Botellas al mar
IX. The last empty bottle
La isla se acerca al continente. Los últimos meses a la deriva, en aguas cerriles y turbulentas, parecen eclipsarse. He retomado el cabotaje. Y aunque la costa se vea a lo lejos y esporádicamente se pierda, la corriente ahora es clemente (decidí ponerle un altar a Bartolomé Díaz y ha funcionado). La isla se acerca al continente. Pero no se mueve sino que el puente creado por las botellas ha hecho un paso viable y seguro. Behring de cristal. Hace ya años del naufragio y el ropaje está marchito; la piel, lo suficientemente rugosa para encender un cerillo. Pero todos los días por la mañana aparecían una nueva botella y un papiro amarillento expulsados de la arena tras unos meses de germinación artificial (nunca, extrañamente, vi su desove). Y ahí se iban las notas de ayuda, notasdelvalluda, fatuas, abatidas, sucias; pedazos de papel en un recinto en donde lo único permitido era aguardiente enmohecido. La mímesis con la isla fue, entonces, natural: tomé el timón de sus palmeras y navegamos a babor. El viaje no fue, sin embargo, el deseado. Muchas veces estuve por zozobrar pero la sapiencia y fortaleza de mis cumbres rocosas lo impidieron. Yo isla evité el naufragio día a día. Largos fueron los años hasta que la circularidad de mi trayectoria (nunca me decidí a ir a estribor) se volvió monótona, letárgica, literalmente sin sentido. Fue así cuando desde mis cavernas más afligidas, mis riachuelos más celosos, mi frondosidad más hermética, grité para no ser oído: “¡No seré más un tubo de ensayo!”. Escuchado por la divinidad debida, dejé de ser isla humana, hombre roca, reptil pensante y y fui de nuevo corazón latente y latiente. Aunque todavía no puedo ver, escuchar, o no distingo el olor a café ni registro el rostro de una mujer bella, ya se acerca el día en que el cabotaje me arrastre a la corriente justa y pueda acercarme a un cabo beatífico, un puerto que me bastará verlo en el horizonte para tener la certeza de que ya no hay palmeras colgando de mis omóplatos, playas cristalinas en lugar de piernas y arrecifes malsanos en la pared plegada de mi frente. La isla se acerca al continente. Va la última botella vacía, la que se hundirá al instante y no terminará el puente. No importa, pues como en una fotografía de Cartier Bresson, también se puede brincar el charco.
CAS
IX. The last empty bottle
La isla se acerca al continente. Los últimos meses a la deriva, en aguas cerriles y turbulentas, parecen eclipsarse. He retomado el cabotaje. Y aunque la costa se vea a lo lejos y esporádicamente se pierda, la corriente ahora es clemente (decidí ponerle un altar a Bartolomé Díaz y ha funcionado). La isla se acerca al continente. Pero no se mueve sino que el puente creado por las botellas ha hecho un paso viable y seguro. Behring de cristal. Hace ya años del naufragio y el ropaje está marchito; la piel, lo suficientemente rugosa para encender un cerillo. Pero todos los días por la mañana aparecían una nueva botella y un papiro amarillento expulsados de la arena tras unos meses de germinación artificial (nunca, extrañamente, vi su desove). Y ahí se iban las notas de ayuda, notasdelvalluda, fatuas, abatidas, sucias; pedazos de papel en un recinto en donde lo único permitido era aguardiente enmohecido. La mímesis con la isla fue, entonces, natural: tomé el timón de sus palmeras y navegamos a babor. El viaje no fue, sin embargo, el deseado. Muchas veces estuve por zozobrar pero la sapiencia y fortaleza de mis cumbres rocosas lo impidieron. Yo isla evité el naufragio día a día. Largos fueron los años hasta que la circularidad de mi trayectoria (nunca me decidí a ir a estribor) se volvió monótona, letárgica, literalmente sin sentido. Fue así cuando desde mis cavernas más afligidas, mis riachuelos más celosos, mi frondosidad más hermética, grité para no ser oído: “¡No seré más un tubo de ensayo!”. Escuchado por la divinidad debida, dejé de ser isla humana, hombre roca, reptil pensante y y fui de nuevo corazón latente y latiente. Aunque todavía no puedo ver, escuchar, o no distingo el olor a café ni registro el rostro de una mujer bella, ya se acerca el día en que el cabotaje me arrastre a la corriente justa y pueda acercarme a un cabo beatífico, un puerto que me bastará verlo en el horizonte para tener la certeza de que ya no hay palmeras colgando de mis omóplatos, playas cristalinas en lugar de piernas y arrecifes malsanos en la pared plegada de mi frente. La isla se acerca al continente. Va la última botella vacía, la que se hundirá al instante y no terminará el puente. No importa, pues como en una fotografía de Cartier Bresson, también se puede brincar el charco.
CAS
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