jueves, diciembre 25, 2008

Sweet december

He llegado a la conclusión de que el mejor momento para escribir es entre un plato de bacalao y uno de romeritos. La digestión es buena e, incluso, podría decir que uno tiene ideas avispadas. Es un ínterin que se disfruta cabalmente, sobre todo cuando hay unas maravillosas flores de nochebuena enfrente. También funciona como una suerte de terapia para expiar los desaguisados cotidianos. Pongo a consideración algunos aspectos de la ruta trágica de los últimos días. Estuve con S en mi casa de Cuernavaca. Todo iba muy bien; fueron tres días memorabilísimos difíciles de olvidar, en particular por lo que pasó el último: perdí mi coche, bueno, no lo perdí (cosa que ya me había pasado alguna vez en la Condesa al salir de un antro: no me acordaba dónde estaba), fue simplemente un desfase automovilístico. Di el boleto al valet, con tan mala suerte que no era él el valet sino un chamaco del que me había burlado al entrar al bar, ergo, lo hizo perdedizo. ¿Y su boleto, señor?, Se lo di a alguien allá atrás, Pero el valet es aquí, Sí, pero ya lo di, qué hago, Bueno cuál es su coche, Un Chevy azul, ¿A nombre de quién está la tarjeta de circulación?, De tal, Señor, no tenemos ningún Chevy azul en el estacionamiento, ¿Cómo que no hay ningún Chevy azul, de qué se trata esto!, ¿lo declaro robado?, y S: cómo se les pierde un Chevy azul. Fue así como desfilaron ante mi cinco coches distintos que no eran Chevys pero eran azules. ¿Es éste su coche? No, no es ése. ¡Cómo me voy a llevar un coche que no es el mío! Es que no hay ningún Chevy azul, señor. Acompáñeme al estacionamiento para que nos diga cuál es el suyo. Fuimos. Al entrar, pensando en que acusaría de robo a los valets, tuve una revelación divina que me endilgó con justicia el calificativo del idiota más grande del universo: no llevaba mi Chevy azul sino el Sentra dorado de mi madre. Lo vi en el estacionamiento y envidié a todas las avestruces de la tierra. Me negué a observar la cara del valet pero es la única vez que pude haber justificado un puñetazo en mi quijada. Mea culpa.

Esta situación guía a otra con la cual pagué el karma de ese desafortunado acontecimiento y de todos los demás en cinco vidas: algún delincuentillo clonó mi tarjeta de débito en un cajero automático y tuvo a bien vaciar mi cuenta del banco. Entonces a reportar el robo y lidiar con el ejecutivo de cuenta, oficio que, así en abstracto, aparece cada vez con mayor naturalidad en la lista de personas a las que hay que matar. No sé por qué le caí mal al pequeño individuo (era algo así como la Chiquita González pero con retraso mental) y no quiso darme mi nueva tarjeta. Tiene que ir a su sucursal a completar sus datos, Oiga, pero me dijeron que en cualquier sucursal me daban la tarjeta, Pues no sé por qué se lo dijeron (¡Mi reino por una sable para destripar a este enano!), Oiga, pero antes ya me han dado la tarjeta en una sucursal que no es la mía, Lo siento, pero no puedo hacer nada (¡Que se mueran todos los gnomos del universo!). Fui a la sucursal que pensaba que era la mía. Al llegar un nuevo ejecutivo de cuenta al que puedo quitar de la lista por su amabilidad, dijo No sé por qué no se la quisieron dar. Mire, ésta ni siquiera es su sucursal pero ahorita mismo se la doy. Shit happens.
Ahora sólo hay que esperar a que termine diciembre, me devuelvan mi dinero, no perder el automóvil (sobre todo cuando no es de uno) y pasar a comer un gran plato de romeritos.

CAS

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