martes, abril 20, 2010

Escribir

José Emilio Pacheco, en la entrevista que le hicieron en Madrid previa al recibimiento del premio Cervantes, dijo: "Escribo porque me ocurre algo y no pienso si eso cabe dentro de una definición". Más adelante agregó que le parecía legítimo recibir el premio sobre todo ahora que el pago por escribir casi ha desaparecido. En mis clases de redacción en la UNAM, les digo siempre a mis alumnos que eviten palabras vagas como "cosa" o "algo", verbos obtusos como "suceder" u "ocurrir" o calificativos vacíos como "interesante" o "lindo". Pero al leer las líneas de José Emilio, no cabe duda que sus palabras le atinan a cabalidad al sentido de la escritura. ¿Por qué se escribe? Porque algo nos pasa. ¿Qué es eso? Quién sabe, aunque la fibra sensible que genera la prestidigitación tenga un origen. Escribo porque me ocurre algo es hacerlo por saberse vivo; es entregarse a un palmo de papel blanco e iniciar una confesión inocua sobre el goce del olor a café o pasmarse con el rostro de una mujer bella; estremecerse con la imagen de dos hombres colgados en un puente de Cuernavaca o indignarse por la muerte de niños que, aunque el adjetivo sea una redundancia, son inocentes; también, por qué no, aceptar que ahí donde nos tocó vivir es un arma de doble filo, una cimitarra infiel que cambia su hoja afilada con destreza camaleónica. Por eso se escribe: porque existe un respeto absoluto por el llanto y la risa; el dolor y la fruición; el odio y el amor. Polaridades que se alojan en precipicios insomnes. Y no nos interesa que la conjugación imaginaria de un "yo ocurro" o un "yo sucedo" como antes se lo hacía como un "j' accuse", no exista en los cánones de las greguerías convencionales. Escribir es la labor inacabada de una mano perdida en Lepanto. Escribir balancea la temperatura del cuerpo; escribir es el barco a la deriva que ve la isla a lo lejos; escribir, como el futbol y otras tantas actividades que los humanos realizan porque su placer es infinito, es una forma artera de vida que enmascara la memoria. La sapiencia de su historia estará en las miles de palabras superpuestas que guardan las yemas de los dedos. Las huellas digitales, el tacto imperceptible y las palabras simultáneas.

CAS

martes, abril 13, 2010

Rothenberg

Quizás uno de los poetas estadounidenses más importantes de la actualidad sea Jerome Rothenberg. Su espectro sensible trasciende los limbos de su propia cultura y desanida el sentido único, unidireccional, de la poesía. En sus palabras confluyen mundos, voces invisibles, que le dan eco a su halo anglosajón. Hablamos, pues, de un poeta cultural, si la tautología es tolerable. De él ha dicho Eliot Weinberger: "Es un recluta que voluntariamente se ha enlistado para prolongar la vanguardia". Su canto embiste las bayonetas de mira chueca, los arcabuces humedecidos por la fragilidad de lo contencioso.

Conocí a Jerome Rothenberg hace como diez años. Había venido a México a dar algunas lecturas de su poesía más reciente. Después de una de esas veladas que deviene en tertulia de amigos, fuimos a tomar unos tragos. Al cabo de cinco martinis, y como la travesura perfecta de un viejo pícaro, deslizó por debajo de la mesa un folletito fotocopiado del tamaño de un boleto de cine. "Es mi última publicación", me dijo. "Es el último que me queda y no se lo quiero dar a ninguno de estos insoportables. Cabe destacar que los organizadores de la lectura, y que estaban ahí, eran de Letras libres. Durante años el folletito fotocopiado estuvo perdido en algún vericueto de antimateria de mi biblioteca; pero ahora, como las mudanzas sirven tanto para perder cosas como para recuperarlas, me he encontrado la minúscula publicación de Rothenberg.

Se trata del volumen The Leonard Project. 10+2 poems, poemas visuales que originalmente fueron presentados en formato de 18 por 24 pulgadas en la exposición A supper with Leonardo en Florencia. La muestra duró de septiembre de 1998 a enero de 1999. Rothenberg lo imprimió después en pequeña escala, sin fines de lucro y para regalárselo a los amigos a quienes pudiera interesarle. Yo fui uno de los afortunados y lo reproduzco a continuación.

I will create a fiction which shall express great things





CAS

miércoles, abril 07, 2010

U turn

No hay piel humana que se mantenga sin cicatrices. Cuando parece que las llagas están por difuminarse, sucede que, por una evolución estrictamente divina, se recalcan sus sombras enardecidas y regresan a su morada epidérmica. Estigmas les dicen y se recrean como sangre encapsulada. A mí, sin embargo, las marcas divinas no me reaparecen en las manos o antebrazos como le sucede a la estirpe de Nuestro Señor. A mí, a diferencia de la visibilidad ecuánime de los estigmas cristianos, las marcas me salen en las lonjas y, aunque no son muy estéticas, adquieren una voluminosidad excelsa que un andrógino envidiaría. Quizás la cura venga de realizarme una liposucción y preparar jabones afrodisiacos con la grasa que salga de la cirugía; así podría tallarme in situ pero por fuera de la piel (la imagen no me convence porque la piel siempre está por fuera pero valga la licencia poética onda Xavi Villarrutis porque hace mucho calor). Como Nuestro Señor acaba de morir, y para evitar la lipo que haría de mí un chicharrón inolvidable, pretendí revivir el viacrucis con caídas y crucifixión incluidas. Bueno, con una diferencia de matiz: revivir el viacrucis tirándome en forma de cruz en el jardín y la alberca de mi casa de Cuernavaca. Pero más o menos seguí el ritual de la semana mayor: jueves santo de eucaristía con vodkas tónics y panecitos con queso de cabra y jamón serrano (tampoco hay que exagerar la nota); viernes de crucifixión tirado de cara al sol y dejando un pedazo de mi alma en un rincón de pasto seco (aunque hacía la cruz tirado en el jardín, he de decir que la sensación era de una verticalidad espigadísima); sábado de gloria acompañado por el inefable "¡agua, mi niño!" (aquí no sólo hay que compartir el pan y las pizcas sal, sino la sal misma en cantidades discrecionales, como las partidas secretas de Fecal); y el domingo de Pascua, estadio de resurrección, resucitación y posibilidad de checarse los estigmas. Como de medias vueltas está llena la vida de los hombres que jamás leerán a Og Mandino, mis estigmas no aparecieron a razón del sufrimiento por la semana santa sino por aquella extraña estupidez que he venido repitiendo rutinariamente los últimos años: me pasé el limón de las micheladas por la lonjas; éstas, a su vez y caprichosamente, fueron expuestas al sol en un momento nodal de la pasión y el cuerito se expandió como si los duendes epidérmicos estuvieran inflando un condón cubano. Por eso las semanas santas no sirven para emular a Jesucristo a la ligera (para eso existe gente preparadísima en Iztapalapa), sino para cuidarse de la languidez cutánea, la deshidratación del alma y de las voces del más allá que no hacen más que recordar que el dolor y las penurias existen independientemente de la voluntad propia.

CAS