miércoles, diciembre 22, 2010

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III

Siempre he sido fanático de las películas sobre desastres de la Tierra. Cada vez que dan en la televisión una que no conozco, la veo con decidida volición pase lo que pase (en la pantalla y en mi sillón). Disfruto sobremanera las mil formas en que Nueva York es destruida (antes del atentado a las Torres gemelas, Manhattan había sido pulverizada en el cine como diez mil veces), que un meteorito caiga en la Torre Eiffel, que un volcán arrase con una Pompeya artificial hecha ex profeso en un estudio de Hollywood o que un tsunami hunda Japón para hacerlo un nuevo reino de atlantes rasgados. Ahora bien, a pesar de ser catástrofes casi apocalípticas, en todas, por aquello de las profecías insospechadas, hay un vislumbrín esperanzador que da cierta tranquilidad. Ninguna, por ejemplo, habla de una Estrella de la Muerte que acabe completamente con la Tierra, como le sucediera al mal habido planeta Alderaan. De ser así, ipso facto, la pantalla del cine se pondría en negro y en lugar de créditos habría una voz respirada en un esnórkel diciendo Welcome to the dark side of the force. Las películas sobre siniestros son, pues, un mecanismo que el ser humano exterioriza para darse cuenta de que, por más jodido que esté, la luz se hallará al final del túnel. Claro, eso porque no se ha leído suficientemente a Ciorán.
Hoy día que la temperatura en la ciudad de México es propia del capítulo de cuando los glaciales nos alcanzan, hay que ser justos y poner los puntos finos sobre las íes de la coyuntura. He de hacer, por principio de cuentas, una confesión capital: mi idilio más largo no es ni con una mujer ni con un amigo ni con una marmota; es, por desequilibrado que parezca, con mis plantas. Con ellas llevo alrededor de 16 años y me han seguido, fieles, nobles y bondadosas, a todos los parajes adonde las he arrastrado. Hablo con ellas cotiadianamente y mi discurso tiene tal potencia precopulativa que en la misma maceta nacen sus retoños. Después de un tiempo tengo que cambiar al vástago de maceta para emanciparlo y que se incorpore como planta adulta a una morada lozana, apacible. Son ellas, acaso, las que le dan alegría centrífuga a esta comarca. Por eso son las mejores compañeras que existen: no gritan que no las quieres o rompen la última vajilla de la casa y tampoco ladran o cagan sistemáticamente el hall. Pero hay que tratarlas bien. Una Cuna de Moisés que recién llegó (tengo como cuatro más) es de contentillo: si pasa una semana sin que le ponga agua, sus hojas amanecen en el suelo. Sin embargo, si la riego casi todos los días, florecen sus tallos en un par de horas. Bandera blanca. Pero nada más pasa con esta nueva: las demás ya están acostumbradas al entorno crápula y su presencia apela al sosiego, a la compañía que no pide nada. Por hacer una comparación grotesca, es lo que sucede con los perros viejos y los cachorros. He ahí la conclusión: la finalidad será residir, en lo sucesivo, plantas adentro.

Hace unas semanas cumplí 38 años y uno comienza a tener certezas, entre otras, la pasión por los filmes en los que se atenta contra la Tierra y la adoración apolínea por las plantas (aunque se intuya, es importante señalar que la tierra de éstas es con te minúscula). En unos días será otro año y de nuevo la rueda de la fortuna girará en contrasentido (______Transportarán un cadáver por expreso). Tengo 38 años y una flamante certidumbre: la mejor película sobre desastres se llama la Biblia. Por primera vez la he empezado a estudiar de principio a fin: el volumen ocupa la cabecera de la mesa del comedor y es un libro para leerse al alba, escuchando a Corelli, con el primer café del día. Me han dicho que hay episodios en los que salen plantas; espero ver alguna, aunque sea la cuna de Moisés, para decirle Yo soy el que soy y riego el jardín.

CAS

viernes, diciembre 03, 2010

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II

El sábado pasado tuve un accidente: me fui de hocico en la escalera metálica de mi casa de Cuernavaca. Por alguna evolución que no puedo entender, antes de poner las manos caí de rodillas. Naturalmente éstas se vieron afectadas por todo el peso de mi sensibilidad y el resultado fue devastador: no pude caminar en dos días y la costra de sangre me dura hasta la fecha. Sin embargo, cuando me siento reaparece el sangrado y el pantalón se tensa en carmesí como cuando se estrangula al miserable que no nos ha dicho dónde están las joyas. Las rodillas son miembros delicados, quizás la maquinaría más compleja del cuerpo humano; además tienen una de mis partes más favoritas: los meniscos. El dolor de hinojos es el mayor que he experimentado (bueno, además del conocido absceso por el que visité el quirófano hace un par de años). La primera vez que tuve una lesión en la rodilla fue jugando futbol. Estaba en Campeche con mis compañeros de la licenciatura. Íbamos, inconcebiblemente, a un congreso de latinoamericanistas en Mérida y la escala natural era la ciudad amurallada. No sé cómo alguien consiguió una cancha profesional de futbol para echar una cáscara y como éramos jóvenes, esbeltos (iba a decir bellos pero nel: había cada ejemplar en mi generación que... bueno) todos nos apuntamos. Eran las 12 de la noche y nos la habían prestado hasta las dos. Invitamos a jugar a los choferes de nuestro camión para que se completaran los equipos: uno tenía 21 años y el otro 17 (luego nos enteramos de que éste sólo tenía tres meses de haber aprendido a manejar). Pues bien, las acciones se desarrollaron así: yo perseguía por el callejón del área a un rival que tenía la bola; frente a mí venía corriendo el segundo chofer recién-aprendidito-a-manejar. Era inminente que le quitaríamos el esférico. No obstante, nunca conté con que el rival fuera un zidancito de Ecatepec: dribló al conductorcillo y su rodilla, que debió ir a parar a la de Zidane, fue a la mía. Suelo, dolor y un par de lágrimas. El resto del viaje me la pasé, como diría Rafa Puente, "cojeando visiblemente". Lo que ocurrió después forma parte de los más oscuros episodios que se recuerden en la medicina deportiva (perdón por la redundancia: todos sabemos que la medicina deportiva es todo menos blancuzca). Como no mejoraba mi mamá dijo Ve con el doctor Millán. Al principio renegué un poco pero concedí. El doctor Millán era un siniestro personaje que trabajaba con mi mamá cuando ella era directora del Centro cultural y deportivo del ISSSTE. Como quería quedar bien con la jefa y no quería meterse en broncas, Millán me utilizaba como un bisoño mensajero en pro de su causa. Un día fui a verlo porque había tenido un esguince en un torneo de judo. En lugar (había escrito luger en vez de lugar. Ah, mis instintos suicidas) de revisarme el tobillo con propiedad o ponerme una dosis adecuada de rayos infrarrojos, dijo Ven, siéntate. Acto seguido sacó de su escritorio unas pastillas amarillas. ¿Ves esto?, dijo pegándoles como si preparara una jeringa: son óvulos espermaticidas. Cuando estés por tener tu primera relación sexual, agarras uno así, lo metes en la vagina, te esperas veinte minutos y ensartas a la vieja. Yo acabo de regresar de Cuba y, como allá está muy cabrón, les metía de a dos o tres. Toma, llévate esta caja. Con el miedo propio de un mozalbete de 13 años que cargaba el arma secreta para acabar con la humanidad, al salir de su oficina busqué el bote de basura más cercano. En lo sucesivo, cada vez que lo encontraba me echaba una mirada cómplice. ¿Qué? ¿Ya?, me inquiría con suficiencia ginecológica. Así que cuando mi mamá dijo Llámale, no me hizo mucha gracia, pero era el único especialista que más o menos conocía. Además ya tenía 19. En esas épocas, Millán era nada menos que el médico de los gloriosos Cañeros del Zacatepec. Le hablé y dijo Vente al Coruco Díaz, aquí tengo todo lo necesario para atenderte. El Coruco es el célebre estadio de los Cañeros donde atrás de la tribuna de sombra está la iglesia del pueblo y a un lado el chacuaco del ingenio. Llegué a la enfermería donde despachaba y dijo Siéntate, ahora vuelvo. Mientras lo esperaba, desfilaron tres o cuatro jugadores que habían jugado en primera y arrastraban sus glorias en un equipo mediocre de segunda división. Me veían indiferentes y sólo me decían "Qué onda" levantando las cejas. Millán regresó y de un recipiente como urna para cenizas y del que salía el vapor necesario para el baño de King kong, sacó una toallita anaranjada. Fue malabareándola con sobrada pericia hasta llegar a mí. Sin decir absolutamente nada, y en franca confirmación de que uno no debe pasar a mejor vida sin matar a un médico, aunque sea deportivo, la lanzó sobre mi rodilla inflamada. Ahí, en la enfermería de los Cañeros del Zacatepec, comprobé, la primera de muchas veces, lo difícil que era ser hombre. El maldito fomento se iba fundiendo en un sólo cuerpo con mi piel ya carcomida y yo no hice nada: ¡aguanté como los machos! Como los macho idiotas porque veía cómo salía humito de la mía rodilla cauterizada. Mientras Millán atendía a los jugadores que habían llegado con golpes seguro más serios, yo, en esa mesa de exploración decimonónica, me convertí en el más digno y avanzado antecedente de Dr. House y su pierna mallugada. No moví la toallita porque mantuve hasta el final la tesis de que para aliviar el dolor había que sufrir un poco más, como cuando se le echa limón a la herida, pues. Minutos después Millán pasó a mi lado y enunció esa innoble frase que condenó a los Cañeros a jamás volver a ser un equipo decente: "Si está muy caliente puedes moverla, ¿eh?". Cuando quitó el fomento dijo Ah, te quemaste tantito pero no pasa nada. Me infiltró la rodilla y no sentí la inyección. Salí del Coruco con quemaduras de segundo grado y una certeza contundentísima: escribir mal sobre Millán lo que restaba de mi vida. El colofón de la historia estuvo signado, digamos, por una suerte de falta de destreza que hizo que me lastimara la otra rodilla. Unos meses después del episodio del Coruco, yo estaba en la heroica Santa María La Ribera esperando una llamada (esas actividades rupestres que se llevan a cabo cuando uno es subnormal, ergo, joven mancebo). El telefonazo (consideremos que en esas lejanas épocas casi nadie tenía celular) sería de la mejor jugadora morelense de softbol (siempre he tenido debilidades por las deportistas). Eran las diez de la noche y me estaba duchando. Cuando sonó el teléfono, salí del baño sin secarme y en frontal empelotamiento adánico sólo para lograr una evolución que un juez de barra fija hubiera calificado con diez: la rapidoestupidez de mi corrida hizo que me resbalara, diera dos vueltas en el aire en posición C y cayera sobre el mosaico de cuadros con la rodilla buena. El dolor fue el mismo. Ahí ya no me importó la jugadora ni sus strikes ni sus spikes: blasfemé en contra del inicio de la creación porque ora sí que ni yendo de hinojos a Chalma salvaría los ídem. Un par de años pasó para que las rodillas volvieran a estar más o menos bien. El sábado pasado tuve un accidente: me fui de hocico en la escalera y comprobé una vez más que el dolor físico, así como se lo padece, es un simple objeto decorativo que cubre el traje de carácter que hemos escogido para salir hincados al escenario de la vida.

CAS