¿Cómo se lucha cuerpo adentro? ¿Cómo se conoce el arma que utiliza el rival cuando es una vaina imperceptible? ¿Cómo se allana la supervivencia contra el tigre cuando yo soy el tigre? ¿Qué hay en ese cuerpo mallugado que es incapaz de adiestrar el vestuario de su piel para que no se arrugue, no se carcoma, no se inmole? La psoriasis continúa. Cada mañana detecto una nueva placa, una flamante pústula que nutre mi transformación. Heme, mutatis mutandis, día a día más parecido a Gregorio Samsa, a Jeff Goldblum. Arráncame la escama se llamará mi siguiente libro. El caos de mi sistema inmunológico (nadie sabe para quién trabaja) aniquila las células buenas, los tejidos normales y los expulsa al exterior para hacer de mi piel una instalación posmoderna. Y la diferencia con los tatuajes es que el sufrimiento no viene de manera artificial; tampoco su evolución cotidiana es inducida. Mis manos y piernas evolucionan con mayor vigor que un body painting; su movimiento es más certero que la pintura de acción y su majestuosidad más irreverente que un Botero en la plancha del Palacio de Bellas Artes. Acaso la conversión a obra de arte también necesite sacrificios; asumir el dolor como quien decide cambiar de sexo o transformarse en el mineral preferido. La solución, sin embargo, la he vislumbrado los últimos días. Una mujer a la que amé y murió hace año y medio, me regaló una pomada mágica con sales del Mar Muerto (qué mejor antídoto para erradicar las células muertas de la piedra porosa en mis extremidades). En su momento la utilicé y no pasó nada. Ahora, como ajuste de cuentas desde el más allá, ha empezado a funcionar y la roca parece mimetizarse con la piel. De ahora en adelante no habrá fuerza omnímoda que me impida la lucha contra el ángel para descoyuntar mi cadera, trozar mis ligamentos, rozar de nuevo la humanidad perdida. Aunque mis fauces sean las de un caimán indómito que se muerde a sí mismo, venceré aquí o allá, en la insondable nocturnidad bajo piel, al Dios invisible que me devora desde adentro.
CAS
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