Alejandro Vela tomó la pelota y la acomodó con dificultad en el manchón penal: después de 13 tiros, el pasto blanco era una dantesca zona donde el esférico no se quedaba quieto. El jugador azul caminó tres metros hacia atrás y se perfiló para darle con la pierna izquierda. Las manos en la cintura auguraban un desenlace prometedor: era la seguridad del número 19 en el dorsal (como lo hacen muchos jugadores a quienes no se les da la "10", el mediocampista celeste había escogido dos números que, sumados, dieran la cantidad divina). Enfrente estaba un portero que había coqueteado con la gloria al tocar varios balones en la serie previa. Vela miró el arco y pensó en la tenue línea que diferencia la heroicidad de la villanía. Segundos antes, el jugador contrario había errado su tiro desde los 11 pasos. Un penal que jamás debió contar: el balón reventó el travesaño y pegó como bala fulminante en el guardameta cementero que por fin había adivinado la dirección de un tiro. La pelota, trágica, no, indiferentemente y por capricho, cruzó la línea de gol. El vaticinio estaba hecho: el Cruz Azul no le ganaría al Toluca; aunque se le diera marcha atrás a la Máquina, ésta perdería por sus propios jugadores. Infierno azul. Vela, haciendo honor a su apellido, el único prohibido para el Azul en el Infierno, se enfiló hacia la portería. Trotó a paso cansino el trecho que lo separaba del balón y le pegó con la parte interna de la zurda. El universo físico se detuvo. Y fue sólo una mano la que se salió del script celeste, perdón, celestial, y su movimiento permitió el desenlace predestinado. Un final de cielo azul, apresado por llamas encolerizadas. En el área, ese olimpo que todo bienaventurado anhela, sólo quedaba una vela, una Vela que se extinguía entre fogonazos titánicos.
CAS
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