jueves, mayo 05, 2011

Últimos tragos

¿Cómo se detecta el dolor ajeno? O más aun: ¿debería vislumbrarse el sufrimiento de los otros para evitar que se lancen por la borda? Hart Crane y el Orizaba eterno. He de decir, puesto que el metal ardiente no intercambia la piel que carboniza, que lo primero es imposible y lo segundo, innecesario. Hablemos, pues, del dolor. A veces se presenta como daga incadescente que tiene a bien hacer un tour licencioso por el hígado y el páncreas. Pero también está ya no la flama sino el pesar sobre la sien, ése que cuestiona si la cabeza puede mantenerse en su sitio. Guillotina de algodón. Y aunque pueda hablarse de miedo, sí, ese temor inmarcesible como el de Bambi, hay una sensación más como de desapego a la entraña, a los rápidos del caudal sanguíneo. Porque tampoco es la puñalada en el vientre; es más bien el descenso inmaculado, la caída libre en repetición eterna. El dolor viene de la conciencia de Sísifo y está en el insólito y petulante cerro donde la piedra es mundo (un nuevo calvario para Atlas). Por eso las decisiones últimas, como los buenos tragos, vienen de esa minúscula y cotidiana actividad de abrir los ojos y cerrarlos. ¿Por qué temerle a la muerte si tiene ganada la carrera parejera? La ecuación es absolutamente justa y pertinente: si nunca más volveré a vivir sin dolor, ¿vale la pena entregarse las horas que restan a una batalla que se tiene perdida de antemano? No lo sé. Lo que sí sé es que uno no está solo, y en la medida en que uno abandone el frente renunciará, asímismo, al último retazo de humanidad. ¡Exijámosle piedad al carnicero en turno! Abandero, pues, una máxima que acaso me acerque más al ataúd: lo importante son los seres humanos. El problema es cuando uno cree que está por encima del otro, en cualquier perímetro, en cualquier aventura. El problema viene cuando se pretende hacer las veces de la divinidad correspondiente y se aseveran cosas como Tú no tienes que sufrir por eso o Yo tengo la respuesta a lo que te pasa. Ahí es cuando uno está sólo y solo (¡devuélveme mis tildes, pinche RAE!) ¿Cómo se detecta, se identifica el dolor ajeno? Su imposibilidad hace que la intenciones se pierdan en la voluptuosidad perniciosa de la buena voluntad. Las pieles, como los rostros, están diseñados para cuerpos específicos. Fuimos, ante todo, sastres de nosotros mismos. ¿Hay que vislumbrar el sufrimiento de los otros? Es intrascendente. Ante ello, la única opción es el silencio, y escuchar atentos cuando el cuerpo mallugado lo ruegue, con la sapiencia y templanza amoral de aquellos que pretenden convertirse en compañeros de viaje.

CAS

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