viernes, noviembre 04, 2011

Enrique Romo (1960-2011)

Hace una semana que Epigmenio León me escribió para decirme que Enrique Romo había fallecido, entendí por fin que, a veces, la vida no vale nada. Amigo durante los últimos diez años, Enrique fue un incansable promotor cultural que se formó al amparo de, quizás, el hombre que más sabe de difusión de la cultura en México: Víctor Sandoval. Pero más allá de eso, faceta como se le ha recordado los días recientes, Enrique fue una excelente persona y mejor amigo. Hace un mes había hablado con él y me dijo que estaba por salir la reedición de una antología de crónicas sobre la ciudad de México, en la que, hacía un año, había tenido la generosidad de invitarme. Jamás imaginé que no volvería a escuchar su voz. Y fue precisamente en la presentación de la primera edición de esa antología, la última vez que lo vi. Fuimos a comer al Gallo de oro en el centro de la ciudad de México y nos pusimos al corriente. Me dijo que llevaba varios meses sin beber y no había tenido ninguna recaída últimamente. También, con una tranquilidad de alma sólo ocasionada por la bonhomía, el rostro se le iluminó cuando me habló de su nueva experiencia como abuelo y de que estaba feliz porque su hija y esposo se habían ido a vivir con él. Me comentó sobre los nuevos proyectos que pretendía mostrarles a las autoridades culturales en turno para obtener financiamiento y poder cristalizarlos. Por último me platicó de una reciente relación que había tenido que terminar porque se sentía acosado. Fue una confesión de un espíritu sobrio. Mientras, como ahora me arrepiento, yo me embriagaba a briosos corcelazos de tequila. Camino al metro le pregunté cómo se sentía por la reciente muerte de su hermano, el trovador Marcial Alejandro. Hasta ahora comprendo su respuesta, incómoda cuando la dijo: "En realidad creo que no lo he digerido; no he pensado ni siquiera en entristecerme porque nos veíamos poco y pienso que con tan sólo con levantar la bocina, él va a estar ahí". Ésa es la sensación en mi pellejo por la partida de Enrique: la testaruda negación de que nuestra gente ha decidido una ruta que no tiene marcha atrás. Es hora, pues, de que la conmoción causada por la marcha de la gente justa como Enrique se mantenga por la vía adecuada e insista en eso que él enarboló a lo largo de su vida: el trote lento pero constante y seguro de la promoción de la cultura y el resplandor omnipresente de la amistad sin cortapisas.

CAS

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