miércoles, enero 12, 2011

2011

Se dice que como se empieza un nuevo año así será hasta el siguiente. Si suceden cosas buenas, según esa dilecta apreciación, éstas se expandirán como moho a los próximos meses (es cierto: la hipérbole del moho no es la apropiada. Digamos que como el Yogurt asesino de las películas de serie B). Si hay malas, el resto del año será calamitoso, impío. Y así y así. Como no pertenezco o practico alguno de esos gamberrismos llamados redes sociales, el momento terapéutico de mis desgracias suelo prologarlo en este humilde espacio. Lo siguiente tiene que ver de nuevo con un atentado hacia mi persona que me orilló a acuñar un neologismo que me acompañará hasta el siguiente idus de enero: miserabilidad. Todo sucedió así: fui al dentista. Es por todos sabido que simplemente hablar del antes mencionado personaje nos haría pensar en una tragedia de dimensiones épicas. Lo peor, sin embargo, es cuando se cree que uno ya tocó fondo y aparece, como la escena que dejaron fuera de la película Armageddon, una perforadora con la firme convicción de ir al subsuelo de la desgracia. La metáfora, aunque suene asoladora, funcionó visual y perfectamente conmigo. Fui al dentista y dijo Hay un pedazo de esa muela fracturado; hay que sustraerlo. Pongo a consideración los antecedentes sobre la muela mal habida. En principio confesaré que, por una minucia genética, me arreglan los dientes desde los ocho años, por tanto no he podido librarme de los dentistas en toda mi vida. Pues bien, con este último el tratamiento ha durado más de año y medio y sigo viéndolo, entre otras cosas, por el flamante descubrimiento de la muela astillada. Como durante largas jornadas había sido trabajada con amalgamas e incrustaciones, la pieza adquirió la forma del cráter del Popocatépetl y su fumarola, ergo, se trataba de un objeto discapacitado para lo que fue creado: morder cacahuates japoneses. Eso independientemente de que en cualquier momento podía hacer erupción y se me saliera por ahí un pedazo de pulmón. El doctor dijo Vamos a salvar esa pieza. Pongamos un endoposte y luego una corona. Hizo las dos cosas y, como buen dentista, se vanagloriaba de que su trabajo había sido impecable. Qué bien quedó, se jactaba (hay que decir que en una de las tantas sesiones, el buen hombre me incrustó el endoposte de otro paciente con un pegamento que anunciaría Godzila gritando ¡Pega de locura! Tardó dos horas en quitarlo). Pero, como uno podrá imaginar, la operación no había sido el consabido éxito sino un soberano fracaso inducido por esa ínclita asociación conocida como "Haga patria: mate a un escritor". Regresé con él después de unos meses y le dije que me dolía. Cómo, si está perfecta. ME DUELE, DOCTOR (aquí eso de medir uno noventa y pesar 135 kilos tiene un efecto implacabilísimo). Bueno, vamos a quitar la corona y vemos cómo evoluciona, Profesor ("Profesor", aunque no tengo nada contra los maestros normalistas, hay niveles). Regresé a los 15 días. Me sigue doliendo, doctor. Qué barbaridad. Pues quitemos el endoposte. Después de luchar un poco contra él, lo despegó y fue cuando detectó la fractura. Hay que sustraer ese pedazo pero mantendremos el otro para salvar su muela. ¿Quiere que lo hagamos ahora? Haga lo que tenga que hacer, doctor, sintiéndome Paquirri después de ser corneado. Así empezó una de las batallas más memorables que se recuerden al interior de un hocico morelense: El dentista enguantado VS La muela astillada. Me puso la suficiente anestesia para paralizar un mamut y comenzó el combate. Pinzas y ¡Sal, maldita! Y la cabeza de un lado a otro. Y una vocecita agnóstica cuando salían las pinzas, Me duele. Más anestesia y Saaaaaaaaaal, miserable, de una vez por todas. Cabeza izquierda, derecha, Linda Blair y la sangría perfecta, SAAAAAAAAAAL, encima de mí emulando al domador que mete la cabeza en el león (dentista fauces adentro). ¡SAAAAAAAAAAAAAL, CABRONA! La lucha fue de tal envergadura que el rostro del doctor cuando por fin sustrajo la pieza semejaba una felicidad mayor que cuando firmó su divorcio. Mire, aquí está, me la enseñó con los guantes ensangrentados. La mitad de muela, en efecto, había sido desembuchada al fin de mi encía, y el doctorcito la exhibía como trofeo de la Liga Cañera de futbol. Veremos cómo evoluciona, sostuvo estoico ante su victoria naturalmente pírrica. Salí del consultorio mancillado, con la camisa roja, mientras el dentista le decía a su chalana, Trapéame la sangre del suelo para que entre el siguiente paciente. Hoy día el hoyo se mantiene, pues hay que esperar a que cicatrice la herida. Como la curación que me puso se cayó de inmediato, ahora, si uno es cuidadoso y se asoma por el orificio con la lamparita adecuada, es probable que me alcance a ver el esternón. Ante semejante ultraje, la única forma de sobrellevar la cotidianidad de la grieta es apelando al heroico "Nocturno del hueco" de Federico García Lorca:

Yo.
Con el hueco blanquísimo de un caballo,
crines de ceniza. Plaza pura y doblada.

Yo.
Mi hueco traspasado con las axilas rotas.
Piel seca de uva neutra y amianto de madrugada.

Toda la luz del mundo cabe dentro de un ojo.
Canta el gallo y su canto dura más que sus alas.

Yo.
Con el hueco blanquísimo de un caballo.
Rodeado de espectadores que tienen hormigas en las palabras.

En el circo del frío sin perfil mutilado.
Por los capiteles rotos de las mejillas desangradas.

Yo.
Mi hueco sin ti, ciudad, sin tus muertos que comen.
Ecuestre por mi vida definitivamente anclada.

Yo.
No hay siglo nuevo ni luz reciente.
Sólo un caballo azul y una madrugada

CAS

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