Mi papá era cantante de ópera y murió a los 58 años de un infarto. En sus buenas épocas, digamos entre los veinte y 45, llegó a pesar 170 kilos. Por el obesidad le fue muy difícil interpretar óperas completas. Sólo hizo una, Tosca de Puccini, y la representó como 15 veces. Pero ésa es otra historia, secundaria se diría cuando hay que hablar de las cosas que vienen a cuento. Entonces era gordo, muy gordo, una cualidad que socialmente le endilgaba la etiqueta de outsider. Durante muchos años mi papá vivió con un estigma que prefiguró sus mañanas: un médico le había dicho que con ese sobrepeso no pasaría los treinta años. Al cumplir 31, un peso se le quitó del exceso y siguió su vida normal. Tuvo hijos de bien, trabajó día a día por su comunidad y fue un hombre que supo amar y ser amado. El día de su muerte fue vibrante observar a cientos de personas llorar en el velorio. Porque mi papá si algo tuvo fue buscar siempre el bien común, empezando por los suyos.
Pero no todo fue miel sobre hojuelas cuando traspasó ese deadline con el que había vivido por culpa de un médico inepto: sus padres también murieron prematuramente. Un día, mi Ava, mi abuela, salió a comprar cigarros a la tienda. Tenía un resfriado incipiente y afuera se caía el cielo por un aguacero soberbio. Jamás volvería a pasar nicotina por sus pulmones: antes de llegar al abastecimiento se desplomó sobre una banqueta de la calle Manizales; tres horas después moría de pulmonía en un hospital de la colonia Lindavista de la ciudad de México. Tenía 47 años. El golpe fue duro para todos (yo tenía tres años y apenas lo recuerdo), en particular para mi papá: un nuevo umbral fatal se le había impuesto aleatoriamente en el camino que tendría que recorrer. Y era el referente de la madre pero también el halo de su familia materna: por alguna razón misteriosa y en distintas circunstancias, la mayoría de hermanos, primos, tíos de esa parcela genealógica había muerto antes de los cuarenta años. Mi abuela había sido la excepción. Durante mucho tiempo mi papá creyó que no pasaría la barrera de los 47 (los destinos, por suerte, siempre le juegan tretas insondables a las creencias).
Tres años más tarde su padre, mi abuelo, había ido al cine Futurama con su nueva y joven novia (como treinta años menor que él). En la taquilla sufrió un infarto fulminante y murió en brazos de la chamaca pero no soltó los boletos para ver Tiburón. Tenía 58 años. Había un nuevo límite que aparecía como horizonte invisible para mi padre, una edad que sólo pasaría por un mes para, como quien se sabe ya cumplidor de una labor beatífica, morir tranquilo. El 18 de enero de 2001 mi papá cumplíó 58 años; el 6 de febrero del mismo año, a las 11 de la noche, su corazón dejaba de latir en un hospital del ISSSTE. Por la mañana lo había llevado al hospital en ambulancia. Al llegar a la clínica, su presión cardiaca era cero. Nadie sabe cómo sobrevivió hasta la noche. Pero lo importante fue que por lo menos había llegado a 58. Antes de eso, en sus últimas navidades y durante una reunión con los amigos, se habló de los deseos para el siguiente año. En general los anhelos fluctuaron entre ganar dinero y bajar de peso. Cuando le llegó el turno a mi papá, su petición fue sencilla pero implacable: "Que mis hijos logren realizar sus deseos en la vida". La frase tomó por sorpresa a los convidados, que no veían un horizonte más amplio que la tortita de camarón. ¿Qué había, sin embargo, en esa aspiración: un augurio, un vaticinio, una intuición? Jamás lo sabremos.
Tengo 37 años y muchas veces me han dicho que moriré joven (tengo sobrepeso, soy hipertenso, tengo hígado graso y algunas otras curiosidades como ser prediabético o ser dignatario de una enfermedad incurable llamada psoriasis). Cada vez que me lo vaticinan, una incandescencia turbia se apodera de mis mejillas y se traslada lentamente al estómago como si fuera un vaso de loción amarga. También me han dicho que me abandonarán antes de verme morir (no soportaría verte agonizar, suelen decir). Y naturalmente también hay dolor. Pero nunca será esa daga ígnea que fustigó a mi papá hasta que él dejó de respirar. En realidad me duele por lo que él sufrió: pensando que moriría antes de tiempo y no vería a sus hijos crecer. Lo hizo pero nunca sin dolor. Y no se vale. Fue la espina y el óbito de las mañanas frías. A final de cuentas, jóvenes, viejos, niños, y con la frase de Héctor a Andrómaca en los míos labios, todos nos vamos a morir cuando nos vayamos a morir.
Tengo 37 años y muchas veces me han dicho que moriré joven (tengo sobrepeso, soy hipertenso, tengo hígado graso y algunas otras curiosidades como ser prediabético o ser dignatario de una enfermedad incurable llamada psoriasis). Cada vez que me lo vaticinan, una incandescencia turbia se apodera de mis mejillas y se traslada lentamente al estómago como si fuera un vaso de loción amarga. También me han dicho que me abandonarán antes de verme morir (no soportaría verte agonizar, suelen decir). Y naturalmente también hay dolor. Pero nunca será esa daga ígnea que fustigó a mi papá hasta que él dejó de respirar. En realidad me duele por lo que él sufrió: pensando que moriría antes de tiempo y no vería a sus hijos crecer. Lo hizo pero nunca sin dolor. Y no se vale. Fue la espina y el óbito de las mañanas frías. A final de cuentas, jóvenes, viejos, niños, y con la frase de Héctor a Andrómaca en los míos labios, todos nos vamos a morir cuando nos vayamos a morir.
CAS