viernes, mayo 18, 2012

Balada del hombre piedra II

Nuevos brotes adoquinan el pavimento de mi piel. Desde que me quitaron la mancha voraz del labio, la aparición de la escama no había sido tan violenta, tan visible. Se lo dije a Homero y peló los ojos: "Sí, las últimas gotas que te receté fueron para tratar de esparcir las placas y que no se manifestaran tan ferozmente en un solo lugar. Espero que desaparezcan". Hace cuatro meses de eso y los brotes, en efecto, se han esparcido pero no se han ido. En la espinilla y sus alrededores han florecido otras membranas rasposas; también un par en los muslos. El hormigón en los nudillos ha aumentado y las ranuras de las articulaciones me hacen tener las manos eternamente extendidas: si las cierro como para protestar en el primero de mayo o para lanzar unos bien puestos y contundentes caracoles, el surco se abre y la sangre brota como una afrenta abierta hacia las flexiones del mundo. Y el dolor vuelve a ser extensivo al resto del cuerpo porque las manos enllagadas ya son de comarcas fosilizadas, grutas insomnes; mi piel es guante y sigue siendo una fantasía lacerante. Y un sufrimiento lánguido, tenue, versátil. Ahora ya veo que el sangrado es permanente; mi hemofilia, sin embargo, es mental. El último dermatólogo al que vi dijo que me asoleara con frecuencia. Veinte minutos diaros, concluyó con la sapiencia de alguien que jamás ha tenido un problema en la piel. He intentado hacerlo pero, en la confusión de los carácteres, ya estoy de nuevo todo lo iguana que se puede y por el tamaño ya no soy el Guapo Ben ni Mafafa Musguito sino el célebre aunque erróneamente vilipendiado Maestro Godzilla, o su huella y osamenta (preferiría os amante), y sin japoneses a la vista; siendo sinceros se me antojan más unos aqueos, de ahí que envidie también al gran Polifemo y su festín de casi la tripulación completa (no os fiéis de los borregos), ésa que se comió en cachitos, aunque eso sí, siempre dejó los fémures para el final. Los rayos solares no han resuelto nada y ya soy vaca de sol y tendré que enfrentarme de nuevo a ese bergante malnacido que tenía una mujer que tejía y destejía (las malas lenguas, querido Ulises, ésas que siempre tendrán que ser cortadas, dicen que Penélope jamás tejió y destejió en solitario).

Hoy día la psoriasis tiene una nueva residencia: el cuero cabelludo. Cuando tenía veinte años, me preocupaba quedarme calvo: tenía poco cabello y se me caía en manojos cada vez que lo lavaba. Me unté todo lo indicado: jabón de cacahuananche, jitomate saladet, yogurt de búlgaros, epazote fermentado. Nada sirvió. Decidí, entonces, que si tenía que quedarme calvo no importaría. Santo remedio: desde esa imberbe edad tengo el mismo cabello. Ahora, con la dilecta Vía Appia que ha surgido en mi parietal, esas épocas de desesperación me vienen con suma nostalgia y asumo de nuevo soy una víctima más de Medusa (Laocoonte sin vástagos). Tengo una enfermedad crónica, autoinmune, sin origen preciso. Se dice que es más común en gente gorda, aunque no está muy claro. El punto nodal es que los seres humanos, fieles a su costumbre de sentirse hechos a imagen y semejanza de Nuestro Señor, pretenden ser él y siempre tienen una solución al respecto: "Es nervioso", apuntan con docta suficiencia. "Ponte esta crema; es buenísima". "Tómate dos litros de este té y te desaparecerá luego luego". Como la edad me ha eximido de esa extraña cualidad por la que cayeron grandes civilizaciones llamada rebeldía, me he vuelto crédulo y le entro con intrepidez a todo. Y lo hago con asidua volición para que puedan cumplirse correctamente los augurios. A la fecha nada ha funcionado pero, por primera vez y sin traicionar mi agnóstico alien interior (y el exterior también, por aquello de las escamas), ando con la fe intacta. La grieta sigue y vuelvo a ser hombre roca que se acerca al oceano: un Juan Soriano viviente. Ya soy coral de dos piernas y un nuevo tripulante del Holandés Errante (part of the ship, part of the crew). Heme arrecife.

CAS 

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