Mis amigos muertos
Cada vez que ha fallecido un amigo, he escrito sobre él. Quizás pueda llamársele obituario, corona fúnebre, homenaje o simplemente recuerdo. Y lo he hecho porque acá, de este lado del túnel, es donde hay que valorar una vida transcurrida. ¿Habrán querido morirse? Sin duda que no. Pero qué más da: ya están muertos y jamás sabrán que lo están. Y sin embargo varios de ellos no hicieron mucho por mantenerse en esta ribera nuestra. ¿Se pueden criticar decisiones tan rotundas que acaso no pasen por la racionalidad? ¿Son conscientes acciones como beber días seguidos hasta llegar al hospital para que éste los expulse sólo a la morgue; para ser lo suficientemente descuidados y trabajar cerca de un cable de alta tensión sin resguardo alguno; o simplemente para lanzarse de un puente de sesenta metros directo al pavimento? No lo sé. Lo que sí sé es que esa gente a la que he amado y que ya no está con nosotros (ese plural que nos abarca y prefigura porque no somos los únicos en padecer la ausencia), hace que me dé cuenta, hoy más que nunca, que no me quiero morir; más allá de eso: que no quiero pasar a formar parte de un club de amigos muertos (por eso odié esa película La sociedad de los poetas muertos, porque ninguno de esos pendejitos supo valorar su propia vida. Poetas muertos... ya quisiera ver a esos bergantes, y a cualquiera que se considere maldito, frente al pelotón de fusilamiento); mucho menos que mi gente sufra por eso. Todos nos vamos a morir (y perdón si en este momento estoy exhibiendo una epifanía o haciendo una revelación última), pero a mí me falta mucho tiempo. Ignoro cuánto. Sin embargo si sé que no soy Héctor frente Andrómaca y que mi enemigo de mañana no es Aquiles. Las batallas también pueden evitarse, aunque ya nadie en su candor de capa y espada piense en uno; falta acaso entender las deserciones como los actos más honorables que existen. El punto es que no percibimos que acaso la idea del exilio es el paraíso, un estadio de bienandanza que se construye con otros pilares, con cimientos más profundos y briosos que los moralmente condenados. Hay que cruzar el Rubicón para entrar en el laberinto y encontrar en esa habitación sin salida lo que resta de vida: matar a Caronte para evitar el Hades; cohabitar con Asterión, pues, esa magnífica bestia que nos acompaña en todo espejo. He ahí la morada perfecta e imperecedera.
Yo quiero seguir vivo gracias a mis amigos muertos, a ésos a los que amé y me dieron el salvoconducto celestial para mantenerme en este lado del río (confío en el Miguel Strogoff que hay en alguna parcelita de mi alma). Julio, lo he dicho, es el mes que más detesto y el que más quiero. Hoy día, ahora que cae la tarde y no hay más que verde en mi mirada, es lo único que amo: es así porque sus días me han hecho tomar la decisión de llegar hasta el siguiente julio y seguirlo amando y odiando por igual.
CAS
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