Estoy calificando los trabajos de mis alumnos. Imparto una clase en la UNAM llamada Historia de la Cultura en España y América Latina. Desconozco si la seguiré dando el siguiente semestre pero por lo menos he de decir que suelo divertirme horrores con mis alumnos. Su sino es trágiquísimo: no sólo tienen un maestro despiadado (ya alguien me ha llamado el Gigante egoísta) sino que es el único grupo que toma clase en la H. Facultad de Filosofía y Letras los viernes de 6 a 9 de la noche (ahí sí: quedarse en casa viendo un partido de los Tecos es menos patético). No sé a ciencia cierta cuáles sean los comentarios sobre mi persona, yo, hombre íntegro, de una pieza (porque los hay de varias, como Agustín Carstens, que tiene la mitad de su bondadosa masa en México y la otra en la Islas Caimán) pero en los pasillos de la Facultad se rumora que soy un perro de presa, lo cual, está mal que un servidor lo diga, es una falacia vulgarísima: me vendría mejor "un desollador mal habido". La dinámica de la clase, no obstante, es muy sencilla: ellos leen, discutimos los temas propuestos para cada sesión, si no leen naturalmente no tienen por qué asistir, si no tienen la asistencia necesaria reprueban y si no hacen el trabajo final también. Simple y llano. Bien. El trabajo final es sobre alguno de los temas trabajados durante el curso, el que sea o el que Dios grande les haya dictado avant la lettre (es obvio que los que no han sido iluminados suelen tener más problemas. Son ellos a los que suelo decirles "ilústrense un poco, queridos estudiantes"). Se trata de un ensayo de cinco cuartillas, no dos ni tres, ni veinte ni cuarenta: cinco, como los dedos que tiene una mano, aunque aquel insigne luchador llamado el Mocho Cota se hubiera indignado. So, give me five, please. Y una de bibliografía. Y ya. La razón por la que insisto en la magnitud del trabajo es porque, a diferencia de muchos maestros de la Facultad que tienen algo llamado Gato de Cheshire o que simplemente otorgan calificaciones por el peso del trabajo en la báscula, yo los leo. No es momento de ponernos a lamentarnos por mi épica estulticia al hacerlo rutinariamente, pero lo hago. Entonces sólo cinco cuartillas (quizás soy reiterativo pero la historia reciente me ha orillado a la insistencia, por lo tanto, de nuevo: "cinco hojas, por favor; no más, no menos"). Estoy corrigiendo los trabajos y ya me he encontrado uno de siete y uno de ocho. La pregunta es: ¿cuál es el sentido de la evolución humana? Es muy probable que aparte de ser considerado un pedestre profesor que mastica alumnos, me halle más cerca de un Australopithecus que de un homo sápiens cómun y corriente. Pero de ahí a no poder comunicar una aritmética básica que hasta un mandril congoleño entendería, es una gran distancia. En las horas inmediatas sucederán dos cosas: me asumiré de nuevo como un primate desgarbado onda el maestro Kong y suavizaré las escalas entre uno y ocho (los dieces son más bien un sueño guajiro de Tomás Moro) o que me digan que le van al Cruz Azul y nos quitamos de problemas.
CAS
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