugares odiados llamados hospitales, campos de batalla sitiados por gasas, sueros y bisturíes. Es en esa comarca de patología y tránsito vivencial en donde se hallan los amigos vivos.

CAS

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