jueves, octubre 20, 2011

De regreso al quirófano (o algo)

Una mancha negra en el labio inferior. Homero dijo Ve con un dermatólogo para descartar cualquier cosa. Fui. Le hablé de la flamante mancha, de la psoriasis. Desvístase dijo con estetoscópica puerilidad. Lo hice y me acosté en la mesa de exploración (casi me parto la madre al pasarme de largo: sobra decir que soy un poco grande para esas camas). Me auscultó transformándose en gambusino californiano que examina las condiciones de su pepita de oro y concluyó: lo de la psorasis está localizado y no es tan grave, además es muy común en gente gorda (aquí utilizó otra palabra como robusta pero sabemos que a los médicos no les queda eso de la gentilidad); lo del punto negro lo más probable es que sea benigno pero no está de más quitarlo y mandarlo a analizar. Lo podemos hacer cuando usted quiera, ¿Ahorita puede ser, doctor? Sí, Haga pues lo que tenga que hacer. El médico pidió un equipo para biopsia y me inyectó anestesia en el labio. Después de unos segundos y sentirme Angelina Jolie³, sólo alcancé a observar que se me acercaba con otro instrumento pernicioso (todos los instrumentos médicos lo son, desde el bisturí hasta el estetoscopio. Quizás resuelven los problemas, pero por lo general son portadores de malas noticias antes, durante y después de ser utilizados, como el electrocardiógrafo y su tenebrosa línea horizontal). Cerré los ojos y esperé a que Dios decidiera. Y la decisión tardó: el médico, que en principio me había convencido de la cirugía por la vehemencia de su discurso, empezó su labor. Era obvio que me estaba haciendo una incisión para quitarme ese lunar inocuo que acaso había sido causado por la mordida de alguna novia antropófaga, pero como mi apellido ya era Jolie³ no sentí absolutamente nada. El problema fue cuando intentó quitar el pedazo de carne. Como siempre he sido muy celoso de cualquier parte de mi cuerpo que tengan a bien podarme, mi epidermis adoptó una diestra estrategia defensiva para repeler al agresor. Fue así como supe que había un contratiempo: la mancha voraz se transformó en sanguijuela testaruda que tenía como consigna un beso francés ad infinitum. Entonces a jalar con más fuerza y ya no eran el labio lo que estiraba sino toda la cabeza, como felación bocarriba. Y vamos de nuevo y nomás me faltaba el aro en las encías para ser parte de un ritual africano. Y una vez más y el bicho por fin capituló ante las falanges ensagrentadas de un galeno que festejó su batalla más encarnizada sostenida con un lunar. Lo aisló en un tubito de ensayo como de muestra de perfume y dijo Los resultados están en unos días. Ahora, mientras espero los análisis, he de residir en esa conocida y extraña ambivalencia del Bien y el Mal, como aquel otro muchacho que también tenía una mancha, perdón, que era de La Mancha y tampoco sabía qué pasaba. El labio, mientras tanto, tiene tres puntos de sutura e hilos por todas parte. Aunque me sienta más pavo relleno que otra cosa, en la colonia ya me empiezan a llamar, con justa razón, el Frankenstein de la Del Valle o el Prometeo hirsuto.

CAS


PS. Mis pasos por las salas de operaciones, quirófanos y consultorios que tienen equipos para biopsias, me hicieron recordar uno de los mejores cuentos que he leído. Es de mi querido amigo, que en paz descanse, Sergio Galindo. Se llama "El esperante" y puede leerse aquí.

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