viernes, noviembre 21, 2008

A los 36

Desde hace algunos años mi casa se mueve de un lado a otro. Las puertas amenazan con desprenderse y los vidrios de las ventanas vibran como quien mueve tenuemente el agua de un riachuelo. Al principio tenía miedo de que el cristal me estallara en la cara y tuviera un rostro con estalactitas. Hoy, con el tiempo, asumo la naturalidad del fenómeno y pienso en la vulgar mentira que Soda Stereo vendió por tantos años: "Cuando pase el temblor". Entonces el tintineo se incrementa (es como cada hora) y la paredes se menean al unísono como si estuvieran bailando cancán. He hablado con el casero, mi amigo Juan, para decirle que algo pasa. Él, fiel a su papel de casero modelo que le quita preocupaciones al inquilino, dice que no hay problema, que el edificio ha resistido los temblores del 57 y 85, que si se cae se derrumba con él toda la ciudad; además, que yo tendría el privilegio de desplomarme hasta el final. Le sonrío y naturalmente le invito un whisky. Es probable que la temblorina de mi depto se deba a los vehículos pesados que de un tiempo para acá pasan por el Eje donde vivo, pero es una tesis de avanzada que podría cuestionarse: las camiones siempre pasaron y jamás se sintió un movimiento tan estrepitoso. La única razón por la que el departamento se había zarandeado era por la turbulencia generada por las turbinas de los aviones. Porque hay que saber que arriba de mi casa es donde los jets doblan su curso para aterrizar en el aeropuerto de la ciudad. El sonido, pues, hace que la casa dé unos chispeantes saltitos, de ésos que mi amiga Ana daba cuando jugaba Avioncito. El verdadero tema es que las mujeres ya no quieren dormir aquí porque por las noches se conjugan dos momentos apoteósicos que les hace pensar en el juicio final: el movimiento oscilatorio de la cama cuando pasa un tortón a gran velocidad y mis épicos ronquidos de cuando he bebido de más. Dicen que es una sensación similar a la del Apocalipsis. Yo sólo digo para mis adentros que me haría millonario con esta mujer que acaba de descubrir la máquina del tiempo. Pero los ronquidos son lo de menos (a mí a veces me pasa que me despierto con los míos propios). El gran problema no es que mi casa oscile como piragua en el Atlántico o que yo ruja cada noche como el Gigante Egoísta. Lo realmente trágico tiene que ver con mi refrigerador. Como tenía uno ya de muchos años, que además congelaba el apio (un día congeló un vodka y concluí que eso ya estaba muy mal), opté por cambiarlo. Fui a comprarlo. Me decidí rápido por uno pero no pude pagarlo porque no llevaba la tarjeta de crédito. Regresé unos días después: el refri costaba mil pesos más. Compré otro. Regalé el viejo y tuve el mayor momento de felicidad de los últimos años cuando conecté el nuevo. Fue sólo un instante feliz, pues al día siguiente descubrí que me habían vendido un aparato habitado, esto es, que le incluía un grupito de duendes gitanos. Así, tuve que aprender a cohabitar con esos pequeños personajes; no es necesario darles de comer porque viven entre comida, que degluten aun echada a perder. Tampoco que salgan a la luz del sol porque es de sobra sabido que les molesta. Son, no obstante, muy divertidos. Cada dos horas llevan a cabo tremendas orgías y se escuchan ruiditos curiosos: "clan, clan, clan" y "glock, glock, glock". Nunca he querido imaginarme que están haciendo exactamente, pero aspiro a que no vean la crema ácida como el lugar natural para descremar. Mis amigos ya los han escuchado y dicen que debería cambiar el refri, sobre todo ahora que tiene garantía. No me queda más que confesarles que los nuevos habitantes son ya parte de este lugar y sería un crimen echarlos sin darles una explicación razonada, cosa, por lo demás, que tampoco haré. En lo sucesivo, las mujeres que pasen por esta casa deberán acostumbrarse a una cama que retiembla como en sus centros la tierra, a unos ronquidos superiores a los de Shrek y a unos duendes amigables que tienen a bien fornicar en mi nevera. La siguiente semana cumplo 36 años; creo que me quedaré soltero.

CAS

jueves, noviembre 06, 2008

Un avión en la loma

El martes se cayó un avión en Las Lomas de Chapultepec. Al momento han muerto 14 personas, entre ellas el Secretario de Gobernación mexicano, Juan Camilo Mouriño. Sobre el acontecimiento se seguirán comentando muchas cosas. A la fecha, podemos destacar lo dicho por el gran Luis Téllez, secretario de Comunicaciones. Después del desplome, su primera declaración fue: "No se puede rechazar la hipótesis de un accidente". Más adelante, tras el regaño correspondiente y con la caja negra en poder de los peritos, dijo: "Pido al público mexicano que nos tenga paciencia; pero toda la información disponible que tengamos la daremos a conocer". No hablaré de la sintaxis de la afirmación ni en qué quiere decir nuestro ínclito secretario con "información disponible que tengamos": allá él y su conciencia semántica. Lo que sí es para poner lo pelos de punta es que, y lo intuyo sólo como hipótesis de trabajo para no herir susceptibilidades, la aparente confusión entre el sustantivo y el adjetivo "público" no es gratuita. De ahora en adelante los mexicanos seremos parte de un espectáculo mediático y nosotros seremos nuestros propios espectadores. Claro que la gente del gobierno dirá "Pero es un show que se vive a flor de piel; hasta hay avionazos y muertos en vivo. Es el reality show fuera de la pantalla grande". Y el público dirá "Gracias, más merezco", sobre todo el público que son las familias de los deudos. Asistamos, pues, a la muerte de nuestros hijos, al cabo vale la pena porque estaremos pagando por el espectáculo con nuestros impuestos y, lo más importante, lo veremos in situ. La última ironía que se ha acumulado al happening del avión caído es la nota de hace algunos momentos: "El cuerpo de Mouriño será cremado en la ciudad de México". Por lo menos el exsecretario de Gobernación, más allá de los homenajes que le harán en lo sucesivo, tendrá un privilegio único: ser cremado dos veces, y en la misma ciudad.

CAS