sábado, julio 30, 2011

Diario de la Toscana II

Mi sobrino Noel no habla español; el italiano es su primera lengua y Nicla, su mamá, le ha hecho aprender francés. Noel tiene debilidad por dos personajes indiscutiblemente célebres: el maestro Alessandro del Piero y las iguanas guerrerenses. También, a su escasa edad, ha cometido un triste y lamentabilísimo error del que se arrepentirá el resto de sus días: en una decisión tan rotunda como ridícula, ha concluido que su equipo de futbol en México serán los Mininos de la UNAM (uno más: ¡mi reino por un poco de inteligencia en este mundo!). Noel tiene ocho años y el otro día fuimos a jugar futbol al parque. Ahí me enteré de una segunda, penosa, equivocación: me confesó que si a algún jugador mexicano escogería en su videojuego de futbol, ése sería un conocido traidor llamado Paco Palencia. Pero Noel es un buen niño: lo único que pide cuando vamos al súper es un chocolate Kínder, ésos que tienen un juguetito para armar en sus entrañas. Como está de vacaciones me llevó a conocer el museo de sitio del anfiteatro romano que está detrás de su casa. De hecho, cuando Nicla se enoja con su hijo, suele arrojarle los juguetes al anfiteatro, ahí donde épicos gladiadores godoteaban estoicos para jugarse la vida. Él naturalmente se enoja y lanza un ¡Vaffanculo! y alguna increpación en español (las majaderías tepiteñas son los únicos términos en mexicano que conoce. De hecho se le ha desarrollado el hábito de pinchearme con lingüística suficiencia). Pero el último gran problema de Noel no tiene que ver con sus preferencias futbolísticas (olvidaba mencionar que cuando le dije que había escogido el equipo equivocado y le hablé de la eterna seguridad que le daría irle a la gloriosa Máquina Celeste, espetó con certeza etrusca: "¡Pinche Cruz Azul!") es que en su repertorio de canciones sólo existen dos: "Redemption song" y "La marsellesa". Ambas las tararea o canta según su estado de ánimo y no hay poder humano que lo calle o le haga cambiar de canción (bueno, dos veces entonó el "Guacaguaca" de Shakira con ilustres gritos toscanos). Pero lo realmente calamitoso de esa tendencia de Noel por el himno francés es que me he cachado cantándolo más de una vez, bueno tarareándolo porque desconozco su libertaria letra. Eso, a su vez, ha provocado dos situaciones siniestrísimas: que odie a los franceses un poco más y el reconocimiento apriorístico de que el 5 de mayo jamás existió y todos llevamos un pequeño Abraracurcix en nuestro ser. Cuando Noel vaya a México, para que entienda de una vez por todas cómo están las cosas y, como si fuera un Alex Nadsat DeLarge posmoderno, le haré pasar por sesiones intensivas de partidos del Cruz Azul (ya tengo las gotas para los ojos). La música de fondo no será la novena de Beethoven sino una refinada selección de Juanga y Los Tigres del Norte. A ver de qué cuero salen más correas, pues.

CAS

martes, julio 26, 2011

Diario de la Toscana I

La psoriasis ha brotado de nuevo. Su presentación es más violenta, más escandalosa. Desde que abandoné las gotas de mi energía líquida pasada por pelo de oso polar, la grieta se ha endurecido y profundizado. La lucha es entre dos paredes babilónicas al interior de mis nudillos. Además he vuelto a sudar por las noches. La almohada amanece húmeda en su totalidad, como si la hubiera hecho naufragar en el bidé de la casa: todo hogar italiano tiene uno; de hecho los habitantes de aquí se sorprenden cuando se enteran de que en otros lados (todos los demás países, por ejemplo) no suelen existir. Nicla, la esposa de mi primo Michael, me pregunta desconcertada: "¿Cómo se lavan la cola cuando van a salir?".

El sudor no es cosa nueva: de día, cuando la conciencia evita el sueño del naufragio, el agua salada brota de igual forma, como si se exprimiera una esponja, como si se expulsara la vida. La grieta y el oceano nocturno no han eclipsado, sin embargo, la felicidad cotidiana: esa sensación de bienestar y fruición que sólo ocurre cuando las piezas del rompecabezas vivencial se colocan correctamente con los ojos cerrados.

CAS

martes, julio 19, 2011

Apuntes teutones

Desde la segunda Guerra Mundial, Alemania es un país que no está acostumbrado a perder (creo que en la gran Guerra tampoco lo estaba pero lo tomaron con sabiduría ecuménica). De las tantas actividades en la vida hay una en la que particularmente no le suceden los fracasos muy a menudo: el futbol. Como todavía es julio, mi mes favorito y el idóneo para los lugares comunes, me iré con el célebre del exfutbolista inglés Gary Lineker: "El futbol es un juego de 11 frente a 11 en el que siempre gana Alemania". Aunque, insistiremos en ello, hace ya algún tiempo que los anales no merecen su presencia grabada en letras doradas. El punto es que últimamente suelen salir vencidos, aunque mientras participen en un torneo el pueblo alemán siempre tendrá la firme certeza e inmarcesible convicción de que el tarro será levantado (por favor, si son visigodos posmodernos: dejémosle las copas a los franceses). El Mundial de 2002 me tocó durante un largo viaje por Europa. Después de ver la final Brasil-Alemania con unos amigos en Maastricht, por obra y gracia de algún holandés que detectó el 15 por ciento de mi sangre alemana (los holandeses practican un oído peculiar hacia los alemanes por 1.-Holanda no es un país y 2.-cuando los han invadido, en particular los alemanes, no han metido las manitas y acto seguido les entregan el país), me embriagó con un coctel que incluía Amstel, Heineken y un hash marroquí dudosísimo y me depositó en el primer tren a Munich. Amanecí en la estación bávara sin saber bien a bien dónde estaba hasta que una multitud enclavada en el centro de la estación hizo el favor de, por sus loas, darme razón del lugar. Había una pantalla gigante a la mitad del pasillo principal en la que se transmitían escenas de la llegada de un avión. La gente estaba a la expectativa y vio atenta y en silencio el aterrizaje de la aeronave, cómo se acomodó al lado de la pista y el momento en que se abrió la puerta principal. Se trataba de la llegada de la selección alemana de futbol a su tierra. En condiciones normales, el primero en salir hubiera sido el entrenador, en esa época el gran maestro Rudi Vöeller; pero no fue así. En un acto que sólo se interpreta como una reafirmación nacionalista o un misterioso gesto de indulgencia nibelunga, Vöeller tomó del brazo al capitán del equipo, Oliver Kahn, y lo lanzó al ruedo como primer espada para bajar del aeroplano. Recordemos que Kahn (ningún parentesco, concesivo lector, con el Gran Gengis), en la final de ese Mundial, había cometido un error grosero en el primer gol de Brasil, que le abrió el camino a la verdamarela para conquistar el pentacampeonato. Así las cosas, Kahn se presentó en su país y, sin haber tocado tierra, recibió la más larga ovación que ha existido para alguien que en otro contexto merecería la horca (fue un yerro imperdonable para alguien que se vanagloriaba de ser el mejor portero del mundo). Ahí, en la estación de trenes de Munich, atestigüé de nuevo los contrastes mundanos de la vida: los alemanes recibían con furor a un héroe trágico y el portero, cual avestruz resucitada salida de una obra de Peter Handke, saludaba a la plebe como hijo pródigo (cabe señalar que, aunque capitán, Kahn tenía serías dificultades para hilar dos frases seguidas en su idioma natal; para ser más específicos, se expresaba peor que Bastian Schweinsteiger, nuevo portador del gafete, que en su juventud había sido pastor de ovejas en las dehesas de Bavaria). Un dato fundamental que ejemplifica la debacle teutona del siglo XXI fue que en 2006, cuando el Mundial se celebró en Alemania, festejaron el tercer lugar como si hubieran su primer campeonato.

Pues bien, hace algunos días estaba en Alemania. Fui a visitar a mi amigo Jerónimo que vive en Dusseldorf. Ahí me alcanzó Anne, amiga berlinesa y ciudadana del mundo, que hacía un curso como negociadora (os lo juro) en un pueblo rabón cerca de Colonia. Como es de sobra sabido, en estos días se festeja el Campeonato femenil de futbol en Alemania y el pueblo alemán tenía otra oportunidad de reafirmación nacionalista: los automóviles, como en 15 de septiembre, mostraban ufanos su bandera tricolor en el parabrisas. Al llegar a Dusseldorf, el tema natural de conversación fue el Mundial Femenil: Jermoc, en un plan categóricamente germanófilo pero con sapiencia contundentísima, me platicó todos los detalles de la selección femenil alemana: que la portera era novia de la defensa central y la celaba por los fajes que les metía a las delanteras; que la mejor jugadora, Birgit Prinz (creo que era su fan porque se llama igual que su esposa) la habían sentado por sus malas actuaciones y que al día siguiente SU selección golearía a Japón para que de una vez por todas los nipones entendieran cuál había sido el único pilar trascendental del Eje Berlín-Roma-Tokio. Cuando llegó Anne, mi sorpresa se incrementó: mi muy querida amiga Anófeles Becker estaba al tanto de todo y, cómo no, también esperaba con ansiedad el encuentro. Decidimos, entonces, ir a un tugurio llamado Zakk, en donde una semana después tocaría Molotov. En el escenario habían colocado una pantalla gigante (les reteencantan ese tipo happenings a los alemanes) y el público se sentó en unas banquitas de madera puestas muy artesanalmente y que seguro quitarían para recibir a los merluzos decadentes de Molotov-que-le-van-a-los-Mininos. Ante ese ritual a gran escala, no me quedó de otra que reccionar con el mayor decoro al que aspira un mexicanito en el extranjero:

-Yo le voy a Japón.

Jermónimo y Anófeles se miraron con el máximo gesto piadoso del Ruhrgebiet y siguieron bebiendo su Franciscana. Cuando cayó el gol de la japonesas hubo un rumor de incomprensión y un grito ahogado del mexicanito que, aunque fervoroso, no era estúpido porque obviamente en el congal había un habitación en donde se podía armar, ipso facto, una cámara de gas. Jermoc empezó a exigir en fino mexicano "Mete a Birgit, pendeja; métela" y Anófeles a hacer un ejercicio tántrico para evitar las lágrimas. La árbitra pitó el final del partido y, contrariamente a lo que hubiera pensado, ningún corazón a la orilla del Rhin dejó de latir; estaba ante una nueva y ya conocida realidad de los alemanes en el deporte: esa común, aunque triste sensación, de acostumbrarse a perder. Saliendo del Sakk no hubo ningún auto con banderita, ningún claxon que se perdiera en su carrera ni una sola voz anónima dicendo prost que retumbara en esa célebre cantina del mundo llamada Dusseldorf. Jermoc y Anne caminaron delante de mí sin decir palabra. Yo me apiadé de su desgracia hasta que el sentido común pudo más que la taciturnidad de la noche: "Pues una última chela, ¿no?". Ellos, como la única frase que alguna vez citaré de Benedetti, cerraron los párpados pesados como juicios.

CAS

lunes, julio 18, 2011

Brasil-Paraguay


¿Cómo se puede ganar cuando tienes en tu equipo a un Ganso, un Pato, un Lucas y encima de ellos (o abajo, para que no terminen chorreados) a Elano (que dejó fuera a Kaká)? ¿O cómo se puede ganar cuándo tienes en la portería a un hombre Justo? You tell me...

CAS

martes, julio 05, 2011

Diario helvético I

Como los suizos son personas con déficit anual de sol, cuando suele salir, ora sí que a flor de piel, no pierden un instante para disfrutar de sus bondades. Estoy en una playa sui géneris a orillas del río Ródano en Ginebra. La diferencia con las del Defe es que aquí hay agua natural pero no arena artificial: les bastan unos tablones de unos cuantos metros para poder hacinarse felizmente. Al ser la puesta del sol a las diez de la noche, la gente viene a darse un raudo chapuzón saliendo del trabajo. Lo de raudo es al pie de la letra: estoy viendo a tres muchachas que llegaron hace 15 minutos; prestas se encueraron, se tendieron diez minutos para, digamos, un tostado a fuego lento, dijeron merde cuando uno de los pocos gordos que hay en este país las salpicó y ahora se han vestido (de oficinistas de nuevo) y ya se van con la piel a medio cocer, cruda, para ser más precisos. Un detalle, no obstante, que atisbo en este momento, es que la corriente del río es de eyaculación precoz: rápida y furiosa. Cuando alguien se lanza un clavado, en dos segundos ya está a diez metros del lugar de acuatizaje; otra minucia (que también voy descubriendo) es que se puede nadar armónicamente con los patos, hacer gárgaras al alimón con ellos y retarlos a una carrera parejera (¡si es Suiza, for Christ's sake!, el territorio donde el papa escoge a sus efebos, perdón, a su guardia de honor para llevarla al Vaticano). Mañana regresaré ya con traje de baño y les enseñaré a los patos helvéticos una evolución que, seguramente, incluso los de su especie desconocen en estos lares de calles trapeadas: nadar como el pato Lucas: de muertito y echando un chorro de agua hacia arriba.

CAS