martes, noviembre 15, 2011

Miguel Ángel Cañizo (1942-2011)

Creo que la pregunta vuelve a estar de más; no obstante, en tanto siga realizándose, podrán mantenerse vivos los últimos rasgos de humanidad entre nosotros: ¿por qué son los justos los que se van antes de tiempo? Cuando mi papá murió a los 58 años le pregunté a mi mamá si no era muy joven para irse. Ella, con su sapiencia acostumbrada, respondió tajantemente: ¿cuándo se es joven para morir? ¿Cuándo, si ves que se trata de una vida que tocó y conmovió a todos los que estuvieron a su lado y dejó ahí una parcela de su bonhomía, de su inteligencia, de su cariño? Miguel Ángel Cañizo tenía 68 años cuando su corazón se detuvo hace un par de semanas. Lo primero que nos preguntamos, again and again and again, fue si no se había ido muy pronto. Incondicional de la familia durante más de treinta años, fue uno de los mejores amigos de mi padre. Al morir mi papá, y como una transición natural, la relación se ensanchó con el corazón en la mano hacia mí, mi mamá, mis hermanas, últimamente mi sobrino. Él y su amorosa esposa Lupita, a veces sus hijos Migue y Sofía, pasaron navidades y años nuevos con nosotros; numerosos asados con tequila y cervezas muertas; interminables veladas con los acordes de su guitarra y los boleros que cantaba con su voz rasposa, seca, llegadora y enllagadora. Porque hay que decir que con Miguel Ángel redescubrí el bolero y el frenesí de las canciones tradicionales mexicanas; también, como suele ser con los amigos que nunca se irán, la amistad ciega y plagada de fruición de los que llamamos seres queridos. Lo vi por última vez en mi casa de Cuernavaca dos semanas antes de que muriera. Vino con Lupita y Sofía. Y, como solíamos hacerlo, radiografiamos la situación política del país; vaticinamos la coyuntura de las elecciones del siguiente año; nos lamentamos, como toda la última década, de vivir en un país al que ya se lo había llevado la chingada. Y luego cantamos al amparo de unos tequilas, él de unas cubas, Lupita y Sofía de las insignes pero devastadoras palomas que prepara mi mamá. Nos despedimos en ese estado de fascinación sólo causado por el placer de la compañía y les dije que al día siguiente los esperábamos para nadar. Miguel Ángel se disculpó: ya tenían un compromiso. En la mañana nos dimos cuenta de que había dejado su gorra (siempre utilizaba una). Dijimos que en el transcurso del día volvería por ella como antes lo había hecho por una chamarra, por un viejo capotraste. Jamás regresó; la dejó como un pedazo de su alma, como un símbolo inequívoco del recuerdo perenne. Hace unos días, Miguel Ángel pintaba la pared de su casa. Para alcanzar mejor le amarró una varilla al rodillo. Y fue un descuido, una mala broma acaso de los hacedores de la creación, el que hizo que la escalera se moviera y, por acto reflejo del destino, el rodillo tocara indiferente un cable de alta tensión. Llegó al hospital todavía conciente pero ya la descarga le había incendiado el cerebro. Su fortaleza hizo que sobreviviera cuatro días. Ahora, con la tristeza que sólo el tiempo podrá disipar, he de decirte, mi querido Maestro, que ya nos tocará de nuevo reorganizar el mundo al son de vivificantes cubas libres, el "Amor, amor" de Gabriel Ruíz y la conversación interminable. Espero, sin embargo, que no sea pronto.

CAS

viernes, noviembre 04, 2011

Enrique Romo (1960-2011)

Hace una semana que Epigmenio León me escribió para decirme que Enrique Romo había fallecido, entendí por fin que, a veces, la vida no vale nada. Amigo durante los últimos diez años, Enrique fue un incansable promotor cultural que se formó al amparo de, quizás, el hombre que más sabe de difusión de la cultura en México: Víctor Sandoval. Pero más allá de eso, faceta como se le ha recordado los días recientes, Enrique fue una excelente persona y mejor amigo. Hace un mes había hablado con él y me dijo que estaba por salir la reedición de una antología de crónicas sobre la ciudad de México, en la que, hacía un año, había tenido la generosidad de invitarme. Jamás imaginé que no volvería a escuchar su voz. Y fue precisamente en la presentación de la primera edición de esa antología, la última vez que lo vi. Fuimos a comer al Gallo de oro en el centro de la ciudad de México y nos pusimos al corriente. Me dijo que llevaba varios meses sin beber y no había tenido ninguna recaída últimamente. También, con una tranquilidad de alma sólo ocasionada por la bonhomía, el rostro se le iluminó cuando me habló de su nueva experiencia como abuelo y de que estaba feliz porque su hija y esposo se habían ido a vivir con él. Me comentó sobre los nuevos proyectos que pretendía mostrarles a las autoridades culturales en turno para obtener financiamiento y poder cristalizarlos. Por último me platicó de una reciente relación que había tenido que terminar porque se sentía acosado. Fue una confesión de un espíritu sobrio. Mientras, como ahora me arrepiento, yo me embriagaba a briosos corcelazos de tequila. Camino al metro le pregunté cómo se sentía por la reciente muerte de su hermano, el trovador Marcial Alejandro. Hasta ahora comprendo su respuesta, incómoda cuando la dijo: "En realidad creo que no lo he digerido; no he pensado ni siquiera en entristecerme porque nos veíamos poco y pienso que con tan sólo con levantar la bocina, él va a estar ahí". Ésa es la sensación en mi pellejo por la partida de Enrique: la testaruda negación de que nuestra gente ha decidido una ruta que no tiene marcha atrás. Es hora, pues, de que la conmoción causada por la marcha de la gente justa como Enrique se mantenga por la vía adecuada e insista en eso que él enarboló a lo largo de su vida: el trote lento pero constante y seguro de la promoción de la cultura y el resplandor omnipresente de la amistad sin cortapisas.

CAS