Vuelos II. En el aire con Pedrito
De nuevo ignoro cuántos vuelos he
tomado últimamente. Ayer regresé, dormí en mi cama por primera vez en una
semana y heme ahorita otra vez en el aire. Hoy por primera ocasión me detuvieron en
la revisión de rayos equis. Pensé que me inspeccionaban por los granos de café con
chocolate para mi postre con los que suelo viajar. Pero no. El policía hurgó un poco más en mi
mochila y encontró un cuchillo de mesa sin filo y con el que no se podía cortar
un limón. Lo sabía porque me lo había robado del restaurante de mi último hotel:
mis alumnos me esperaban con unos tequilas y limones para ser cortados en la
alberca del techo. Lo curioso fue que el cuchillo, que estaba en mi backpack quién
sabe por qué sibilina razón, lo había pasado sin saberlo en el último viaje:
nadie en el aeropuerto de Guadalajara se había dado cuenta de que introducía un
objeto, ni punzo ni cortante pero arma blanca al final, a la sala de espera. Ya
en el DF me lo quitaron y el numerito no pasó a mayores. No obstante, sigo
siendo hijo de los aeropuertos y me pasan cosas que debo entender, no hay
de otra, como señales providenciales.
Verbigracia:
a últimas fechas me he encontrado seguido a un muchacho que fue
estrella infantil del cine y la canción, y según por el número de autógrafos
que le piden comprendo que sigue siendo famoso: Pedrito Fernández. Me he
topado con Pedrito en los aeropuertos cinco veces en los últimos cuatro
meses. En realidad no sé qué haga, pero seguramente no lo que yo: un servidor
se dedica decorosa y honorablemente a la literatura, ergo, embaucar a incautos
a lo largo y ancho de un país en forma de cuerno. Supongo que lo de Pedrito
será más fecundo y enriquecedor (para mí esta última palabra sólo tiene una
acepción: engrosar nuestras cuentas de banco). No sé si alguna vez me haya visto y me
haya pensado como su redentor, palabra que primero tendríamos que explicarle
(mi look actual ha pasado del Gigante egoísta wildeano al de Hagrid
harrypotteriano); pero el tema es que ahí está, da autógrafos y posa como divina
garza que, ya sabemos por un escritor jalapeño, no puede ser domada.
Hace
algunas semanas yo regresaba no sé de dónde y ahí estaba Pedrito en la sala de
espera. La verdad me dieron ganas de saludarlo, sacudirnos la mano solos o
acompañados y crear finalmente el vínculo fraternal que él seguramente anhelaba
cinco aeropuertos atrás. Naturalmente no lo hice: ¡ya parece que yo iba a
estar saludando al pinche Pedrito Fernández, ni que fuera ese cabrón de
Ricky Martin! Le di carpetazo al asunto y me subí al avión. Todo iba bien hasta
que él se subió a la misma aeronave seguramente nada más para molestarme y abriera de nuevo la
carpeta. Despegamos y todo, salvo las turbulencias (¡coño! ¡Juro no tratar más a mis alumnos como lo que realmente son ―idiotas― si diosito las desaparece!) iba miel sobre hojuelas. Lo fue hasta que, una vez más, fui testigo de la ruindad humana. Al
lado mío, cruzando el pasillito, estaba un cuate que tenía ganas de hacer plática
(en viajes de una hora debería existir una bula papal que prohibiera platicar
con el compañero de asiento). Vio mis manos psoriásicas y dijo: “Así habrá
quedado el güey al que le pegaste”. En lugar de responderle seriamente y
decirle que todavía no pasaba eso pero podría suceder antes de aterrizar,
sonreí como idiota. Tomé un trago de mi bourbon y le expliqué sobre mi
condición (enfermedad autoinmune, llagas en las manos, hidrografía severa en
los codos, individuo en vías de ser el Guapo Ben etc.). Acto seguido, como si
estuviéramos compitiendo por patologías a 12 mil pies, contraatacó: “Yo he
tenido dos infartos y dos operaciones a corazón abierto”. Obviamente, a pesar
de la buena forma de mis nudillos graníticos, no había duda de quién había
ganado. Cedí estoico ante un contrincante de ligas mayores y con toda decencia
contribuí a la causa con un muy buen puesto y digno ¡Uy!
El
tipo, que tenía a su mujer al lado (muy parecida a la esposa de Goebbels, por
cierto), siguió con la perorata de que si alguien sabía de enfermedades era él.
Fue entonces cuando un espíritu del aire a corazón abierto lo iluminó, y sacó
su celular del saco. Pensé que me enseñaría pornografía protagonizada por él y
frau Goebbels pero no: con aires de grandeza, me empezó a mostrar fotos de
mujeres “buenas” a las que había fotografiado en el aeropuerto. Mientras lo
hacía su mujer no se inmutaba y seguía leyendo sobre los hoteles ecoturísticos
en la revista de la compañía aérea. Yo, por mi lado, le quería pegar y sacarle de
una vez por todas el corazón abierto y facilitarle la siguiente operación al
cirujano. Me tenía prendado del brazo en el pasillo y le escuchaba resignado: Ésta
entró al baño, Ésta es del Starbucks, Ésta se agachó y, como ves, yo me agaché
más. Estaba por zafarme hasta que arribó a donde quería llegar desde un
principio: el selfie con Pedrito Fernández. “¿Tú no te tomaste una?”, preguntó
ufano. Pedrito en imágenes y en la vida real me acechaba.
A
estas alturas, y a ésas del avión, es importante hacer un largo y
sustancial paréntesis. (La banda suele
creer que uno tiene que fotografiarse con toda persona famosa que ande por ahí.
El punto es, sin ánimo de ser aguafiestas, cómo saber si es famosa; más aun: por
qué vamos a querer tomarnos una foto con ellos. Yo lo haría si se tratara del
Conejo Pérez, pero ahí sería un razonamiento válido y contundentísimo: me sacaría
la foto para que mi sobrino se muriera de celos al enseñársela. En una ocasión
mi querido Maestro Toño Ramos Revillas, escritor de cepa que recibe cuantiosas
regalías anualmente para-que-yo-me-muera-de-envidia, se encontró en un
aeropuerto al jugador del Monterrey, Humberto el “Chupete” Suazo. Al verlo,
Toño (regiomontano que le va a la pandilla) goteó en silencio. Y empezó a
planear la estrategia para abordar al futbolista chileno y fotografiarse con
él. Rápidamente la tuvo: en una evolución vil, Toño sacó de sus
ropajes su último libro para niños, Puppy
Love, y clandestinamente se le acercó no al Chupete sino al hijo de éste (como cuando uno quiere hacerse amigo
del perro de la mujer guapa y lleva un poco de tocino en la bolsa del
pantalón). Suazo, pelón pero no pendejo, dejó los autógrafos y reaccionó ante
las malas intenciones de un rufián que pretendía embaucar a su hijo. Al verlo
llegar, Toño tuvo que reaccionar rápidamente ante la inminencia del chupetazo y
le dijo que era escritor de libros infantiles, que sólo le había regalado el
libro al niño. El Chupete, ya más tranquilo y como alguien que llega a un entretiempo después de una lucha sorda en media cancha, hojeó el libro y dijo
gracias. El buen Toño, ya entrado en materia y sin estar preparado, sacó dos libros
más de su morral y se los obsequió al chileno. Obviamente, después de semejante
bajeza, al futbolista no le quedó de otra que hacerse unas fotos con Toño. Mi
querido Maestro Ramos Revillas las subió ipso facto a su facebook con una
inscripción que parecía cuerpo del delito: “Aquí en el aeropuerto con mi cuate
el Chupete Suazo”. Cuando me contó su
historia sólo pensé que hubiera sido más fácil retratarse con el Conejo Pérez).
Le
dije al pasajero que yo no era muy fan de Pedrito pero solía encontrármelo seguido
en los aeropuertos. El hombre peló los ojos, se le hinchó el pecho como pura
sangre, se chupó los labios como evitando un síncope y me observó unos segundos auscultándome la sien. “¿Quién eres?”, espetó como si la confusión en su vida
fuera un dogma de fe. Carlos Antonio... ¿Pero qué haces? Soy escritor, maestro y
me dedico a la literatura en todas sus rusticidades. Volvió a observarme de
arriba a abajo y dijo para sí en voz baja: “También es famoso…”. La escena a continuación
se intituló Por qué todos los que se
toman fotos con Pedrito Fernández en los aeropuertos tienen que ser lanzados al
océano en pleno vuelo. El hombre, ya a punto de aterrizar, se quitó el
cinturón de seguridad y se me abalanzó. ¡Tú también eres famoso! ¡Necesito una
foto contigo! Al tiempo que la mesera peleaba con él y yo lo alejaba del cogote:
¡Señor, no puede pararse! ¡Póngase el cinturón! ¡Necesito mi foto con él!
¡Señor, no puede usar su aparato ahorita. Los equipos electrónicos tienen que
estar apagados! El fan por fin logró el selfie conmigo y regresó a su asiento.
Más tranquilo me tomó del brazo, me agradeció y me dio su tarjeta de presentación.
“Soy asesor legal. Háblame si tiene algún problema”. Asentí al tiempo de que
dábamos la vuelta arriba de mi casa en la Del Valle y aterrizábamos. Del
incidente se enteraron sólo algunos. Pedrito, que se había dormido durante el
vuelo, se levantó del asiento, se estiró y dio un par de autógrafos más. Yo me
sentía humillado: un hombre descorazonado me había puesto en la eternidad de su
celular al lado de una estrella infantil de la canción que no podía salir de la
nomenclatura del diminutivo (Pedritos hay más célebres y juegan en el Barcelona).
Agradecí el vuelo corto. Tras de mí solo escuché que la mesera le preguntaba
al hombre que tenía un affaire con la esposa de un nazi y dos corazones mal habidos:
“Oiga, ¿quién es ése con quien se tomó la foto? ¿Pepe Aguilar? ¿Aleks Syntek?”.
Sufrí un poco más, como lo he hecho consuetudinariamente en esta vida, y salí como
alma en pena a buscar mi valija.
CAS
No hay comentarios.:
Publicar un comentario