Hay un terciario que me cree Jesucristo, lo cual, como tú sabes, todavía no soy.
Malcolm Lowry, "Carta a Conrad Aiken", 1937.
Malcolm Lowry, "Carta a Conrad Aiken", 1937.
El cuerpo parece salirse de sí mismo (deja la roca en las extremidades). La pesadez doblega la entereza, y la necesidad de moverse se ancla sin éxito en el eje de las piernas. Se dice que el hombre está solo (¿cuál será la escrupulosa definición de soledad?). Lo cierto es que las evacuaciones han regresado a su intermitencia voluntaria: hay una decantación del alma que sospechosamente hace pensar que ésta existe.
El problema ha sido, como siempre y acaso nunca más, los principios dobles. Al comienzo, pues, estaba una carta sin destinatario y de remitente dudoso. Se rumora, y es una hipótesis asequible, que Dios antes de crear el mundo, la escribió. La incógnita, y ésa es naturalmente el secreto de la creación, es a quién estaba dirigida (quizás el mayor misterio hierático junto al origen de la esposa de Seth). En ella se narraba la epifanía por la que se creó el universo. Antes de eso, y puesto que hablamos de un personaje omnipotente, Nuestro Señor inventó el lenguaje (más tarde lo atomizaría con una broma tan feroz como categórica llamada Babel). Yo soy el que soy (el antecendente inmediato de You know who, alias el Maestro Voldemort) concibió el lenguaje para poder expresarse con espontaneidad y reflexionar sobre su labor. Las conclusiones de los expertos sobre el episodio son reveladoras: Dios le escribió la carta a una mujer y le confió su mundo nuevo: fue incapaz de quedarse callado sobre la existencia y autoría de su obra maestra; también, por adición natural que hubiera entendido un niño recién nacido (detalle que no estuvo contemplado en la Creación*), fue la confirmación de que Nuestro Señor estaba enamorado.
Creo que hoy día, en las postrimerías de septiembre, ésa es mi condición: ser como Dios y su soledad pero sin ser él, ostentar en las llagas de los dedos una carta sin destinatario y remitente, estar enamorado sin saber de qué (ya decir quién sería de un optimismo crudelísimo) y, como no le ocurriría a ninguna divinidad seria, padecer las inclemencias de un estómago sucio.
CAS
*De hecho, ésta es una nueva confirmación de que el actual debate en México sobre el aborto, sobre todo si pensamos en la postura y ¿razonamientos? de los católicos, no ha lugar. Si a Dios le hubiera interesado el tema como condición sine qua non de la Creación, hubiera fecundado un cigoto para colocarlo ex profeso en el vientre de sus confianzas (sobra decir que también manufacturado por él). En cambio, optó por crear a un hombre a su imagen y semejanza (claro que fue sutilmente travieso: no lo hizo Dios) y a una mujer que moldeó de una costilla del susudicho, como si fuera res, y no de una porción mínima del cerebro o el corazón (de ahí que se desprenda la conocida tesis de que Nuestro Señor es el primer machista que conocemos). Por eso Dios, como su viejo camarada de grandes batallas, el Diablo, siempre ha sido un gran lingüista. De esta manera, se concluye que la fecundación (hoy día le llaman concepción; de cariño le podríamos decir Conchita) es el mito genial de la creación y el argumento subnormal, apócrifo y baladí de los antiabortistas (amén de que no hablan de los cien mil espermatozoides que asesinó un cabrón fratricida en la carrera por echarse el óvulo).
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